jueves, 20 de enero de 2022

LA SECULARIZACIÓN SALUBRISTA: LA ACTUALIZACIÓN EPIDEMIOLÓGICA DEL VIEJO TEMOR DE DIOS

 

En los últimos meses se produce en España una secuencia de atenuación del rigorismo en las medidas de la política de abordaje de la pandemia. Este proceso detenta algunos aspectos que lo homologan al fértil concepto de secularización, que afecta a las religiones en la segunda mitad del siglo XX. El principio de la pandemia propició un gobierno epidemiológico, en el que todo quedaba subordinado a la salud imperativa. Así, las profesiones salubristas ascendieron a los cielos de la televisión, desde donde pusieron en escena su concepto de sociedad definida por la severidad de los dispositivos de vigilancia, así como la obligación rigurosa de comportarse según lo impuesto por las autoridades sustentadas en los imperativos de la salud coercitiva.

En este tiempo, los recién investidos como expertos proponen y las instancias gubernamentales imponen. La salud pública parece ser liberada de los condicionantes que limitan la utopía salubrista total. Sin embargo, tras los primeros meses, se hacen presentes tres fuerzas poderosas que recuperan su papel: el estado como enjambre de gobiernos generales y autonómicos que registra una contienda intensa entre los pretendientes a ocupar el sustancioso locus del gobierno. Así se genera una confrontación de gran intensidad, que impulsa una oposición frontal fundada en la erosión de cualquier gobierno que imponga restricciones. Este modelo termina por producir una difuminación de las decisiones, orientada a privar a la oposición de argumentos y para minimizar el desgaste.

Junto a este factor político, renace con una fuerza inusitada el mercado, representado principalmente por los intereses de la hostelería y el ocio. El lema de salvar la economía no ha dejado de expansionarse tras la sorpresa inicial. Junto a ella, rebrota la vida con un vigor imposible de ocultar tras el tiempo de encierro y de salida rígidamente reglamentada. El rebrote de las fiestas es paradigmático, pero este solo es la punta del iceberg de la sociedad festiva. Las sinergias entre estos factores propician el desgaste del gobierno somatocrático y el declive del cuerpo experto (sacerdotal), que cada vez influye menos en la acción de los gobiernos, que manifiestan su propensión a escuchar en primer lugar al mercado, así como a reducir su presión sobre la vida medicalizada, constituyendo válvulas de escape para dar salida a la energía vital contenida.

Desde esta perspectiva, se puede definir como secularización el proceso de decisiones, que se ha asentado principalmente en el último año. Aún a pesar de que se mantienen las prédicas salubristas, estas son desplazadas a un segundo plano, en tanto que prospera un tipo de decisión que resulta de la acomodación a todas las fuerzas en liza. Unas decisiones que no proporcionen munición a la oposición, que no penalicen al mercado y que no se excedan con respecto a la vida. En este último caso se sancionan unos espacios en donde se tolera la transgresión a modo de reservas. Me recuerda los primeros años del turismo de masas, en los que las localidades de turismo de playa concentraban contingentes de turistas que practicaban sexo alegremente, en contraste con los espacios reservados para los atribulados locales, gobernados por los principios del inexorable nacional-catolicismo.

Al igual que entonces, las excepciones y las reservas de la transgresión suponen un principio de descomposición, que enoja a las legiones destronadas de salubristas que ponen de manifiesto las contradicciones de las políticas, reclamando mano dura epidemiológica. Entonces, las decisiones que se toman representan un equilibrio inestable entre los presentes, dependientes del estado variable de los sagrados preceptos de la incidencia acumulada, los ingresos en hospitales y en las UCI. Las decisiones representan un pasteleo entre la salud, los intereses electorales, el mercado y la vida. Así se conforma la secularización epidemiológica, dotada de un pragmatismo acreditado, subordinada a la competición electoral y dotada de una teatralidad salubrista, que encubre las finalidades reales.

Esta secuencia de decisiones, muchas de las cuales se encuentran desprovistas de lógica y de fundamento, conforman una espiral de inteligibilidad, al no ser entendidas por grandes contingentes de la población, generando así su propia deslegitimación, que erosiona la eficacia. Escarmentados con respecto al exceso de restricciones, las autoridades se han orientado a concentrar su acción en algo tan tangible como es la vacunación. Esta se sobreentiende como una medida equivalente a la salvación. Pero si bien la vacunación manifiesta impúdicamente sus limitaciones en el aspecto de la salud, sí es menester reconocer su eficacia como medida de gobierno coercitivo. Esta deviene en obligatoria, alcanza a cada persona singular, así como es relativamente sencilla de visualizar, registrar y controlar.

