En los
últimos meses se produce en España una secuencia de atenuación del rigorismo en
las medidas de la política de abordaje de la pandemia. Este proceso detenta algunos
aspectos que lo homologan al fértil concepto de secularización, que afecta a
las religiones en la segunda mitad del siglo XX. El principio de la pandemia
propició un gobierno epidemiológico, en el que todo quedaba subordinado a la
salud imperativa. Así, las profesiones salubristas ascendieron a los cielos de
la televisión, desde donde pusieron en escena su concepto de sociedad definida
por la severidad de los dispositivos de vigilancia, así como la obligación
rigurosa de comportarse según lo impuesto por las autoridades sustentadas en
los imperativos de la salud coercitiva.
En este
tiempo, los recién investidos como expertos proponen y las instancias
gubernamentales imponen. La salud pública parece ser liberada de los
condicionantes que limitan la utopía salubrista total. Sin embargo, tras los
primeros meses, se hacen presentes tres fuerzas poderosas que recuperan su
papel: el estado como enjambre de gobiernos generales y autonómicos que
registra una contienda intensa entre los pretendientes a ocupar el sustancioso
locus del gobierno. Así se genera una confrontación de gran intensidad, que
impulsa una oposición frontal fundada en la erosión de cualquier gobierno que
imponga restricciones. Este modelo termina por producir una difuminación de las
decisiones, orientada a privar a la oposición de argumentos y para minimizar el
desgaste.
Junto a este
factor político, renace con una fuerza inusitada el mercado, representado
principalmente por los intereses de la hostelería y el ocio. El lema de salvar
la economía no ha dejado de expansionarse tras la sorpresa inicial. Junto a
ella, rebrota la vida con un vigor imposible de ocultar tras el tiempo de
encierro y de salida rígidamente reglamentada. El rebrote de las fiestas es
paradigmático, pero este solo es la punta del iceberg de la sociedad festiva.
Las sinergias entre estos factores propician el desgaste del gobierno
somatocrático y el declive del cuerpo experto (sacerdotal), que cada vez
influye menos en la acción de los gobiernos, que manifiestan su propensión a
escuchar en primer lugar al mercado, así como a reducir su presión sobre la
vida medicalizada, constituyendo válvulas de escape para dar salida a la
energía vital contenida.
Desde esta
perspectiva, se puede definir como secularización el proceso de decisiones, que
se ha asentado principalmente en el último año. Aún a pesar de que se mantienen
las prédicas salubristas, estas son desplazadas a un segundo plano, en tanto
que prospera un tipo de decisión que resulta de la acomodación a todas las
fuerzas en liza. Unas decisiones que no proporcionen munición a la oposición,
que no penalicen al mercado y que no se excedan con respecto a la vida. En este
último caso se sancionan unos espacios en donde se tolera la transgresión a
modo de reservas. Me recuerda los primeros años del turismo de masas, en los
que las localidades de turismo de playa concentraban contingentes de turistas
que practicaban sexo alegremente, en contraste con los espacios reservados para
los atribulados locales, gobernados por los principios del inexorable
nacional-catolicismo.
Al igual que
entonces, las excepciones y las reservas de la transgresión suponen un
principio de descomposición, que enoja a las legiones destronadas de
salubristas que ponen de manifiesto las contradicciones de las políticas,
reclamando mano dura epidemiológica. Entonces, las decisiones que se toman
representan un equilibrio inestable entre los presentes, dependientes del
estado variable de los sagrados preceptos de la incidencia acumulada, los
ingresos en hospitales y en las UCI. Las decisiones representan un pasteleo
entre la salud, los intereses electorales, el mercado y la vida. Así se
conforma la secularización epidemiológica, dotada de un pragmatismo acreditado,
subordinada a la competición electoral y dotada de una teatralidad salubrista,
que encubre las finalidades reales.
Esta
secuencia de decisiones, muchas de las cuales se encuentran desprovistas de
lógica y de fundamento, conforman una espiral de inteligibilidad, al no ser
entendidas por grandes contingentes de la población, generando así su propia
deslegitimación, que erosiona la eficacia. Escarmentados con respecto al exceso
de restricciones, las autoridades se han orientado a concentrar su acción en
algo tan tangible como es la vacunación. Esta se sobreentiende como una medida
equivalente a la salvación. Pero si bien la vacunación manifiesta impúdicamente
sus limitaciones en el aspecto de la salud, sí es menester reconocer su
eficacia como medida de gobierno coercitivo. Esta deviene en obligatoria, alcanza
a cada persona singular, así como es relativamente sencilla de visualizar, registrar
y controlar.
Este tiempo
es el del furor vacunal. Se produce una escalada de presiones a los no
vacunados, así como su defenestración pública y persecución. Al tiempo, las
vacunas muestran su lado débil en su funcionalidad, que es corregido mediante
la administración de dosis sucesivas, que parecen seguir el rastro de las catorce
estaciones de un viacrucis. Ahora nos encontramos en el camino hacia la cuarta.
