La verdadera
ignorancia no es la ausencia de conocimientos, sino el hecho de negarse a
adquirirlos.
La violencia
de género se inscribe en la maldición que afecta proverbialmente a no pocos
problemas sociales. Se trata de su cristalización en un conjunto de
estereotipos que terminan por dificultar su propia comprensión. En este caso,
lo que va tomando cuerpo es una visión del problema formulado en términos
radicalmente unidimensionales, que prescinde de los distintos contextos sociales
en los que se incardina. En esta situación de definiciones insuficientemente
específicas se impone la construcción del problema de los profesionales que
conforman el menguado dispositivo de asistencia a las víctimas. En el
conocimiento profesional están presentes varias falacias que resultan de la
posición distante del dispositivo asistencial con respecto a los contextos
sociales externos a la honorable clase media.
En ausencia
de unas ciencias sociales potentes y arraigadas en las realidades sociales, los
profesionales de la acción terminan por constituir unas ideologías
profesionales que son aceptadas sin deliberación alguna. La presunción central
que articula esta ideología radica en el precepto de que las víctimas,
consideradas sin distinciones en términos universales, pueden resolver la
restauración de su vida mediante ayudas de servicios especializados, sin que
sea preciso un cambio en las estructuras y la trama de las instituciones
asociadas a su posición social. De esta mistificación resulta un campo oscuro,
en el que no se visibilizan ni las condiciones plurales de las distintas
mujeres, ni las trayectorias posteriores de estas, que desaparecen una vez que
son asistidas, presuponiendo un final feliz. En esa opacidad se formulan
propuestas basadas en la buena voluntad de las activistas, muchas de ellas bien
asentadas en las instituciones, y que apelan a un imaginario fantasmático cuyo
referente es la seguridad, prescindiendo del contexto social de cada una. Así
se consolida la presunción de que la policía y la justicia pueden garantizar el
grado cero de la violencia de género.
El resultado
de esta distorsión del conocimiento es la acumulación de poblaciones
dependientes de ayudas sociales permanentes, que se concentran en espacios
sociales en los que la movilidad social parece imposible. El capitalismo postindustrial
genera y cultiva poblaciones que dependen de la combinación letal entre los
subsidios y las economías informales e ilegales. Estas se ubican en las
espaciosas periferias de las ciudades, y, a pesar de su tamaño considerable, no
son comprendidas y visibilizadas. Estos espacios sociales constituyen la zona
de sombra sumergida del sistema, que se protege de las miradas burocráticas de
los trabajadores sociales y otros agentes del mismo. Las víctimas de violencias
de género asistidas corren el riesgo de ubicarse en una situación de desventaja
social perpetua.
He visto con
un gran interés una serie de Netflix que recomiendo vivamente, “La asistenta”,
que trata el problema de Alex, una mujer ubicada en una zona social de
vulnerabilidad extrema, que sufre violencia de su marido, y se ve forzada a
realizar un viaje desventurado por los servicios asistenciales y el mercado de
trabajo desregulado, acompañada de su hija Maddy. Esta serie cumple con el
precepto de que, paradójicamente, el cine o la literatura tratan de una manera
más profunda e integral los problemas y los contextos que los esclerotizados
servicios sociales, así como las factorías del conocimiento universitarias,
orientadas fatalmente hacia sí mismas en la búsqueda del santo grial de la gran
teoría. El descentramiento del enfoque oficial se contrapone con la perspicaz
visión de los contextos, las personas, los vínculos y las situaciones que conforman
la serie.
