Ayer leí en
Diario 16 un excelente artículo de David Souto en la que propone la deserción
de la guerra en curso, que adquiere el perfil de una guerra psicológica
sustentada en la acción de los dispositivos mediáticos, que la formatean como
un acontecimiento total que se sobrepone a todo. En mi mismo entorno observo el
efecto de esta apisonadora que muestra cómo la guerra es, ante todo, la movilización
de la comunicación. Así, todos los días se arrojan sobre los perplejos
receptores toneladas de fragmentos audiovisuales con la pretensión de
manufacturar el consenso y la adhesión al belicismo. En mis conversaciones cotidianas observo con
preocupación el giro belicista de no pocas personas, capturadas por el relato
oficial, que se sustenta en un guion infantilizado de buenos y malos.
Los medios
proceden según su operatoria de fragmentación de la realidad. De este modo,
tratan el conflicto arrancándolo de su contexto sociohistórico. Así es tratado
profusamente vinculándolo con el gran argumento de la seguridad. El texto de
Souto procede de manera contraria, insertando la guerra en su contexto y
recuperando sus vínculos con otras realidades que son escindidas en las agendas
mediáticas. De esta forma adquiere un valor extraordinario en una sociedad
débil, amorfa, sometida y colonizada por los grandes grupos mediáticos. Es por
esta razón por la que he decidido publicar el texto aquí. Su propuesta de
dereción es altamente pertinente.Lo podéis encontrar en su formato original en https://diario16.com/la-desercion-es-nuestra-unica-salida/
LA DESERCIÓN ES NUESTRA ÚNICA SALIDA
DAVID SOUTO
ALCALDE
Hasta que la
morfina patriotera e ilustrada del estado-nación se hizo con el monopolio de
nuestros cuerpos y con el control de nuestras almas era más que obvio para
cualquiera que las guerras no obedecen a intereses populares y que la deserción
(todo lo contrario a la neutralidad o al colaboracionismo) es la única agenda
revolucionaria posible para las mayorías sociales. La vieja proclama
internacionalista que ordena que no haya guerra entre pueblos ni paz entre
clases es heredera de esta lógica, que considera que las guerras no se luchan
entre dos bandos sino en tres vectores transversales con intereses opuestos:
esto es, los grandes carteles financieros que apoyan en la sombra a ambos
frentes hasta redirigir el conflicto en la dirección deseada, las burocracias
imperiales/estatales que se declaran mediáticamente la guerra, y las
poblaciones que, en forma de civiles o de individuos alistados en el ejército
por su pobreza, son masacrados y utilizados como un inagotable petróleo rojo en
basa al cual erigir un nuevo orden.
Es por eso
que, ante el irracional espíritu bélico que promueven gran parte de nuestros
políticos, periodistas e intelectuales estas últimas semanas, no nos queda otra
alternativa que reformular la sentencia pronunciada por el General Dux (Kirk
Douglas) en Senderos de Gloria y afirmar que el europeísmo es
hoy en día el último refugio de los canallas. El envío de armas a Ucrania
contra el criterio de todo experto militar es síntoma de este canallismo
europeo, que se propone reavivar en pleno s. XXI la suicida categoría de
patriotismo a costa de intensificar hasta el extremo un conflicto evitable,
condenar a muerte a los civiles ucranianos de 18 a 60 años que están siendo
obligados a luchar, y ponernos a todos en peligro de un conflicto nuclear
mundial. El delirio es generalizado e incluso un intelectual a priori
progresista como José Luis Villacañas pretende hacernos creer esta fábula
sangrienta de héroes patrióticos, celebrando con retórica de otra época que la
“novedad” de esta guerra es que los civiles están luchando -de manera obligada-
en un conflicto suicida en nombre de Ucrania y que, por eso, “Zelinski es el
todo porque ha construido un Estado al lograr la obediencia del pueblo en
armas”.
En medio de
este clima de irresponsabilidad mediática e intelectual que se aferra a las
coordenadas geopolíticas de un mundo de estados-nación ya extinto, pareciera
casi imposible percatarse de que la guerra que está teniendo lugar en Ucrania
no es un conflicto entre bloques anacrónicos ni un enfrentamiento por la
hegemonía mundial entre el viejo imperialismo atlantista y el nuevo
imperialismo euroasiático. Nos encontramos, por el contrario, ante una masacre
disfrazada de choque civilizatorio que busca crear las condiciones de
excepcionalidad (crisis energética y de recursos básicos, estanflación, etc.)
para acelerar la fusión del capitalismo liberal y el oligárquico en un nuevo
capitalismo tecnocrático de inspiración china.