De este modo se intoxica toda la deliberación social y el estado epidemiológico
pastoral recupera sus políticas autoritarias, fáciles de gestionar por parte de
la policía y los medios. Tal y como van las cosas, imagino y en un tiempo no
muy lejano, la instauración de sanciones a quienes ayuden a los no vacunados a
hacer la compra, porque el camino que se sigue puede terminar con la
prohibición a estos del acto esencial de comprar.
El
mantenimiento del núcleo duro vacunal, que define el espacio en el que es
factible ver a cada uno y castigar a los renuentes, se compatibiliza con las
medidas de restricciones a las relaciones y la vida. Pero estas, que dependen
del estado variable de los tres mosqueteros (incidencia, ingresos-uci),
presentan una incoherencia inconmensurable. En este blog he aludido a la playa,
el sexo, los bares y las discotecas, entre otros. Hoy voy a analizar la última
medida desprovista de cualquier lógica: la de las reducciones de aforo en
competiciones deportivas. Estas pasarán a la historia del disparate
epidemiológico, compitiendo con la parcelación de las playas, las reglamentaciones
de las terrazas o bares o la milagrería imposible de la distancia (a)social.
En este
caso, se prescribe que solo podrán entrar el 75% de su aforo total en campos
abiertos de fútbol y el 50% en los pabellones cerrados de los deportes que
congregan públicos menores. La norma se refiere al aforo total pero no a la
distancia entre espectadores. De este modo, las imágenes de los campos de
fútbol resultan de una comicidad letal, en tanto que los espectadores se
encuentran concentrados en un espacio del campo, mientras que una cuarta parte
de las gradas se encuentran vacías. Así, se despoja de sentido a esta medida,
que deviene en un castigo absurdo a los clubs y sus públicos, en tanto que su
eficacia en términos sanitarios tiende a ser cero.
Pero la
lógica de la secularización radica precisamente en conseguir doblegar a cada
persona, de modo que esta se vea obligada a obedecer. Mostrar la obediencia en
público es esencial. De ahí la descalificación total de aquellos ilustres que
se muestren públicamente como desobedientes. Lo decisivo es someterse, acatar
sin replicar cualquier norma procedente del poder pastoral epidemiológico. En
este sentido, esta operatoria se asemeja a la persecución proverbial de los
ateos y los agnósticos, demonizados por el poder religioso convencional. Ahora
asistimos a la emergencia de ateos
vacunales, que exponen impúdicamente sus argumentos en contra del sínodo de
la ciencia, que es representado en el altar de las pantallas televisivas.
Al igual que
en el aula, la empresa, la consulta médica o la oficina de la administración,
es menester mostrar la obediencia debida. No importa tanto la convicción o la
eficacia, sino someterse a lo que llaman ciencia, convertida en palabrería
paradójica cuando normativiza los comportamientos humanos o regula los
microcontextos de la vida. Soy paseante asiduo de los grandes parques, y por
consiguiente he podido constatar la dualización derivada de las
reglamentaciones del gobierno somatocrático. Una escena habitual es ver a
aquellos sentados en las terrazas, departiendo amistosamente con sus próximos
sin mascarilla y con el movimiento incesante de sus cabezas tan próximas, pero
tolerados por la autoridad en tanto que son compradores, que pagan. A muy pocos
metros de estos, la cruenta policía municipal interviene contra un grupo de
jóvenes sentados en círculo en la hierba, disfrutando de una conversación sin
estridencias. Estos son multados por no llevar mascarillas, pero la realidad es
que la razón primordial es que no han pagado la bula. Me imagino a los expertos
salubristas dando instrucciones a los agentes, haciendo énfasis en la cuestión
de las risas. ¿reían? Entonces la sanción debe incrementarse.
Este sistema
absurdo del gobierno de esta casta de salubristas encerrada en sus laboratorios
llega a su paroxismo patético. En tanto que grandes multitudes se conforman
incesantemente en los estadios, transportes públicos, locales comerciales o de
ocio, el sistema persigue sádicamente a los incumplidores en los espacios en
los que pueden vigilar, controlar y castigar. En este desatino perpetuo y
creciente, la víctima es elegida con el criterio de economía del vigilante.
Recuerdo que en el servicio militar, aprendí a resistir las conminaciones de
los oficiales y suboficiales. Cuando uno de estos buscaba a alguien para
realizar un trabajo de limpieza, se dirigía a un grupo de reclutas mediante
voces. El primero que le miraba era impelido a realizar la tarea. Entonces, era
esencial resistir unos segundos sin mirar a la autoridad vociferante.
La
secularización salubrista vacía de sentido las reglamentaciones emanadas de tan
sacralizada autoridad. Las órdenes pierden inteligibilidad cuando cada cual
descubre su inconsistencia y su discrecionalidad. Entonces se hace visible el
móvil real de esta clase de gobierno, que es subyugar, doblegar, avasallar a
los súbditos contagiables y contagiados. Cada cual debe mostrar su fe en el
conglomerado científico-industrial o mostrarse subyugado a lo que antes se
llamaba temor de Dios y ahora se materializa en el temor a la autoridad
epidemiológica.
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