Desde hace
muchos años detento un posicionamiento crítico con la aceptación general de
comportamientos o ideas que vienen avaladas por la etiqueta novedad, y que son
percibidas e integradas en los cánones de lo que se entiende como normalidad.
Las consecuencias de la suspensión del juicio crítico son, en no pocos casos,
nefastas. Así se conforma una extraña sociedad donde es asumido como normal la
escolarización durante más de veinte años de la vida o que la educación
interminable se concentre en una formación para un puesto de trabajo definido
por su provisionalidad. Y así no pocos dislates interiorizados por las gentes. La
gran mayoría de problemas sociales cronificados resultan de este comportamiento
liberado de cualquier consideración crítica. Mantener este posicionamiento me
ha conducido a un extraño y confortable confín periférico desde el que se puede
contemplar el inusitado vigor del conformismo.
Este estado
de aceptación incondicional de cualquier cosa nueva tiene como consecuencia la
conformación de un sujeto manifiestamente débil, que se encuentra a merced de
las corrientes imperantes. Una de las cuestiones aceptadas y liberadas de
cualquier problematización es la de las prácticas derivadas de la condición de
espectador y la reestructuración formidable de la vida cotidiana que implican.
Lo que se sobreentiende como progreso ha implicado la aceptación de la reformulación
de la televisión, que deslocaliza su producción desplazándola al tiempo singular
disponible de cada espectador. Cada uno puede programarse a la carta su menú y
buscar el lugar donde vivir aisladamente su ración catódica. La apoteosis del
streaming tiene como efecto el progresivo anonadamiento de un espectador
saturado, que es aplastado por las poderosas máquinas de relatos audiovisuales.
Pero, el impacto más relevante de la explosión del streaming es la colonización
de la vida cotidiana por las industrias culturales.
En esta
convicción me he programado una experiencia personal de espectador para vivir
en primera persona esta invasión de mi vida por las plataformas que adquieren
la naturaleza de un extraño dotado de rostro amable que ocupa irreversiblemente
mi tiempo cotidiano. He visionado una serie de éxito de Netflix, Café con aroma
de mujer. Esta es un culebrón convencional que narra los tormentosos amores
entre Sebastián, un rico hacendado cafetero y empresario afincado en Nueva York
como ilustre gestor de una empresa de éxito, y Gaviota, una campesina de la
hacienda de la familia de Sebastián. Durante el visionado, he observado cuidadosamente
mis sensaciones y mis prácticas, tomando nota de todo el proceso.
La
experiencia ha sido demoledora, en tanto que tiene 88 capítulos que suponen
unas 80 horas de emisión. Esa es una cantidad de tiempo muy importante, que
concentrado en un período breve significa una verdadera metamorfosis de la vida
cotidiana y la cristalización de un estado de inmersión personal en esta
ficción. He visionado la serie en 11 días. Al principio me propuse hacerlo en
17 días, lo que suponía ver 5 capítulos por día. Esto supone 250 minutos, es
decir, 4 horas largas dedicadas a esta historia. En principio me parecía un
tiempo considerable que reestructuraba mi cotidianeidad, introduciendo un
factor por el que me veía obligado a racionar mi tiempo, disminuyendo mi dedicación
a otras tareas.
En esta
experiencia, he visto en los últimos años muy pocas series largas, he
confirmado que la ficción te va atrapando, de modo que es inevitable la
intensificación del ritmo del visionado, incrementando el número de horas
dedicado a este menester. Esta es la explicación de que haya terminado viéndola
en 11 días, y no en los 17 previamente programados. El comienzo pausado precede
a una fase de intensificación que desemboca en un final compulsivo, en el que
la vida cotidiana es radicalmente desorganizada, terminando por afectar a todas
las actividades cotidianas. Primero se suplantan otras actividades semejantes
para ceder a una convocatoria del relato que compele al espectador, que va
renunciando a sus defensas para terminar otorgando una exclusividad a este en
detrimento de otros usos del tiempo. Cuando las reservas de tiempo se agotan, se
toma tiempo de sueño, cocina y otras actividades esenciales.
En la
primera fase, el ritmo es controlado en tanto que todavía se mantiene una
distancia con la trama narrativa. Se mantienen los tiempos básicos cotidianos y
se toma el tiempo de actividades similares. En los cuatro primeros días vi 17
capítulos, lo que representa una media de 4, es decir, de tres horas largas.
