En otros
tiempos, las gentes se convertían en sus propias víctimas al atribuir poderes
médicos a sus sacerdotes; hoy, se torturan atribuyendo poderes mágicos a sus
médicos. Enfrentados con personas dotadas de poderes tan sobrehumanos…los
hombres y las mujeres tienden a someterse a ellos, con esa fe ciega cuya
inexorable consecuencia es la de convertirse ellos mismos en esclavos y
convertir a sus <<protectores>> en tiranos.
En la
Edad media, la vida y el lenguaje de las personas estaban impregnadas de la
imaginería de Dios y limitados por la ideología cristiana; hoy, están
impregnados de la imaginería de la ciencia y limitados por la ideología médica.
Thomas
Szasz. La Teología de la Medicina.
El 10 de
septiembre de 2019 publicaba “El animismo médico-farmacéutico” en el que ponía
de manifiesto la naturaleza religiosa de muchas prácticas de los pacientes, que
recepcionaban las terapéuticas médicas dotadas de virtudes mágicas, generando
comportamientos ritualizados. En este texto resaltaba la convergencia entre el
mercado –que sacraliza los productos y los convierte en iconos inmateriales- y
el dispositivo médico-farmacéutico, que exalta el poder de sus medicamentos hasta
alcanzar el umbral de la irrealidad. Así, los pacientes-consumidores son
requeridos a acreditar un nivel de fe que supera todas las dimensiones convencionales
religiosas. Creer con convicción y obedecer a la autoridad investida de ciencia
son las virtudes requeridas de los beneficiarios de este sistema industrial.
La pandemia
ha reforzado esta pauta de comportamiento, en la que los medios representan la
punta de lanza de este sistema industrial, que convierte sus productos en
obligatorios, liberándolos de cualquier deliberación. En estos años de la Covid
se multiplican los testimonios de fe encomiable, y la duda es rigurosamente
excluida. Cada cual debe acreditar públicamente su fe incondicional en las
castas político-industriales que gestionan las soluciones a la expansión del
virus. Al igual que en el caso de las religiones fundadas sobre la dualidad
entre el bien y el mal –dios y el diablo- el nuevo estado terapéutico ha
generado su enemigo imaginario –el negacionismo- al que se atribuyen
características equivalentes a lo satánico. He contemplado escenas insólitas de
furor persecutorio contra quienes son considerados como negacionistas. Ahora le
toca el turno a Djokovic, sobre el que
los grupos mediáticos globales, fusionados con los dispositivos industriales,
descargan su furor terapéutico avalando el extremismo de las autoridades
australianas, que encabezan los rankings de gobierno somatocrático estricto.
En el tiempo de emergencia de la pandemia el dispositivo del gobierno
epidemiológico impuso su arsenal de restricciones. Los encierros,
confinamientos selectivos, identificación y actuación sobre territorios
peligrosos, limitación de movilidad, imposición de las distancias
interpersonales, exigencia inexcusable de la mascarilla y prohibición de
prácticas sociales determinadas, fueron los métodos principales movilizados. Estas
restricciones fueron impuestas mediante la activación de los medios, que
exaltaban en sus pantallas a la autoridad científica, dando lugar a un desfile
de expertos rigoristas que expresaban sus conminaciones dirigidas a los
atribulados súbditos-pacientes. El objetivo primordial fue la regulación de los
comportamientos y la identificación y el castigo a los incumplidores. Esta
tarea fue desarrollada por una policía omnipresente que intervenía en todas las
áreas de la vida cotidiana.
En esta fase se puso de manifiesto la limitación de la eficacia del miedo
propiciado por los expertos, así como sus delirios normativos ajenos a las
reglas del comportamiento humano y social. La irrealidad de muchas de sus
propuestas convergía con el furor en la fabricación de un enemigo claro y
unívoco a quien perseguir. En realidad esta ira salubrista expresaba la
inexistencia de alternativas terapéuticas, que necesitaba de un chivo
expiatorio sobre el que descargar la frustración de tan arrogante dispositivo
tecnológico-industrial. En eso llegan las vacunas, que son acogidas con frenesí
desmesurado. Estas constituyen un hito en la historia de la comunicación
comercial, en tanto que suscitan las sinergias entre el marketing desbocado y
la propaganda llevada a un límite imposible.