La serie de
Netflix “La Asistenta”, narra el devenir de una mujer víctima de violencia de
género y que habita en una zona social de vulnerabilidad. Tras la fuga del
hogar para evitar la escalada de violencias se encuentra con un mundo extremadamente
duro, en el que comparecen sucesivamente la desoladora casa de acogida; las
endebles compañeras de destino social compartido; los servicios sociales
agarrotados por una burocracia paralizante; el sórdido mercado de trabajo para
personas sin formación; el oscuro mundo de los tribunales y la seguridad; las
artificiales prótesis afectivas y relacionales que conforman la ayuda
psicológica, así como las lógicas
perversas inherentes al mundo de las ayudas. Al tiempo, muestra descarnadamente
el mundo social de la víctima, en el que los vínculos personales se han diluido
y las personas de su entorno presentan problemas que condicionan su capacidad
de ayuda, contribuyendo a la soledad estricta.
El resultado
es espléndido en términos de descripción de los mundos sociales en los que
tienen lugar las violencias de género. En una historia escrita para la tele
parece inevitable un final feliz, pero incluso este se explica en términos
realistas. Alex, consigue romper el círculo del mundo de las mujeres asistidas
que detentan la condición de fragilidad social, por un encuentro que el azar le
depara con una persona ubicada en posiciones sociales altas, que le sufraga una
abogada especialista que le reporta la victoria jurídica imprescindible para
salir del mundo pantanoso de las ayudas en el que se encontraba atrapada tras
su fuga del hogar. Ese recurso indispensable no es accesible a la casi
totalidad de compañeras recluidas en espera de recomponer una vida.
Las
ideologías asistencialistas descansan sobre una quimera colosal. Esta presupone
que la víctima puede modificar la totalidad de su posición social una vez que
haya sido rescatada de su infierno doméstico. Así, este problema social puede
resolverse mediante la eficacia del aparato policial y judicial que garantice
la seguridad de que estas mujeres no volverán a ser agredidas. Pero las
víctimas que ocupan posiciones sociales equivalentes a las de Alex se
encuentran inmersas en un sistema social regido por la ley de hierro de las
desigualdades. Así, en muchos casos, se encuentran atrapadas en un mundo
extremadamente duro tras su salida del abismo de la violencia cotidiana. Es
altamente significativo la invisibilidad de las vidas de aquellas que se han
instalado en el nuevo mundo asistido. Pero nadie puede obviar la naturaleza de
los trabajos no cualificados en los servicios, ni el glacial estatuto de las
instituciones de acogida.
La
mistificación de la situación de las liberadas
de los mundos de la violencia se hace patente. En no pocos casos, su viaje es
un tránsito hacia un mundo oscuro. La lógica de la sociedad dual comparece con
todos sus rigores sobre grandes contingentes de las asistidas. El crecimiento
de esta población solo beneficia a los profesionales de la asistencia que
fabrican un imaginario feliz sobre los destinos sociales de las asistidas. Pero
la desigualdad social entre las víctimas es extrema. Las mujeres de clases
medias y altas poseen recursos que hacen factible una nueva vida completa. Pero
para aquellas destinadas a la hostelería, los servicios domésticos, la limpieza
o la seguridad, lo que se constituye es otra clase de fragilidad.
Durante
muchos años en mis clases presenté el caso de una mujer de clase social baja,
que sufriendo violencias extremas, que llegaron a incendiar su vivienda con ella
dentro, tas su experiencia en el nuevo mundo de las mujeres asistidas, decidió
retornar con su torturador. A los ojos de los profesionales su comportamiento
es calificado de irracional, pero si comprendemos la totalidad de su situación
y su mundo, se puede discernir entre varias interpretaciones. En los últimos
años en Madrid he tenido la oportunidad de conocer a varias personas confinadas
en zonas sociales de vulnerabilidad. Su situación desborda las categorías
universalistas y restrictivas de los dispositivos de asistencia. La creencia de
que es factible una solución independiente de la posición social de la asistida
se inscribe en la nueva teología sacramental de las ideologías profesionales. Desde estas se propone la ficción de la factibilidad de liberarse de los determinantes sociales de su posición mediante la adquisición de competencias y otras falacias similares, que conforman al último recién llegado al universo de los servicios sociales, educativos y sanitarios: la asistencia-ficción. Aquí cabe recuperar la sabiduría de esta afirmación: ¡Es la clase social,
estúpido¡
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