Este modelo
ya ha sido puesto en marcha entre nosotros mediante la gestión autoritaria y
tecnócrata de la crisis del covid-19, que cronificó la pandemia hasta
convertirla en el mayor negocio de la historia y nos acostumbró a un régimen de
excepción, censura y hostigamiento permanente. Es muy probable que las
sanciones que el Gobierno y la UE nos ha impuesto a todos los ciudadanos con la
excusa de ahogar económicamente a Rusia, harán que en los próximos meses se
naturalice nuevamente la necesidad de un mando tecnócrata que gestione los
escasos recursos de los que dispondremos. Pensemos que ante la situación actual
el ramo del transporte está al borde del colapso y que, en consecuencia,
sectores estratégicos como la pesca o la ganadería están viendo amenazada
seriamente su supervivencia (¿alguien se acuerda del “en el 2030 no comerás
carne” de la agenda post-humana del Foro Económico Mundial?), por no hablar de
los precios, ya disparados, que se triplicarán en los próximos meses según A.
Turiel.
Nos
encontramos en pleno proceso de transición de un modelo de sociedad ordenado en
base a la idea alienadora de patriotismo a un nuevo orden mundial de selectiva
carestía estructurado alrededor del concepto autoritario de “responsabilidad
social”. No olvidemos que durante la crisis del covid-19 nos obligaron a ir en
contra de nuestra propia integridad física, psicológica y de nuestro sentido
común, así como a obedecer medidas irracionales en nombre de la
“responsabilidad social”. La idea de responsabilidad social no es, sin embargo,
más que un trampantojo moralista carente de ética que sustituye a la vieja idea
de patriotismo con un mismo fin: hacernos abandonar toda capacidad de
deliberación acerca de cuáles son nuestros intereses para entregarnos a la
ajena defensa de intereses capitalistas contrarios a nuestras propias vidas.
Los vínculos
entre el discurso de la responsabilidad social y el más crudo autoritarismo
debiera ser obvio en estos últimos días, vistas las delirantes llamadas al
ahorro de calefacción en tono ejemplarizante de Josep Borrell y Ana Botín, o
las represalias que están sufriendo todos aquellos que reniegan de la versión
oficial de esta guerra, como muestra el despido de Valery Gergiev como director
de la Filarmónica de Múnich o la omnipresente censura en redes (con excepción
de los discursos rusófobos que en un principio Facebook estaba dispuesto a
permitir).
En este
sentido, el covidiano preludio de los últimos dos años al régimen tecnócrata de
la responsabilidad social que se está asentando entre nosotros, sirvió para
trasmutar en tiempo express socialdemocracias liberales como la austríaca,
italiana, francesa, neozelandesa o canadiense en regímenes autoritarios. Si la
apelación a la responsabilidad social legitimó hacer la vacunación obligatoria
y privar del derecho al trabajo a los no vacunados en varios de estos países
sin razones que sustentasen tales medidas, el crudo autoritarismo que nutre a
esta misma responsabilidad social es lo que ha llevado, por ejemplo, al
gobierno canadiense a congelar ilegalmente -sin aval judicial- las cuentas
bancarias de los camioneros que participaron en las manifestaciones contra las
políticas covid-19 del gobierno.
Pensemos lo
que pensemos sobre la gestión de la crisis del covid-19 o sobre las razones que
explican la guerra en Ucrania tenemos que reconocer que hay ya demasiadas
señales que nos indican que estamos entrando de lleno en la era tecnocrática.
La
llegada de la tecnocracia (o el anunciado advenimiento de la Cuarta Revolución
Industrial)
La
tecnocracia es un sistema de gobierno dictatorial basado en la redistribución
de recursos por parte de una élite de expertos-gestores que consideran que la
política es enemiga del progreso y de la paz social. Este sistema, implantado
ya en gran medida en China mediante mecanismos de disciplinamiento cívico en
base a los cuales se permite o veta el acceso a determinados productos a los
ciudadanos dependiendo del número de su “crédito social”, es indisociable de
una digitalización del mundo sin control republicano alguno como la que hemos
experimentado.
Si de algo
podemos estar seguros es de que la guerra en Ucrania se cronificará en clave
bélica (puede que a nivel global) o post-bélica todo el tiempo que haga falta
para hacerla coincidir de manera estratégica con la crisis energética y
climática, y justificar así la implantación de un mando tecnocrático disfrazado
-como todo régimen fascista- de régimen impuesto en el interés de las mayorías.