El aparato epidemiológico/estatal gira su actividad hacia la
santificación de las vacunas como solución dotada de un estatuto sobrenatural.
Son los tiempos del axioma del 70%. Las restricciones ceden el paso a una
solución menos exigente para los apesadumbrados pacientes. Las distintas olas
de la pandemia las rescatan, pero el rigor en su aplicación se restringe debido
al resquebrajamiento de su sostén social. Las autoridades gubernamentales
renuncian a su propia erosión y se polarizan a la vacunación, entendida como
una actividad providencial. Así se genera una espiral de abandono de posiciones
rigoristas y se incrementan los públicos incumplidores de las normas
restrictivas. Las precauciones decrecen según cada grupo de edad va alcanzando
la condición de vacunados, que se sobreentiende como un sacramento protector.
Pero los largos meses de gobierno autoritario orientado a las
restricciones sociales y de la vida, apoyado en los medios, los dispositivos
expertos y las distintas policías, ha generado sus inevitables moldes de
comportamiento y arquetipos personales. En términos de la sociología de Pierre
Bourdieu, sus hábitus. Estos terminan por conformar las prácticas sociales y
las percepciones compartidas por las poblaciones que viven en condiciones
sociales homogéneas. Esta hiperintervención gubernamental tiene como consecuencia
la generación de inevitables efectos perversos. La negación del sujeto autónomo
reflexivo que regula sus comportamientos en los escenarios cotidianos donde
vive, y la exaltación del sujeto obediente, conducido por la comunicación
experta, cuyo comportamiento se encuentra regulado por la fe en los expertos de
las pantallas y el temor, que cristalizan en un cóctel letal de fe/obediencia,
termina por producir en serie sujetos paradójicos resultantes de las grietas
crecientes que conlleva la normativización de la vida por el estado
epidemiológico.
Estos sujetos terminan por regirse según la pauta de obedecer cuando se
encuentran en el espacio del panóptico epidemiológico, es decir, en tanto que
son visibles por la autoridad. Entonces hacen del cumplimiento de las normas un
ejercicio estricto. Pero, por el contrario, en las situaciones en las que se
encuentran en espacios liberados de la mirada del estado epidemiológico, se
resarcen desarrollando prácticas que vulneran sus normativizaciones. Estas microdesobediencias
no se encuentran acompañadas de discursos críticos. Tan solo pronuncian frases irónicas
y de distanciamiento. El humor es la señal inequívoca de todo orden
autoritario.
La obediencia y la sumisión generan inevitablemente la infantilización general.
Así, es paradójico constatar el gran número de conductores que solos en el
vehículo llevan la mascarilla. Pero, es seguro que una parte de los mismos
desarrolla prácticas arriesgadas en sus relaciones en los espacios invisibles a
los panópticos médicos. En mi casa, varios jóvenes salen de su piso sin
mascarilla y bajan en el ascensor con el rostro descubierto. Al salir del
portal se ponen la mascarilla. También en las salas de cine en Madrid muchas
personas se quitan la mascarilla en la confortable oscuridad de la proyección.
Podría describir muchos comportamientos paradójicos de lo que denomino como las
“constelaciones de al revés”, compuestas por las legiones de infantilizados que
lo hacen todo al revés.
Pero estos cumplen con el requisito impuesto por este orden
epidemiológico-industrial, lo importante es obedecer y callar sin rechistar.
Así renuncian a sus capacidades de autodeterminarse según los riesgos vividos
en primera persona. El autoritarismo reclama el acatamiento sin condiciones de
las personas, que son eximidas de pensar acerca de sí mismas y sus
circunstancias. Conozco una familia cercana que ha celebrado la nochebuena
separadamente pero se han juntado en una gran comida familiar el mismísimo día
1. Hoy se encuentran todos con síntomas. Estas personas están acreditadas en su
obediencia inconmensurable a las autoridades civiles, comerciales y
eclesiásticas. Se pronuncian a favor del orden, la disciplina y la mano dura,
pero su intimidad es liberada de estos imperativos.
