El
espectáculo, decía Debord, es la reconstrucción material de la ilusión
religiosa, el "cielo" donde los seres humanos sitúan sus propios
poderes separados de ellos, las "nubes" donde proyectamos nuestros
deseos, capacidades y posibilidades. “De ese modo, es la vida más terrena la
que se vuelve opaca e irrespirable”, concluía.
Amador Fernández Savater
Hace dos semanas publiqué una entrada exponiendo mi valoración personal
de la apoteosis del streaming como última emergencia de la sociedad
postmediática, que tiene un efecto demoledor sobre las personas, en tanto que
refuerza sus prácticas como espectadores, reduciendo la vida vivida a niveles
cada vez más marginales. Esta reduce su tiempo para acomodar a los relatos
audiovisuales, que se acumulan en una oferta aplastante sobre cada cual. En el
texto dije que había concluido el visionado del dichoso “Juego del Calamar”, la
penúltima efervescencia mediática, lo que me había suscitado la necesidad de escribir
esa entrada.
Un amigo mío, pedagogo, docente, investigador y veterano en la
invención y el ensayo de experiencias alternativas, me comunicó su asombro
porque una persona como yo visionase ese producto audiovisual, que desde las
fortalezas en las que nos encontramos enclavados, el viejo sistema educativo
devenido ahora en una fábrica de méritos y un monasterio de la virtud de la adaptación
al sacrosanto mercado, se entiende como un producto aberrante en varios
sentidos. Le respondí reivindicando mi vínculo con el mundo de los relatos
audiovisuales producidos por las industrias culturales. Desde los mismos años
setenta, veo con interés las peripecias de Rambo, Rocky, Robocop y la estela de
héroes audiovisuales de quita y pon. Además, lo hago buscando el momento
preciso, que en el caso de Rambo era acudir en día festivo a la sala en la
sesión de primera hora de la tarde.
En esas salas llenas de gentes experimentaba mi distancia personal.
Salía provisionalmente de mi guetto de sociólogo/profe/progre para practicar
una inmersión en otro mundo. Esta práctica me confería una perspectiva más
rica, que me ofrecía la posibilidad de percatarme de los sentidos subyacentes a
los mundos lejanos a los contextos que habitaba. Esta experiencia personal me
ha llevado a comprender en su integridad una cuestión esencial. Durante toda mi
vida he actuado a favor de la misteriosa participación, animando a las gentes a
participar en las instituciones. Los resultados han sido catastróficos. Por eso
he llegado a invertir la perspectiva, interrogándome acerca de cómo podría
participar yo mismo en los suyos. Este viaje fantástico desde las metrópolis,
entendidas como los territorios institucionales gobernados por la racionalidad
formal, hasta llegar a los mundos de la vida generados y gobernados por las
industrias culturales, me ha aportado mucho a mi esquema referencial y ha
regenerado mis sentidos.
La conclusión más importante a la que he llegado es la constatación de
la coherencia integral existente entre los relatos audiovisuales de las
industrias culturales y las necesidades sistémicas. La precarización general,
acompañada de la prolongación sine die de la etapa de escolarización, es
patrocinada desde las industrias del imaginario. Gran Hermano fue el primer
juego en el que la cuestión estriba en eliminar a los competidores (iguales) a
la vista de la audiencia. El juego implica una apoteosis del concepto ganar
–solo es factible la victoria- , eliminar a los otros entendidos como
competidores –ser eliminado es ser arrojado al exterior- y la adaptación
escrupulosa a las reglas que impone el poder, que no pueden ser cuestionadas.
El súper es una instancia liberada de cualquier duda o sospecha, solo cabe
obedecerle, en tanto que las conductas se hallan determinadas por este límite.
Este juego representa una metáfora de la vida educativa y laboral, en
la que todo deviene en una contabilidad de los méritos para dilucidar ganadores
y perdedores. Estos son eliminados sin piedad y señalados ante la versión de
turno de “la audiencia”, una instancia anónima e incorpórea, a la que solo se
puede sondear. El otro es un rival a eliminar, este es el código. En esta
actividad cada cual tiene que maximizar sus competencias para expeler a los
competidores. De este modo, el capitalismo postfordista moldea a los empleados
para que no cultiven los vínculos horizontales colaborativos entre ellos
mismos, de modo que terminen constituyendo un nosotros, tal y como ocurrió en
la larga etapa histórica de las sociedades industriales.
Desde esta perspectiva, El Juego del Calamar es la última versión que
cultiva esta nomenclatura: Individuo en lucha con los otros; ganar como
imperativo; perder es ser eliminado; el juego no admite ninguna alternativa a
su lógica; el poder se inviste como anónimo incuestionable. En esta edición se
recupera la violencia presente en el entorno audiovisual y la expulsión es
muerte, los operadores del poder refuerzan su anonimato y se presentan
enmascarados, y se refuerzan los efectos especiales, como corresponde a esta
fase de la sociedad postmediática, en la que captar la audiencia requiere una
sofisticada y agresiva puesta en escena, con la pretensión de sobreponerse a
los relatos audiovisuales competidores en tan sobreabundante oferta.
La cuestión fundamental desde el punto de vista sociológico remite al
dominio incuestionable de las industrias culturales sobre la vetusta educación,
encerrada en un ghetto menguante, en tanto que reconvertida penosamente a la
adaptación a los requerimientos del mercado infinito. Esta deviene en una versión
lenta y fatigosa del juego de ganar/eliminar, que prescinde del vértigo de los
juegos audiovisuales. El patetismo de los docentes deliberando acerca de si
debe ser prohibido el visionado de la serie es manifiesto. Mientras tanto, el
mercado materializa en productos e imágenes el éxito del calamar. Así se
reproduce el enigma al que aludí con anterioridad: el problema radica en que
los maestros no participan ni pueden participar en el mundo constituido por
Netflix y sus equivalentes. Esta marginación termina en la negación de este
exuberante mundo audiovisual. Así se configura la antesala de una marginación
inquietante.