Pero cuando el espectador es atrapado por la trama de microhistorias que
conforman la narración, se intensifica el ritmo de visionado, experimentando
una adicción. En estos días intermedios llegué a ver 7, 8 y 9 capítulos. En
este tiempo descuidé tareas rutinarias de lectura de prensa y otras similares y
aproveché los fragmentos de tiempo ubicados entre fases del día. También
apareció una pauta nueva. A veces no podía terminar un capítulo y lo dejaba
interrumpido para volver a él en la primera oportunidad.
En esta fase
el relato se había apoderado de mí y representaba un factor de exclusividad que
quebraba mi equilibrio existencial cotidiano. Estamos hablando de seis horas
diarias de dedicación. Pero este estado de ansiedad por avanzar hacia el final,
conduce, tanto a la intensificación del ritmo, de modo que los cuatro últimos
días vi 12 capítulos de media, lo que representa diez horas aproximadamente.
Esto significa que tomé (robé) tiempo de todas las esferas de la cotidianeidad.
Un indicador de este estado de compulsión es que, a partir del episodio 60,
busqué en Youtube videos sobre la resolución de la narración. Es decir, que
incrementé mi tiempo de dedicación a esta ficción.
El final
supuso un alivio y tenía la sensación de encontrarme vacío, confrontado a la
tarea de recuperar mis ritmos existenciales y restaurar las tareas relegadas.
El lema de “el séptimo día descansó” representaba el efecto del sobreesfuerzo
que realicé como espectador compulsivo. Yo mismo me había impuesto la
obligación terminar esta serie. Un aspecto relevante de los últimos días es que
seleccionaba mis tareas atendiendo a las compatibles con la dedicación
exclusiva a esta ficción. Así, podía leer y contestar mensajes en el correo o
whats app, pero renunciaba a leer textos largos, reestructurando así mis prácticas
de lectura. La imposición de lo ligero parece inevitable.
La
conclusión de esta experiencia es inequívoca. Las fábricas de relatos
audiovisuales introducen un terremoto en la cotidianeidad, apoderándose de las
reservas de tiempo libre primero para
después desplazar una parte sustantiva del tiempo de obligaciones. El término
totalitarismo mediático no me parece desmesurado. La desmesura audiovisual se
realiza en detrimento de las relaciones personales, las actividades corporales
y las demás tareas de obtención de la información. Soy conocedor de que
determinados grupos sociales conforman el grueso de la demanda de series y
películas por streaming. En particular, los jóvenes y los mayores. Los primeros
son asaltados por la secuencia de ficciones que requieren tantas horas de
dedicación. Me pregunto cómo pueden estudiar. Los segundos son los que
conforman el grueso de la audiencia, otorgándoles esa función de consumo y
haciendo activo su encierro doméstico.
Mi culo
experimentó la sobreutilización sobre el sofá, sobre mi mesa de trabajo, y
hasta en la cocina en tiempos que preparaba la comida en alguna ocasión. Mi
vieja perra es la única que, no perteneciendo a esta extraña comunidad de
humanoides apantallados, ha conservado el sentido. Ha registrado mi
sobrededicación y ha reclamado atención a las sagradas cuestiones cotidianas de
salir, caminar, dormir y hacerse carantoñas en los tiempos intermedios. Las
industrias culturales castigan los culos y las mentes de los atribulados
espectadores, que dejan de ser pasivos para convertirse en una masa que
sustenta la producción audiovisual amparada en la sacra publicidad.
Me pregunto
acerca de las prácticas de espectadores de muchos amigos y conocidos. Por eso
he hecho números en mi experiencia. La conclusión es escalofriante. Asignar a
esta actividad la etiqueta de “ocio” implica una gran confusión. Se trata más
bien de una actividad central de formateo de las mentes y de uniformización de
lo vivido. La sociedad de las mentes guiadas y los culos esculpidos en los
sofás. Se agradece si alguien hace números sobre su propia experiencia
audiovisual. Yo he terminado añorando la vieja televisión que obligaba a estar
presente en el momento de la emisión. Así se propiciaba un consumo moderado que
quebró posteriormente el video y después la llegada de internet, youtube y la
galaxia del streaming. Cuando compré mi último Smartphone, el vendedor me animó
a ver películas o partidos de fútbol en él. Me lo tomé como un insulto.
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