Este tiempo es el del furor vacunal. Se produce una escalada de presiones a los no vacunados, así como su defenestración pública y persecución. Al tiempo, las vacunas muestran su lado débil en su funcionalidad, que es corregido mediante la administración de dosis sucesivas, que parecen seguir el rastro de las catorce estaciones de un viacrucis. Ahora nos encontramos en el camino hacia la cuarta. De este modo se intoxica toda la deliberación social y el estado epidemiológico pastoral recupera sus políticas autoritarias, fáciles de gestionar por parte de la policía y los medios. Tal y como van las cosas, imagino y en un tiempo no muy lejano, la instauración de sanciones a quienes ayuden a los no vacunados a hacer la compra, porque el camino que se sigue puede terminar con la prohibición a estos del acto esencial de comprar.

El mantenimiento del núcleo duro vacunal, que define el espacio en el que es factible ver a cada uno y castigar a los renuentes, se compatibiliza con las medidas de restricciones a las relaciones y la vida. Pero estas, que dependen del estado variable de los tres mosqueteros (incidencia, ingresos-uci), presentan una incoherencia inconmensurable. En este blog he aludido a la playa, el sexo, los bares y las discotecas, entre otros. Hoy voy a analizar la última medida desprovista de cualquier lógica: la de las reducciones de aforo en competiciones deportivas. Estas pasarán a la historia del disparate epidemiológico, compitiendo con la parcelación de las playas, las reglamentaciones de las terrazas o bares o la milagrería imposible de la distancia (a)social.

En este caso, se prescribe que solo podrán entrar el 75% de su aforo total en campos abiertos de fútbol y el 50% en los pabellones cerrados de los deportes que congregan públicos menores. La norma se refiere al aforo total pero no a la distancia entre espectadores. De este modo, las imágenes de los campos de fútbol resultan de una comicidad letal, en tanto que los espectadores se encuentran concentrados en un espacio del campo, mientras que una cuarta parte de las gradas se encuentran vacías. Así, se despoja de sentido a esta medida, que deviene en un castigo absurdo a los clubs y sus públicos, en tanto que su eficacia en términos sanitarios tiende a ser cero.

Pero la lógica de la secularización radica precisamente en conseguir doblegar a cada persona, de modo que esta se vea obligada a obedecer. Mostrar la obediencia en público es esencial. De ahí la descalificación total de aquellos ilustres que se muestren públicamente como desobedientes. Lo decisivo es someterse, acatar sin replicar cualquier norma procedente del poder pastoral epidemiológico. En este sentido, esta operatoria se asemeja a la persecución proverbial de los ateos y los agnósticos, demonizados por el poder religioso convencional. Ahora asistimos a la emergencia de ateos vacunales, que exponen impúdicamente sus argumentos en contra del sínodo de la ciencia, que es representado en el altar de las pantallas televisivas.

Al igual que en el aula, la empresa, la consulta médica o la oficina de la administración, es menester mostrar la obediencia debida. No importa tanto la convicción o la eficacia, sino someterse a lo que llaman ciencia, convertida en palabrería paradójica cuando normativiza los comportamientos humanos o regula los microcontextos de la vida. Soy paseante asiduo de los grandes parques, y por consiguiente he podido constatar la dualización derivada de las reglamentaciones del gobierno somatocrático. Una escena habitual es ver a aquellos sentados en las terrazas, departiendo amistosamente con sus próximos sin mascarilla y con el movimiento incesante de sus cabezas tan próximas, pero tolerados por la autoridad en tanto que son compradores, que pagan. A muy pocos metros de estos, la cruenta policía municipal interviene contra un grupo de jóvenes sentados en círculo en la hierba, disfrutando de una conversación sin estridencias. Estos son multados por no llevar mascarillas, pero la realidad es que la razón primordial es que no han pagado la bula. Me imagino a los expertos salubristas dando instrucciones a los agentes, haciendo énfasis en la cuestión de las risas. ¿reían? Entonces la sanción debe incrementarse.

Este sistema absurdo del gobierno de esta casta de salubristas encerrada en sus laboratorios llega a su paroxismo patético. En tanto que grandes multitudes se conforman incesantemente en los estadios, transportes públicos, locales comerciales o de ocio, el sistema persigue sádicamente a los incumplidores en los espacios en los que pueden vigilar, controlar y castigar. En este desatino perpetuo y creciente, la víctima es elegida con el criterio de economía del vigilante. Recuerdo que en el servicio militar, aprendí a resistir las conminaciones de los oficiales y suboficiales. Cuando uno de estos buscaba a alguien para realizar un trabajo de limpieza, se dirigía a un grupo de reclutas mediante voces. El primero que le miraba era impelido a realizar la tarea. Entonces, era esencial resistir unos segundos sin mirar a la autoridad vociferante.

La secularización salubrista vacía de sentido las reglamentaciones emanadas de tan sacralizada autoridad. Las órdenes pierden inteligibilidad cuando cada cual descubre su inconsistencia y su discrecionalidad. Entonces se hace visible el móvil real de esta clase de gobierno, que es subyugar, doblegar, avasallar a los súbditos contagiables y contagiados. Cada cual debe mostrar su fe en el conglomerado científico-industrial o mostrarse subyugado a lo que antes se llamaba temor de Dios y ahora se materializa en el temor a la autoridad epidemiológica.

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