Estamos en el último estadio de implantación de una tecnocracia global que
cumpla con los mandatos de la Cuarta Revolución Industrial popularizada por el
Foro Económico Mundial que el Gran Reseteo de la gestión de la crisis del
Covid-19 ya implementó.
Norbert
Wiener, uno de los inventores de la cibernética, ya alertaba en los años
cincuenta en The Human Use of Human Beings de la necesidad de
someter a un control humano la revolución digital para evitar caer en el
régimen tecnocrático al que parecemos abocados. Sin embargo, Wiener no solo fue
ignorado, sino que la sociedad del control y la deshumanización que él
pretendía evitar fue considerada como el más ideal de los destinos por algunas
de las personas con más influencia en el ámbito de la política y la tecnología
del último siglo. En 1969, por ejemplo, Zbigniew Brzezinski, que además de
ocupar cargos de primer nivel en el gobierno americano fue el fundador de la
Comisión Trilateral a petición de David Rockefeller, manifestaba sin ambages
en Between Two Ages. America’s Role in the Technetronic Era su
preferencia por un inevitable régimen tecnocrático que evitaría la politización
de las clases populares y de la gente joven. Según Brzezinski esto sería
irremediable ya que el mundo de los estados-nación sería sustituido en las
décadas siguientes por un conglomerado de multinacionales encargadas de tomar
en relativa sombra las decisiones políticas antes reservadas a los estados.
El ideario
tecnócrata de Brzezinski enlazaba en el fondo con la agenda de apariencia
liberal, pero de estructura fascista, de ideólogos tempranos del
neo-liberalismo como Walter Lippman, quien en 1922 apostaba en el ensayo Public
Opinion por un régimen político compuesto por una élite de expertos
que tomarían decisiones para después “manufacturar el consentimiento” de la
población mediante estrategias de persuasión propias de las ciencias del
comportamiento. Esta concepción tecnócrata de la sociedad es la que hoy en día
promueven individuos como Ray Kurzweil o Klaus Schawb mediante grandes
estructuras de gobernanza mundial como el Foro Económico Mundial que acogen en
su seno, como partes fundamentales del nuevo entramado tecnócrata global tanto,
a las élites burócratas americanas como a las chinas o rusas, tal y como
muestra Iain Davis en un reciente artículo.
Tenemos, por
lo tanto, que estar muy atentos a todo intento de “manufacturación” de nuestro
consentimiento mediante estrategias de propaganda tecnócrata prototípicamente
fascistas. En este sentido, hace unas semanas Whitney Webb alertaba de una
nueva guerra de “terror doméstico” de inspiración americana contra todo aquel
que disienta, librada bajo la excusa de luchar (¡qué paradoja!) contra la
extrema-derecha y contra el fascismo. Sin embargo, esta falsa lucha, que
sustituye como objetivo el terrorismo islámico por el fascismo interno a cada
país a propósito de fenómenos mediáticamente inducidos como el charlotesco
asalto al Capitolio, crea sin ningún reparo aquello mismo que persigue (la
extrema-derecha y el fascismo) para después imponer el terror social mediante
un fascismo efectivo que acusa de ser un peligro a todo aquel que se enfrente
al autoritarismo tecnócrata.
El ejemplo
más obvio con respecto a la guerra en Ucrania lo tenemos en los cuerpos
neo-nazis que según Branko Marcetic los EEUU habrían introducido en 2014 en
Ucrania con el fin de desestabilizar el país e intensificar el conflicto con
Rusia. (El Batallón Azov, una formación neo-nazi, forma desde entonces
parte de las fuerzas de seguridad ucranianas). Esta estrategia de
desestabilización fue ideada en su día por Brzezinski, quien diseñó la guerra
sucia contra el gobierno pro-soviético de Afghanistan al financiar a los
muyahidines de los que acabarían surgiendo los talibanes que acabaron
legitimado las últimas acciones bélicas de EEUU. Según Brezinski, en el mundo
de la tecnocracia es deseable que existan carteles de violencia organizada, en
tanto que esta violencia disciplina por abajo a la población, puede ser controlada
por el gobierno y evita la politización violenta de los sectores más
desfavorecidos de la sociedad.
Las
batallas políticas contra la extrema-derecha y los fascistas de otro tiempo
tienen que ser, por eso, luchadas con un claro sentido estratégico que no nos
haga caer presos de las trampas del fascismo contemporáneo. Si queremos, por
ejemplo, neutralizar políticamente a VOX no podemos permitir que los camioneros
y ganaderos que se manifiestan por los derechos de todos sean acusados de ser
miembros de la extrema-derecha a los que es mejor ignorar.
