Me fascina y
horroriza constatar el creciente vaciado de racionalización de la política y la
vida pública. El caso de Ayuso alcanza un umbral inimaginable para los que
participamos en el final del franquismo y el advenimiento del régimen del 78.
La aparición en los medios de los negocios de su hermano y su aceptación
explícita bajo el manto del precepto sagrado de “la familia es lo más
importante”, no la debilita, sino que, por el contrario, sus seguidores
comparecen enardecidos en las calles frente a las cámaras presentando sus certezas
no sujetas a deliberación alguna. Este evento resucita pautas propias de
públicos fervorosos que se congregan en torno a los milagros atribuidos a
alguna providencial Virgen o santo insigne.
El óbito de
la reflexión individual y el comportamiento dictado por la adhesión incondicional
cocinada en el flujo mediática, se hace patente en todos los eventos políticos,
de modo que propicia la exaltación de una serie de héroes de quita y pon que
concitan el cuantioso capital adhesivo generado por la explosión de la
afección. Así, Ayuso no parece desgastarse con su política de desmantelamiento
de servicios públicos ni decisiones destinadas a favorecer a los grandes
intereses. Frente a un debate en la asamblea madrileña, en la que la oposición
exhibe argumentos de peso para cuestionar algunas de sus actuaciones, los
públicos en los que se sustenta permanecen incólumes a la crítica. Y no sólo
eso, sino que, además, se exaltan frente a los críticos reproduciendo
comportamientos propios de públicos del boxeo o la lucha libre.
Así se
conforma lo que en este blog he denominado como “la fascinación delcuadrilátero”, que representa un juego entre dos partes que es visualizada por
una masa que tiene sus posiciones predefinidas y actúa con moldes de
incondicionalidad a prueba de todo. El modelo de la lucha libre parece
inevitable. Recuerdo mis tiempos adolescentes en los que acudíamos a las
veladas del Campo del Gas a contemplar espectáculos de combates en el que los
contendientes simulaban la contienda, pero respetando las reglas de no dañar a
sus rivales. Aún a sabiendas de este secreto, el público se volcaba a favor de
sus candidatos y mostraba su abominación a sus rivales. Cuando terminaba la
sesión, en la estación del Metro, la mayoría de la gente peleaba entre sí tratando
de practicar las llaves que los atletas habían exhibido en su trabajado tongo.
Ayuso tiene
muy claro que su papel radica la reinvención del viejo precepto condensado en
la frase “Dales caña, Alfonso”. Lo que esa masa de seguidores reclama es la administración
de zascas claros y contundentes. Así, sus actuaciones son primorosas, en tanto
que nunca desciende a rebatir los argumentos expuestos por la oposición, sino
que se eleva a la magia del cuadrilátero y administra superzascas ubicados en
otro nivel que el del aquí y ahora. Los medios audiovisuales sancionan este
juego conformando fragmentos audiovisuales que son exhibidos en los
informativos y exportados y diseminados por toda la programación. El resultado
es que el espectador recibe su generosa ración diaria de zascas, cuyo valor
reside en la intensidad de la ofensa y la presencia de la ironía y la
mordacidad.
El caso de
Yolanda Díaz se sustenta también en la fe de un público incondicional que busca
su salvación. Ella está presuntamente involucrada en una coalición en la que al
menos están representados dos partidos: Podemos e Izquierda Unida. Su posición
como ministra de Trabajo le ha reportado un capital mediático muy considerable,
construyendo una imagen cimentada en un comportamiento moderado con respecto a
sus acompañantes. Pues bien, los medios comienzan hace varios meses a sugerir
que va a encabezar una coalición al estilo de la que protagonizó Carmena. Ella
se presta al juego de insinuaciones, en tanto que los ministros y dirigentes de
los partidos de UP permanecen en silencio.
El siguiente
salto en esta historia tiene lugar en Valencia, en donde tiene lugar un acto
público que concita la atención mediática, y en el que participan cuatro
lideresas caracterizadas por detentar un capital mediático opulento con
respecto a sus atribulados compañeros dirigentes de los partidos y estado. De
este modo queda acreditado que el factor principal que avala a un proyecto y a
sus promotores es la cantidad de capital mediático que le respalde. Pero este
milagro en la izquierda sucede en un silencio sepulcral de los partidos. Nadie
dice nada y Yolanda anticipa que esta primavera recorrerá España en busca de
apoyos, con la finalidad de convertirse en el hada que sancione la ubicación en
las listas electorales de los temerosos aspirantes.
Este
proyecto personal es factible en tanto que los partidos constitutivos de la
coalición no son verdaderos partidos, que toman sus decisiones en sus
respectivas ejecutivas y órganos partidarios. La izquierda es un conjunto de sobrevivientes
al reflujo perenne que comienza en 2016. Se trata de una red de personas y
grupos que buscan posicionarse en las instituciones, y que para ello confían en
el milagro de la multiplicación de los votos por efecto de la imagen dulce de
Yolanda, que reemplaza el rostro fiero de Iglesias, fagocitado en el turbulento
gobierno sustentado en el bloque de progreso. Se supone que muchos de los
afligidos votantes van a movilizar su fe a favor de un rostro amable que
suscite esperanzas fundadas en posiciones pragmáticas y evolucionistas.
