La guerra de
Ucrania constituye un acontecimiento hipermediatizado que tiene lugar
inmediatamente después de la pandemia de la Covid. Esta ha significado un salto
prodigioso de un poder que monopoliza los medios de comunicación e impone una
lógica de monopolio de la verdad, en la que cualquier voz diferente al coro
experto de guardia es anatemizada, descalificada y expulsada a las tinieblas
exteriores de la infosfera. En este contexto de severa regresión democrática,
en la que resplandece un imaginario definido como la verdad, científica, por
supuesto, cualquier discurso extraño a la misma es asignado a la etiqueta
“negacionismo”, que denota así su naturaleza de nueva religión de estado. El
resultado de este evento fatal es la aceleración de un proceso de persecución
de las voces diferentes, de modo que tiene lugar una concentración de
voluntades que instituye un nuevo tipo de dictadura férrea fundada en la
obligatoriedad de aceptar los preceptos emanados de la nueva corte mediática de
los expertos.
En este inquietante
contexto comparece la guerra, que se constituye inmediatamente en verdad
mediática experta de la que resulta de nuevo la unanimidad de los tertulianos y
presentadores mediáticos. En esta ocasión, es obligatorio el alineamiento a
favor de la OTAN, presentada como una organización beatífica y defensiva frente
a la expansión del mal que se ubica siempre en el territorio del más allá
oriental. Así, la información de la guerra reproduce las pautas de la que se
configuró en la emergencia de la Covid. Presentadores, tertulianos y expertos
constituyen el cemento del alineamiento obligatorio y la unanimidad exigida,
que es el modo de diferenciarse de cualquier posición “negacionista”, que es la
antesala, ya que estamos hablando de una nueva guerra, de la traición. De este
modo, la sociedad es alisada por la preponderancia de las voces guerreras, que
no tienen contrapunto alguno en los altares televisivos.
En este
enérgico alisado social guerrero, el coro experto predica a favor de la
victoria de los ucranianos agredidos, obtenida mediante la potencia de la armas
facilitadas por el bloque atlántico. No se pide el alto el fuego o soluciones
diplomáticas, sino la resolución estrictamente militar a la contienda,
obteniendo el más preciado bien del imaginario militar, como es la victoria,
que presupone la derrota integral del enemigo. La opinión pública es
bombardeada por el monopolio de la verdad que explica las virtudes de las
armas. Frente a grandes pantallas, el conglomerado experto predica a favor de
las virtuosas prestaciones de las armas, visibilizando sus potencialidades
destructivas del enemigo teñido de maldad. La guerra como evento mediático
adquiere todo su esplendor y genera en tormo a sí misma un aura cargada de
ética de todo a cien.
Las guerras
del inmediato pasado han sido narradas por corresponsales de guerra ubicados en
el frente, así como por distintos analistas que publicaban sus interpretaciones
en textos escritos en distintos periódicos en el pasado tiempo de lo que se
entendía como democracias liberales. Este flujo mediático inspiraba un cierto
pluralismo de interpretaciones, en tanto que los textos y los reportajes eran
susceptibles de distintas lecturas. Así, las diferencias alimentaban cierta
controversia en la que se decantaban varios posibles posicionamientos.
Pero en la
vigente sociedad postmediática, petrificada tras la crisis de la Covid que la
forjó en la unanimidad, la conversión de los discrepantes en una nueva suerte
de herejes o renegados, produce un flujo mediático radicalmente diferente.
Ahora han desaparecido los reporteros de la guerra, que enviaban imágenes e
historias personales siempre referenciadas en una interpretación de lo que
estaba sucediendo en el frente. Estos textos (reportajes) son sustituidos por
personas amateur que conversan desde las ruinas y los paisajes de destrucción
producidos por las armas con los pastores mediáticos enclavados en los platós.