El mayor
anhelo del régimen tecnocrático es producir simplificaciones moralistas y
violentas de la realidad por las que todo aquel que se enfrente a un orden de
cosas dado sea considerado fascista, como antes podía ser tachado de rojo o
maricón. Esta extraña categoría de fascismo -similar en su perversidad a las
ideas de diversidad y sostenibilidad que defiende el capitalismo con el fin de
romper en clave fascista el tejido social- no está diseñada para luchar contra
el ideario VOX (falangista en términos sociales y territoriales, y ultraliberal
en términos económicos), sino para acabar aupando a partidos como VOX, mientras
se persigue al grueso de la población y, más en concreto, a todos aquellos que
defiendan una agenda de izquierdas o republicana-democrática. No en vano, según
cuenta Iain Davis, la propuesta de reforma del Human Rights Act que
se tramita en el Parlamento Británico pretende evitar, en nombre del interés
público, que las cortes de justicia puedan dar la razón a ciudadanos que
denuncien medidas ilegales aprobadas por los gobiernos como ha sucedido durante
la crisis del covid-19.
En este
contexto tecnócrata en el que incluso se anulan las señas de identidad del
estado liberal (la separación de poderes y los derechos formales) y se avanza
cara a un autoritarismo abierto, la deserción ante conflictos entre enemigos de
la sociedad como el que está teniendo lugar en Ucrania (la oligarquía rusa por
una parte, la atlantista por la otra) es la única salida para recuperar la
naturaleza republicano-democrática de nuestros derechos individuales y
colectivos.
La
memoria latente de la deserción (o la ética de la prudencia vs. la perversidad
de la empatía)
EL
PREDICADOR. (…) Hemos sido derrotados
MADRE
CORAJE. “¿Quién ha sido derrotado? Las victorias y derrotas de los
peces gordos de arriba y las de los de abajo no siempre coinciden,
en absoluto. Hay casos incluso en que, para los de abajo, la derrota se ha
traducido en un beneficio. Se ha perdido el honor, pero nada más. (…) En
general, se puede decir que a nosotros, la gente corriente, la victoria y la
derrota nos salen caras”.
Madre
Coraje y sus hijos (1939),
Bertold Brecht
El arrebato
de lucidez anti-belicista que Madre Coraje expresa en estas líneas mientras se
camufla entre los bandos protestante y católico en la Guerra de los Treinta
Años, se entronca con toda una tradición de la literatura moderna europea que
defiende la deserción como la actitud más ética, radical y subversiva ante el mandato
patriótico que, en nombre de intereses ajenos, despoja a los sujetos y a la
comunidad del derecho a la preservación de la propia vida. Esta tradición,
derivada de un iusnaturalismo republicano, se remonta a los orígenes sociales
de la literatura en el s. 16 y ensalza la figura del contra-héroe (el pícaro,
el desertor, la prostituta, el cornudo) como el paradigma de la verdadera
modernidad.
El
contra-héroe desertor revela la perversidad del modelo social que promueve el
héroe clásico, perfecto en tanto que aristócrata y legitimador de una férrea
estratificación social. El maquiavelismo republicano del contra-héroe atenta,
en este sentido, contra la maniquea concepción heroica de la realidad que
divide el mundo entre el bien y el mal, pero desafía además la falsa moral del
honor, el imperio, la masculinidad, la patria o la religión siempre que estas
atenten contra la inviolable vida concreta y singular del individuo. La defensa
de la propia vida es, de hecho, el elemento en el que se ancla toda noción de una
igualdad real entre sujetos.
No es por
eso inocente que Lazarillo de Tormes, uno de nuestros primeros contra-héroes,
se dedique a intentar revelar a todos sus “amos” -con los que intenta
establecer una frustrada alianza política- la situación de alienación en la que
se encuentran bajo el Imperio, después de la tragedia familiar que el mismo
experimenta por la guerra. El padre de Lazarillo muere en una guerra contra los
moros en la que es obligado a luchar por pobre, mientras que su padrastro (un
negro que “por amor” arriesga su vida para dotar de recursos básicos a la
familia) es desterrado y su madre obligada a convertirse en una prostituta
mientras cuida de su hijo pequeño (un niño negro que es hermano de sangre
de Lazarillo). Todos estos factores, derivados de una guerra contraria a los
intereses populares, hacen que Lazarillo se proclame desertor de todo dogma
pseudo-moral y no tenga problema en presentarse, por ejemplo, como cornudo,
desafiando la estupidez del honor y la masculinidad imperial.