En este
sentido, la experiencia del anterior ciclo en lo que se refiere a las
convergencias, que en general resultó catastrófico en Galicia y otras grandes
ciudades, penoso en Madrid y sufrido en Cataluña, no es metabolizada
reflexivamente. Se trata de salvarse mediante la investidura de una nueva santa
que conducirá a las orillas del cambio a tan múltiple conglomerado. Así se
confirma la abolición de la reflexión y su sustitución por la magia de un nuevo
liderazgo mediático que regenere las esperanzas. De este modo, el proyecto se
fundamenta en un nuevo sujeto: el pueblo electrónicamente constituido en torno
al ecosistema de las pantallas, las tertulias, las representaciones y las
escenificaciones, del que resulta una gruesa sopa de imágenes, titulares,
zascas, contiendas imaginarias, estados de excitación catódica y otras magias
derivadas de las escenificaciones del cuadrilátero mágico, en el que los
gladiadores audiovisuales compiten para inocular una dosis de fe y esperanza a
sus respectivos pueblos.
Esta
transformación profunda de la política que privilegia a aquellos dotados de
capacidad de representación y de elaboración fluida de memes, zascas y géneros
similares, que constituyen el alimento mediático de los contingentes de
seguidores, se encuentra determinada por el avance impetuoso de la sociedad
postmediática, que privilegia lo audiovisual. De este modo se confirma la
afirmación de Lipovetsky de que la política-espectáculo tiende a sustituir los
programas por el encanto de los políticos, haciendo declinar el razonamiento a
favor de las reacciones emocionales, la atracción y la simpatía. En este
contexto no se trata tanto de tener buenas propuestas, como la capacidad para
comunicarlas a tan emotivos públicos.
El mayor
dislate de la política-espectáculo radica en los debates electorales
televisados, en los que los candidatos se enfrentan entre sí en un tiempo nunca
superior a las dos horas. En ese tiempo y para varios aspirantes, se les pide
que expliquen un programa que se desglosa en tres capítulos, y estos a su vez
en varias dimensiones. Además se les pide que se repliquen. Para temas densos
los intervinientes disponen de uno o dos minutos. Todo esto es disparatado. Los
operadores de las televisiones dictaminan, al modo de las carreras de caballos,
quién ha ganado y quién ha perdido. La dispersión y la torre de babel se hacen
presentes, de modo que otorgan ventaja a aquellos dotados de competencias
teatrales, administrando la comunicación no verbal, los énfasis, la exposición
de sus propias emociones y el arte de saber encajar los golpes de sus rivales.
En este
mundo lo importante es acreditar la competencia de saber estar en la pasarela y
en el escaparate. Las actuaciones importantes remiten a los desplazamientos con
cortejo filmados por las televisiones en los tránsitos en las instituciones, el
saber estar frente a las cámaras, la gestualidad en los encuentros con aliados
o rivales, la gestión de los gestos en los encuentros con los incondicionales.
Todo bajo el auspicio de las cámaras sagradas, porque cada escena tiene el
sentido primordial de ser filmada para ser inserta en algún género informativo.
Así se forja la competencia esencial del arte de ser contemplado, que tan bien
dominan Ayuso y Díaz.
El
predominio de la televisión termina por constituir los públicos segmentados que
sustentan a los políticos. El cemento que los cohesiona es principalmente la
sensorialidad. Lo concreto y lo sensible reconfiguran la iconosfera y
determinan los agrupamientos que tienen lugar en la misma. La densidad
emocional imperante en este espacio dificulta la activación de la mente
racional. Todas las comunicaciones se orientan a proporcionar gratificaciones
emocionales a los receptores. En la última campaña electoral en Madrid el pesoe
presentaba dos candidatos antológicos, en tanto que representaban arquetipos
personales propios de la sufrida logosfera: Gabilondo y Franco. Ambos
constituían una excepción semiológica en el torrente de imágenes de la
información política.
Una de las
reglas imperantes en la política-espectáculo es la necesidad imperiosa de
captar la atención en la sobreabundancia de imágenes y microrelatos. El
desdichado Rivera se hizo presente en tan compulsivo campo mediante una imagen
en la que presentaba su cuerpo desnudo. La pugna por la atención conduce a una
escalada de hiperestimulación sensorial. Una entrevista tiene que concluir
proporcionando lo que los prosaicos comunicadores denominan como “titulares”, es decir una frase o gesto que
rompa la normalidad y se inscriba en el modelo de meme o zasca. El resultado de esta escalada es la
movilización de las audiencias sensoriales, cuyo estado óptimo es el de una
suerte de hipnosis emocional. Así se explican los fervores de Ayuso y Díaz,
completamente independientes de sus respectivas gestiones o proyectos. El
fanatismo de intensidad variable es inexorable para públicos cohesionados por
ñas emociones colectivas propiciadas por la comunicación audiovisual.
En ambos
casos, acreditan su capacidad para gestionar favorablemente su relación con el
público incondicional. Esta se funda en el arte de “hacer vibrar” a la gente.
Se trata de atrapar emocionalmente al receptor mediante una puesta en escena
que satisfaga su imaginario político, estimulando sus pulsiones visuales y auditivas.
Así, la vibración se superpone a la significación. Desde esta perspectiva se
puede hacer inteligible la sordera de los públicos a los factores objetivos
asociados a sus actuaciones. La vibración sensorial se correlaciona con la
ilusión perceptiva, constituyendo el sustento de los hiperliderazgos en la
videopolítica. Las idolatrías parecen inevitables en este medio que ha
devaluado la reflexión hasta niveles inconcebibles. Lo peor es la relación
inequívoca entre la primacía absoluta de la sensorialidad, el declive fatal de
la reflexión y los totalitarismos. Pero de eso escribiré en otra ocasión.
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