En los
últimos tiempos prolifera la invocación a la palabrota de moda en los
honorables escenarios profesionales vinculados al estado y a la izquierda: los
vulnerables. Todos los discursos apuntan a restaurar el estatuto de ciudadanía
de los mismos mediante un sistema de ayudas. La versión amplia española de lo
que Pierre Bourdieu conceptualizó como “nobleza de estado” exhibe su adhesión a
tan misteriosos súbditos, que son definidos como portadores de variables
deficitarias. La izquierda política muestra su piadosa propensión a tomar
medidas en su nombre. Pero, en tanto que en tan beneméritos ambientes los
vulnerables devienen en las estrellas de los discursos, así como los
beneficiarios de distintas medidas legislativas, estos se expanden
irremediablemente en la sociedad, encontrando además dificultades crecientes en
sus relaciones con los distintos agentes de tan misericorde estado.
Los
discursos acerca de la vulnerabilidad de la izquierda política y profesional
son manifiestamente ahistóricos. Su marco de referencia remite al sagrado
modelo de estado de bienestar, que es recortado sucesiva y acumulativamente en
distintas ocasiones por la derecha política. Sin embargo, los recortes de
derechos y prestaciones también se producen en los períodos beatíficos de
gobiernos de la izquierda. Así, esta se ubica imaginariamente en el espacio de
la defensa del estado keynesiano, amenazado por el fantasma de la derecha
polarizada a su reconversión fatal. Pero los recortes son solo una parte del
proceso de reestructuración global. Van acompañados de un modelo de gestión y
organización que destruye las organizaciones burocráticas, que son
reconvertidas en maquinarias que destruyen el tejido organizacional y debilitan
los vínculos horizontales entre profesionales y empleados. En esta parte de la
reconversión existe una aceptación y consenso pétreo.
Si se
analiza el movimiento histórico de los últimos cuarenta años, lo que está
ocurriendo es un proceso que algunos autores califican como una
contrarrevolución neoliberal. La definición más pertinente del proceso
histórico global es conceptualizada por Judith Butler como desposesión, o David
Harvey como acumulación por desposesión. Este concepto implica una mutación en
curso en la que distintas clases sociales de la vieja sociedad industrial son
incrementalmente penalizadas por la acción concertada de las corporaciones
globales, el complejo de producción del conocimiento y los grupos mediáticos
globales. Estos se apoderan de las agendas públicas, imponen sus definiciones y
generan subjetividades asociadas a la desposesión. Este formidable conglomerado
se sobrepone sobre los estados recortando su margen de acción y encauzando sus
políticas de gobierno, haciéndolas compatibles con al mandato del dispositivo
corporativo global.
La
definición de la izquierda benevolente acerca de la restricción del estado de
bienestar genera un marco de referencia muy alejado de las realidades derivadas
del avance en todos los frentes del proceso de desposesión. La obsolescencia de
las categorías conduce a una situación de shock cognitivo, que tiene como
consecuencia la multiplicación de la perplejidad. Así, las respuestas ante los
acontecimientos en los que se especifica la desposesión, son inexorablemente
débiles. Las resistencias son protagonizadas por las generaciones que
conocieron el prometedor comienzo de la democracia. He asistido en Madrid a lo
que se puede denominar como
gerontomanifestaciones en defensa del sistema público. Los jóvenes se
encuentran ausentes, en tanto sus subjetividades han sido esculpidas por las
instituciones de la desposesión.
Entonces, lo
que se entiende como vulnerables son los contingentes humanos resultantes del
progresivo proceso de desposesión. Son los que pueden ser denominados como
post-obreros industriales. Los que esperan el primer empleo; los que rotan por
los servicios de baja productividad; los que se ubican el continente múltiple de
la precarización, además de los resultantes de la recombinación de varios
procesos de marginación. La diferencia esencial de estos con los antiguos
trabajadores industriales radica en su dispersión y multiplicidad. Se pueden
identificar innumerables combinaciones de circunstancias que generan
situaciones singulares. La heterogeneidad es la divisa de los vulnerables.
También las subjetividades errantes fundadas en el consumo que se recomponen en
los márgenes de su situación estrictamente laboral. La inexistencia de un locus territorial de
los vulnerables los configura como una multitud crecientemente externa al
sistema. Pero lo más característico de estas condiciones sociales radica en su
inestabilidad. Los vulnerables se encuentran sometidos a un incesante
movimiento que los cambia de posiciones temporalmente, desarrollando
itinerarios cerrados que conducen al mismo lugar de la salida.
La izquierda
y sus distintos agentes se encuentran ubicadas en el pasado. Sus categorías
remiten a la estabilidad y la permanencia. Así se construye un proceso de
extrañamiento acumulativo con respecto a las poblaciones móviles y múltiples de
los vulnerables. Las trayectorias
vitales de estos no caben en las categorizaciones estáticas de los estados
bienpensantes que se reivindican imaginariamente como estado del bienestar. Las
profesiones y las situaciones convivenciales de tan misteriosos súbditos son
manifiestamente cambiantes. Cualquiera puede preguntarse acerca la
inestabilidad de la situación de los concursantes del programa más sociológico
de la televisión: First Dates. Un año después de la comparecencia es seguro que
la gran mayoría ha cambiado tanto su trabajo como su situación convivencial. No
pocos de ellos también la localización.
