La pandemia de la Covid ha generado importantes cambios en el sistema sanitario. En el largo tiempo de su permanencia ha absorbido toda la capacidad operativa del sistema para satisfacer la alta demanda. Así, ha consumido muchas energías y ha reconfigurado su funcionamiento. En particular, ha debilitado las consultas como instancias deliberativas orientadas a la realización de diagnósticos y a resolver los problemas asociados a los tratamientos. En estas, las relaciones entre profesionales y pacientes incluían un cierto intercambio variable según los distintos subsistemas asistenciales.
Pero la Covid ha modificado esta situación, en tanto que las pruebas representan el centro de gravedad de los encuentros. La apoteosis de las PCR y otras pruebas diagnósticas, así como el control de las vacunaciones simplifican la situación. La respuesta a la pandemia automatiza la asistencia y homogeniza a los pacientes. El resultado ha sido la modificación de las prácticas asistenciales, realizadas sobre personas de las que se podía puede prescindir de sus características. El paciente deviene en un ente epidemiológico cuyo valor se referencia en el conjunto. Así, se han desarrollado varios automatismos que han gobernado la asistencia, modificando las relaciones entre pacientes y profesionales. Ha retornado el paciente parsoniano, que solo tenía la obligación de colaborar en el tratamiento y aceptar la autoridad profesional.
Con anterioridad a la Covid, en los últimos cincuenta años, las relaciones entre los profesionales y los pacientes habían registrado los efectos de dos acontecimientos, de los que resultan dos tímidas líneas de renovación. El primero surge del interior de la profesión médica y aspira a una “humanización” de la asistencia. El segundo remite a una poderosa sociedad de servicios que impone sus cánones en todas las esferas sociales. En el campo sanitario este impone el modelo de clientelización de los pacientes, homologando los productos de la asistencia sanitaria con los servicios. Ambas tendencias han sido importadas por las autoridades sanitarias con resultados más que modestos. Se puede afirmar que los procesos de rehabilitación de los pacientes como parte activa de la relación, se encontraban bloqueados por una constelación de factores entre los que cabe reseñar la masificación asistencial y las ingenierías de debilitación de la asistencia sanitaria pública. La sobrecarga de los profesionales dificultaba gravemente su consolidación. Así, estas tendencias han quedado inscritas en los discursos, pero, en general, no han modificado las prácticas asistenciales.
La larga noche de la Covid ha contribuido a una regresión de la asistencia. Ha generado una situación de emergencia perenne que ha cristalizado en un conjunto de preceptos implícitos, sentidos y prácticas que han terminado por inscribirse en una nueva cultura profesional, que acentúa el autoritarismo profesional y relega las viejas aspiraciones difusas de ensayar formas de relación profesional/paciente que se aproximasen al concepto de cogestión, tal y como ocurre en distintos mercados de servicios. El acontecimiento Covid ha influido en las clínicas.
En el último año he podido observar acontecimientos frecuentes tales como colas en la calle para acceder a los centros; barreras de acceso mediante la consulta telefónica que penaliza a las víctimas de la brecha digital; decisiones profesionales acerca de si se acepta la consulta; desaparición de los timbres en las urgencias de los hospitales; rigorismo extremo respecto a la abolición de las visitas a hospitalizados; restricciones varias, pero, sobre todo, la imposición de una mentalidad estricta que reduce el servicio a su núcleo básico. Estos factores han determinado una regresión en las aspiraciones a la humanización o clientelización. Esta asistencia de guerra parece incompatible con cuestiones como el consentimiento informado y otros derechos semiadquiridos con anterioridad. El dirigismo de los profesionales reforzado por la pandemia ha dejado huellas en las prácticas clínicas.
La nueva cultura profesional moldeada por el imaginario de “la guerra” contra la Covid se ha reforzado desde el exterior por una sobrelegitimación fundada sobre los temores colectivos de los primeros meses, que ha cristalizado en los aplausos desde los balcones. Ante la amenaza patente presentada por los altavoces mediáticos, los profesionales sanitarios comparecen como los héroes que pueden intervenir en lo que en esa narrativa se entiende como “la salvación”. Así se han generado subjetividades polarizadas en el concepto “agradecimiento”. Este factor ha reforzado procesos perceptivos y valorativos de los profesionales encerrados en sus recintos-fortaleza que conllevan unas altas dosis de distorsión. En este período se han debilitado los canales bidireccionales existentes entre el sistema sanitario y la sociedad, que ya de por sí son muy menguados.
En este ambiente resultante de la interacción entre estos factores se consolida una clínica dura alejada de la vida y ejercida sobre pacientes cada vez más lejanos. Así se refuerza el proverbial distanciamiento con la vida cotidiana de la gran mayoría de las clínicas, que determinan la incomprensión radical de muchas de las variantes del comportamiento humano. En este ambiente declinan las conversaciones y se robustecen los protocolos. El peligro de una nueva factoría renovada de diagnósticos y tratamientos se hace patente. La influencia en el conjunto de los profesionales de imaginarios estadísticos, de laboratorio o hiperespecializaciones se hace presente.
Esta nueva situación se completa con la crisis económica general y las restricciones con impacto en las vidas de los sectores sociales en mayor desventaja social. En ese contexto, la asistencia sanitaria no puede ser una fábrica de soluciones a problemas patológicos con base biológica. Si no renacen nuevos discursos desde el interior de las profesiones el riesgo de automatización es manifiesto y las viejas y quiméricas humanización y clientelización devienen espectrales. Una clínica dialogante con los pacientes, entendidos, hoy más que nunca, como seres multidimensionales, vivos y que intervienen en su acontecer diario, es imprescindible. De lo contrario, progresará la privatización como sede de servicios para quien pueda comprarlos.
La pandemia,
paradójicamente, ha encerrado a los profesionales sanitarios en una línea de
búnkeres. El efecto de este encierro es nefasto para los esquemas mentales
compartidos, que sí acusan el impacto de los acontecimientos, en este caso, de
la pandemia misma. Es hora de romper barreras y liberarse de los imperativos de
la larga clausura. Converso con distintos profesionales y me preocupa la idea
compartida de que aquí no ha pasado nada y todo sigue igual. No, estamos frente
a una regresión de la asistencia que empeora las relaciones con los pacientes.
De perpetuarse esta situación, sin que se aperciban de ella los profesionales
encerrados, las consecuencias pueden llegar a ser muy negativas.A mí me preocupan especialmente los sitiados en los fuertes (centros de salud) de la atención primaria.
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