En estas comunicaciones se encuentran sobrerrepresentados los dramas personales
en detrimento de la clarificación de lo que está ocurriendo en el frente. Así,
estos testimonios se integran como auxiliares en el macrorrelato adoptado por
el medio.
Estas
metanarrativas guerreras se alimentan de estos fragmentos audiovisuales que se
instalan y acumulan en los informativos y las tertulias. En estos géneros
televisivos comparecen las nuevas figuras de los expertos. Estos se diferencian
radicalmente de los antiguos intelectuales. Así como estos producían textos
complejos que no siempre podían alinearse mecánicamente en un macrorrelato, los
expertos tertulianos habitan en los platós, en los que se desempeñan en el
género del comentario oral que acompaña a las grandes imágenes y vídeos
seleccionados por el medio patrocinador. De esta forma, la tertulia alimenta la
unanimidad. Sobre un enunciado introducido por el medio, se solicita a los
tertulianos sus comentarios, que ratifican obligatoriamente el enunciado
inicial, aportando cada cual su adhesión al mismo.
De ahí
resulta una lógica que se asemeja a la cacería en grupo, en la que cada cual
contribuye al éxito de la misma. De este modo se configura una unanimidad en
torno a un discurso que deviene en una verdad incuestionable, que termina por
cristalizar en un régimen de monopolio. Cualquier diferencia termina
inexorablemente en una condena moral de alto rango, que antecede al despiece
del discrepante convertido en blanco de las iras de la audiencia. Los casos de
Laporte o Miguel Bosé resultan esclarecedores de los nuevos tiempos. En esta
situación comunicativa de unanimidad exigida al macrodiscurso de la verdad,
solo cabe la adhesión. De ahí la desaparición radical de los antiguos
intelectuales independientes y su sustitución por los ilustres portavoces de
las industrias culturales, propensos a hacer de la adhesión un verdadero arte
escénico. En los últimos tiempos, los casos de Resines o Sacristán son
paradigmáticos como paradigma del nuevo régimen de la verdad.
La
mediatización completa, que sanciona a las televisiones como oráculos de la
verdad y tribunales de expedición de certificados de las artes de la adhesión a
la misma, así como la expertocracia total, que alinea sin matices a los
expertos seleccionados por los medios, al tiempo que silencia a las
organizaciones científicas, cuya existencia tiene lugar en la zona de sombra exterior
a las pantallas, son los elementos imprescindibles en la creación, ratificación
y reproducción ampliada de la redundante verdad científica, que ahora adquiere
el rostro de la militarización y el nuevo culto a las armas y las máquinas de
la guerra. Aquellos que quedan en los márgenes de esta megamáquina de la
verdad, que se encarna en las pantallas múltiples, son condenados como caballos
de Troya tras lo que se oculta el enemigo, el cual adquiere la condición de ser
abatido mediante una victoria completa, militar, por supuesto.
Las viejas
instituciones democráticas que albergaban cierto pluralismo, son demolidas por
el efecto de la guerra permanente frente a los males procedentes del pérfido
Oriente. En particular, la vieja socialdemocracia y la izquierda sobreviviente
al naufragio comunista resultan asoladas por esta apoteosis del nuevo monopolio
de la verdad. El vigor intelectual, la lucidez o la energía misma de estas se
disuelven en la sopa de la unanimidad, resultando un shock fatal para su futuro.
Tras los largos años de postfranquismo, nos faltaba ver a una izquierda
atlantista y alineada en torno al armamentismo y la intervención en contra de
los bárbaros que viven en los confines del imperio.
El nuevo
régimen de la verdad mediática implica una distorsión monumental de la
realidad, reforzada por las presiones a la conformidad y la adhesión que tienen
lugar en las tertulias y en los encuentros de los aspirantes a experto con las
cámaras. Estas comunicaciones funcionan como depredadoras de cualquier
discurso. La violencia simbólica y expresiva sobre cualquier candidato a la
experticia que muestre debilidad a la adhesión incondicional se hace patente.