El linaje de
los contra-héroes que defienden la deserción en pleno conflicto bélico es
inabarcable y va del Estebanillo González, que en pleno s. 17 burla en la
Guerra de los Treinta Años la autoridad de ambos bandos, a novelas del s. 20
como El buen Soldado Sveik de Hašek, La sal de la
tierra de Wittlin o el Chevengur de Platónov, que nos
alertan, como ya hizo Goya, de los desastres que suponen para las mayorías
sociales tanto la guerra como la política de bloques.
Todas estas
apologías por el derecho a la preservación de la propia vida son altamente
hirientes para la moral ilustrada reinante porque oponen la irreverencia del
humor popular -que no sabe de jerarquías- a la seriedad maniquea de los
defensores del orden establecido. Sin embargo, el aspecto más problemático para
la cosmología liberal-ilustrada de estas defensas de la deserción que
privilegian la vida de la mayoría por encima de los grandes intereses del
capital disfrazado de patria radica en su defensa del individuo. En contra de
lo que asegura la mitología liberal, el derecho a la vida y a la libertad de
los individuos (el ser anónimo, el que desierta porque es carne de cañón, es
decir, el 99 por ciento olvidado de la sociedad) es una reclamación del
republicanismo democrático que no puede ser confundida con la ideología del
liberalismo.
Podríamos
decir que el liberalismo realizó una acumulación primitiva de capital
conceptual (una expropiación originaria sobre la que se basan todas las
expropiaciones posteriores) sobre la idea de individuo y sobre el concepto de
libertad. En realidad, el liberalismo es la política más intervencionista que
ha existido nunca en la vida de los individuos, de la economía, de la sociedad
y de la idea misma de libertad. En este sentido, la lógica de la deserción,
masiva antes del s. 18, se basa en un entramado conceptual republicano que ha
sido borrado por nuestra reaccionaria herencia ilustrada. La categoría ética
por antonomasia antes de la irrupción del estado nación era la prudencia, es
decir, la capacidad que cada individuo tenía para discernir en cada situación y
al margen de maniqueísmos morales propios del absolutismo, qué es el bien, qué
es el mal y cuál es la mejor manera de preservar la vida individual y
colectiva.
Esta lógica,
que se populizará en pensadores del s. 17 como Gracián, que alertan al
individuo de la necesidad de poner en marcha una razón de estado de uno mismo y
de desarrollar un arte de prudencia, parte ya del s. 15, como muestra Pedro de
Portugal en la Sátira de felice e infelice vida al afirmar que
“es razonable elegir la prudencia e dexar la caridat”, pues la primera “a cosas
mundanas se dirige et no a divinas” como sí hace la segunda. La imposición de
un habitus liberal-ilustrado acabó con la prudencia como una
categoría cívica de carácter individual contra-absolutista preocupada por
asuntos humanos, y la sustituyó por la empatía, un concepto
pseudo-comunitario de carácter religioso, colindante con el patriotismo y
carente de toda ética que exige al individuo renunciar a su propia vida y abrazar
los intereses que la sociedad del espectáculo le presenta como propios. Esta
transmutación conceptual que convierte en ética el sacrificio de la propia vida
en nombre de intereses ajenos (y que vuelve a revivir estos días en nosotros)
es defendida incluso por liberales de espíritu republicano del s. 19 como
Stuart Mill, quien deja claro que el individuo debe cultivar la empatía para
así transferir su instinto de autoconservación a la defensa de los intereses
colectivos nacionales.
En la
coyuntura actual no nos queda, por eso, más remedio que reimaginar el legado
anarquista (el anarquismo, incluso en casos como el de Stirner o Thoureau solo
puede ser de “izquierdas”) que resiste a la expropiación de nuestras vidas y de
nuestro sustento material por medio de la estrategia contra-heroica y
republicana de la deserción y la desobediencia civil. En esta sociedad del
control y el algoritmo, la prudencia y la deserción son la única manera de
resistir a la barbarie tecnócrata y recuperar una dimensión anónima de la vida,
que es la que realmente temen, por impredecible, los grandes poderes que nos
dominan. Plantémosle, en definitiva, cara a la responsabilidad social (esa
nueva forma de patriotismo) y a la empatía mortífera y canalla de los Risto
Mejide, Pedro Sánchez o Mario Draghi que nos desinforman y gobiernan, y
adoptemos la prudencia como la mejor manera de defender toda vida humana.