Por esta
razón, me gusta denominar a los vulnerables como desplazados o sujetos de
rotación obligatoria. En ausencia de una salida estable cada cual debe
“buscarse la vida”, que siempre supone moverse y desplazarse. El resultado es
que se materializa una gran escisión entre el imago de los profesionales de las
organizaciones públicas y la ubicación de la gente, una gran parte de la cual
se encuentra siempre en marcha. La distorsión del conocimiento profesional
respecto la gente caminante tiende a hacerse monumental. Esta se encuentra en
tránsito entre universos cambiantes, fases de su viaje personal y en un estado
personal específico que se adapta a la mutación de sus posiciones. El mundo
contemporáneo se caracteriza por un movimiento permanente que denota una
desorganización social sin precedentes.
Desde
siempre, he defendido la posición de que los profesionales de la educación, la
salud o los servicios sociales detentan modelos de clase media. Estos son
transferidos mecánicamente a gentes que no se encuentran en estas posiciones. Este
desencuentro genera múltiples tensiones no siempre visibilizadas. Pero, en los
últimos años, esta disonancia se amplía a niveles inconmensurables. Las
legiones de transeúntes y sin futuro estable se encuentran armadas con sus
smartphones desde los que reproducen su mundo ajeno a las conminaciones
profesionales acerca de su comportamiento honorable de clase media. La crisis
se amplía año a año y cada vez son más los que se conforman como difícilmente
domesticables en la quimera de la clase media ilusoria.
En la última
entrada comenté las peripecias de Alex, un personaje de una serie de Netflix
que huye de la violencia de género. En el primer capítulo, en una secuencia
antológica, narra su primera cita con los servicios sociales. Alex experimenta
la situación de que no cabe en las categorizaciones de los venerables
servicios, cuyas categorías remiten al escenario de la vieja sociedad
industrial, más estable y cuya movilidad es reducida. Ni trabajo estable, ni
vivienda estable, ni sistema estable de papá, mamá y pareja. Solo queda la
sensación de infinitud frente al categórico monstruo benefactor que requiere tu
autodestrucción como persona, al aceptar de que no eres claramente incluible en
las categorías universalizantes de sus cuestionarios.
En este
momento descubres que tu realidad se encuentra instalada más allá de la
algoritmización imperante en el nuevo estado emprendedor. También puedes
constatar la abolición de tus propias especificidades. Te puede invadir el
sentimiento de que tu realidad es inverosímil, en tanto que no es reductible a
los farragosos sistemas de categorías instauradas por las burocracias de la
reestructuración neoliberal. Muchas personas en España lo han experimentado con
la misteriosa Renta Mínima de Inserción. La dificultad de acceso a la misma
produce un shock de anormalidad, conmoviendo la subjetividad del sujeto
asistido, que es degradado al ser reconvertido a una homogeneización
artificiosa.
Los
desplazados, invocados por los profesionales y los contingentes de la izquierda
misericordiosa, adquieren un estatuto extraño, en tanto que sus realidades son
desconocidas. Así, en tanto que cogestionan con los poderes fácticos globales
los procesos de segregación social que resultan de la educación y el mercado de
trabajo dual, así como la gestión y los recursos humanos basados en la
producción de las diferencias, que penalizan y desplazan al exterior de la zona
de confort a tantos vulnerables, implementan una política de ayudas monetarias
que se pueden homologar a las inyecciones. Un sujeto expulsado y desplazado de
las posiciones aceptables del mercado del trabajo es recompensado mediante
recursos económicos, lo que contribuye a estabilizarlo en su posición marginal.
Lo más
paradójico del presente radica en que, una vez que se hacen visibles los
efectos de la precarización, la competencia educativa desigual y las
marginaciones que las acompañan, que se traducen en la ruptura de los
equilibrios de salud mental, se pretende implementar la ayuda psicológica para
las distintas categorías de la vulnerabilidad. Esta gran reestructuración
neoliberal, caracterizada por su invisibilidad, multiplica las cegueras y los
dislates, constituyendo un sentido común disparatado. No, lo que necesitan los
vulnerables es la reapertura de las vías que conducen hacia arriba, hacia las
posiciones estables de la estructura social. Las ayudas económicas y la
psicología son medidas que refuerzan su inmovilidad. Seguro que la atención
psicológica lo interpela para que acepte su realidad y asuma su condición
subalterna permanente y sin esperanza.
Mi biografía laboral, médico de familia con casi 60 años, coincide plenamente con lo descrito en su artículo. Y los que vinieron detrás coinciden aún más. Gracias por contarlo
ResponderEliminar