Los presentadores mediáticos de Mediaset, curtidos en los programas del corazón
y sus misterios, representan la máxima dureza y rigor en las condenas de
aquellos sospechosos de limitar su adhesión. Me produce una sensación de
abatimiento contemplar a Carolina Bescansa y otras personas relevantes en aquél
esperanzador ciclo de 2010-2014, plegarse al tono amenazante de los
administradores de la unanimidad. El
nuevo discurso oficial, respaldado por las nuevas figuras actoriales cierra el
círculo del latifundio de la verdad.
En este
panorama hipermediatizado e hipermonopolizado por los estados mayores de las
guerras permanentes contra las amenazas exteriores, resulta extraña la fáctica
desaparición del movimiento pacifista y de las voces múltiples que se oponen a
la razón guerrera. Mi interpretación al respecto resalta que frente al
portentoso ruido y furia mediática de los guerreros tiene lugar cierta
expansión de un silencio voluntario. En estos días se multiplican aquellos que
no quieren hablar ni sumarse al impetuoso torrente de la adhesión incondicional
a la opción de la guerra y la victoria. Así, el silencio resulta de una
estrategia de autodefensa de los no alineados con el rearme y la guerra con el
oriente múltiple. Estos se retiran de los espacios públicos mediatizados y
definidos como sedes de la verdad representada por el culto a las armas. No obstante, los actores silenciosos que
evaden la adhesión al ardor guerrero, terminarán por reflotar, aún a pesar de
los efectos perniciosos del nuevo régimen ensayado en el tiempo de la Covid.
Nunca había
vivido una situación tan irrespirable desde los tiempos del autoritarismo
franquista. Las guerras sucesivas contra la Covid y contra el enemigo ruso, que
oculta a los pérfidos pueblos ubicados tras lo que ya podemos denominar sin
ambages como el frente oriental de la guerra permanente, que terminará por descubrir
al enemigo chino como próximo a batir por las prodigiosas máquinas informativas
y de guerra de tan próspera civilización. La paradoja estriba en que este
provee, cada vez en mayor medida, de los modelos para salvaguardar la
unanimidad y el férreo control social. Las imágenes de los médicos ataviados
con sus EPI persiguiendo a golpes y garrotazos a los “indisciplinados” es
prometedora y sugestiva para las nuevas sociedades occidentales de la adhesión
obligatoria y la condena moral al pluralismo.
No salgo de mi asombro viendo los parlamentarios de las Cortes ovacionar en pie a un presidente Zelensky, (de profesión actor, domina las tablas, el atrezzo...), que ha ilegalizado 11 partidos de la oposición en Ucrania, ha cerrado medios de comunicación que no le son afines y ha cometido otros y muy graves atropellos como prohibir el ruso en un país bilingüe (de hecho él mismo es ruso-hablante), se permita dar lecciones ¿de democracia?, además de estar arrastrándonos a una Tercera Guerra Mundial. Leí que tan sólo dos diputados habían decidido no acudir al acto. Les honra. En su gobierno y su ejército están emboscadas formaciones ucranianas nazis como el Batallón de Azov... Son bastantes los analistas independientes con cierta visión de futuro que hablan del suicidio de una vieja Europa que no parece saber cuáles son sus intereses; aunque no los van a invitar a ningún plató televisivo. ¿Saben los Sres Borrell y Van der Leyen lo que están haciendo, a espaldas de los pueblos europeos? Algunos especialistas en el tema creen que no entra en las competencias de la Comisión Europea -una entidad supranacional no elegida por nadie- tomar decisiones de tanta gravedad para el futuro de Europa. Primero nos tuvieron en un puño con el coronavirus durante 2 largos años, luego el intermezzo del volcán de la Palma -2 o 3 meses-, ahora toca el conflicto ruso-ucraniano "servido en bandeja" a un público inerme ante la burda manipulación. Un saludo para Juan Irigoyen,
ResponderEliminarCristina.