Por eso quiero recuperar vivencias propias del mundo que viví en mi
adolescencia. En esta tenía lugar una prohibición rigorista del sexo y una
negación del placer corporal. Nadie en el espacio público negaba o contradecía
los discursos prohibicionistas. Pero, por el contrario, todos, en distintos
grados transitábamos en busca del roce, que se desglosaba en mayúsculo y
minúsculo. La vida era una sucesión de búsqueda activa de la transgresión, que
en ocasiones alcanzaba situaciones miserables por lo escuálidas. La escena del
autobús de la película de Fernando Trueba “El año de las luces”, en la que
hacinados en un autobús el soldado coloca su pie liberado de la bota entre los
muslos de una paisana. El traquetreo del autobús hace el resto. El hambre de
piel desmesurada conducía a los pequeños sorbos de placer cuando no era posible
otra cosa.
Recuerdo en mi adolescencia una experiencia de miseria sexual. Era un
domingo y me dirigía en el tren desde Bilbao con destino a la playa de Ereaga.
Iba con mis amigos, todos hacinados en aquellos trenes. El azar hizo que me
encontrase pegado a una chica durante todo el viaje. No había otra opción ni
alternativa. Así experimenté un extraño roce en el que no podía acariciar ni
abrazar. Estaba tan salido que terminé corriéndome casi llegando a Neguri.
Llevaba un pantalón de tela de gabardina con lo que la mancha se extendió hasta
límites incontrolables. El cachondeo que suscitó fue monumental cuando quedé al
descubierto. Nuestra situación era
humillante por el imperativo del sexto mandamiento.
Pero estas desobediencias en las prácticas y la proliferación de los
deseos y las narrativas que inundaban nuestras conversaciones íntimas, no
significaban réplica alguno al discurso apocalíptico del sexto mandamiento, sus
prohibiciones severas y la configuración del mundo de lo impuro. Sencillamente
cambiábamos de registro cuando nos encontrábamos en nuestro ámbito interior,
dotados de invisibilidad pastoral. Las contradicciones entre los discursos y
las prácticas eran asombrosas. Se trataba de construir un espacio oscuro a los
demás institucionales en tu vida. Un lugar en el que pudiera desarrollar
prácticas de vivir gratificantes y prohibidas. Pero las conversaciones no
superaban el estatus de humor corrosivo como única forma de crítica a las
conminaciones oficiales, que instituían la negación a gozar.
Al igual el orden epidemiológico vigente. El estallido de Omnicron
implica la gran expansión de las microdesobediencias desprovistas de soporte
discursivo. Así que las autoridades desplazan la responsabilidad hacia los
pecadores epidemiológicos sin discurso pero dotados de capacidad de producir
prácticas de incumplimientos en situaciones de invisibilidad por parte del
panóptico epidemiológico. La única salida a esta paradoja es proclamar
solemnemente la eficacia de las vacunas y preparar la secuencia de las
vacunaciones sin fin. También la responsabilización y demonización del fantasma
del negacionismo, que se entiende como peligro para la obediencia, más que como
riesgo para la salud.
Es inevitable concluir este misterio del sexto mandamiento reproducido y
reformulado en el vigente orden pandémico, aludiendo a la multiplicación
inusitada de cenas y fiestas de sanitarios, en las que se reproduce fatalmente
el doble discurso paradójico al que estoy aludiendo. En estas celebraciones
sociales no hay discursos alternativos pero las prácticas remiten a los
contingentes de pecadores epidemiológicos encabezados por jóvenes en eterna
espera. Y es que se confirma que la carne es débil y la vida es difícil de eliminar.
Excelente artículo, Juan. Menos mal que quedáis Evaristo (el de la Polla) y tú. Y te pregunto: dónde está esa supuesta intelligentsia???
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