Para ilustrar este argumento,
reproduzco unos párrafos de un libro de uno de los filósofos de culto
para mí, Eduardo Subirats, uno de los intelectuales que se autoexilió tras la
llegada de la versión postfranquista de la democracia. Lo ha acogido la
Universidad de Nueva York, donde desarrolla una obra prolífica y múltiple. Su
título es “Sobre la libertad”. En estos párrafos seleccionados analiza la
miseria de la condición del espectador. El texto fue publicado en 1999, tiempo
en el que la sociedad postmediática se encontraba en sus albores. Pero su
argumentación es extremadamente potente. Si tuviera que ponerle un título, este
sería “Fragmentos de lucidez”.
Aprovecho estas palabras para homenajear a la Filosofía, eliminada
recientemente de la enseñanza no universitaria. Esta ha sido encerrada en un
ghetto universitario, sometida a la lógica de la productividad, que se define
con estándares numéricos de TFG, TFM, tesis, Papers publicados y otros
indicadores semejantes. La tragedia es que no se espera nada de ella en eso que
se denomina pomposamente como Transferencia de Conocimiento”. El mundo
configurado por las industrias del imaginario no necesita de la reflexión ni
del método. Solo queda como recurso movilizable por una estrategia de algún
poder en la eterna competencia por asentarse en él, además de ser convertida en
un museo para la contemplación de las gentes que se entiendan a sí mismas como
eruditos.
Estas son las palabras de Subirats, que forman parte del ensayo II,
cuyo título es “Libertad en este medio técnico fascinante y amenazador”. Están
escritas en 1995, casi el paleolítico postmediático. Se las dedico a mi amigo
pedagogo, ciudadano de un tiempo en el que detentar esta condición parece casi
imposible.
Has
navegado a lo largo de las pistas electrónicas. Mundo fascinante de colores
eléctricos y sustancias puras, y de relatos e informaciones sin fin. Has
experimentado algo parecido a una comunión electrónica con el universo, delirio
psicodélico de fusión íntima con flujos de información sin tiempos ni espacio.
Te has sumergido en este juego de posibilidades infinitas, mensajes, signos.
Has reconocido el mundo. El otro mundo de la pantalla. Te has deslizado por las
pistas informativas hasta que la fatiga te ha rendido.
Te dejas
caer en el diván, frente a la televisión. Sensación agobiante de reiteración de
imágenes débiles, mundo de baja intensidad. Sientes hastío. Una mezcla de fatiga
y vacío. Las imágenes televisivas se suceden sin parar y flotan en la córnea de
los ojos como estímulos fantasmáticos de otro mundo en un zapping interminable.
Vives, sientes que vives. Te sabes adherido al flujo que parece no acabar, como
un adicto de emociones efímeras y visiones evanescdentes. Vives y el mundo
parece irreal.
Tedio. Te
invade el sopor de un día más, igual a cualquier otro día. Intensidad vacía de
un trabajo rutinario, la reiterada dependencia de administraciones incomprensibles,
los contactos humanos sin emoción ni deseo. Tiempo muerto, inacabable tiempo
muerto. Una y otra vez tu mirada se deja caer perezosamente sobre la pantalla.
Imágenes tras imágenes, colores, movimientos, estímulos sexuales y estímulos
sádicos, la ética y estética blanda de las telenovelas mezclada con la
violencia de los filmes criminales de gangs japoneses y postsoviéticos, y
carteles de traficantes latinos.
Estímulos
efímeros de una inacabable ficción real, y nada, nada que tenga verdadera intensidad.
Un desnudo pornográfico fija por instantes tu atención que se desvanece
inmediatamente después en las escenas de una nueva catástrofe y otra nueva
guerra regional. Te ahoga el vacío, la falta de intensidad. Eres un sonámbulo
en medio de presencias sin realidad y no sientes otra cosa que el sopor y el
vacío.
[…]
Te
sumerges nuevamente en la pantalla. Te dejas fascinar por el vértigo de
situaciones extraordinarias, imágenes seductoras y violentas, infinitas
informaciones. Descubres la estructura lógica de los dispositivos electrónicos,
y adviertes la monótona reiteración siempre del mismo formato. Navegas a través
de estructuras abiertas de información y consumo. Y te sientes atrapado.
Vacío
dentro; todo, una ficción sin presencia. Nada que revele un ser profundo,
primitivamente arraigado en la materia, en los orígenes matriarcales de la
materia. El mundo aparece como un espectáculo informativo y comercial. Toda mi
conciencia electrónicamente sintetizada en el instante minimalista del clic del
computador.
Te
preguntas por el espectáculo, por el mundo que compartes con otros navegantes
invisibles de estas pistas imaginarias. Mundo uniformemente formateado que solo puedes contemplar, y no puedes cambiar.
Espectáculo del mundo que te seduce con fantasías de potencia. Espectáculo que
te transforma en voyeur indiferente a los objetos y a su expresión.
[…]
Te
preguntas por la posibilidad de ser. Por la posibilidad de existir con la
plenitud de tu fuerza y autonomía, de tu deseo de placer y de conocer. Te preguntas
por la posibilidad de ser en un mundo electrónicamente hipnotizado que bajo sus
sonoras pantallas oculta injusticias sociales, desigualdades étnicas y
económicas, genocidios, catástrofes ecológicas. Te preguntas por la libertad
como posibilidad de ser plenitud de belleza y fuerza, y conocimiento y placer.
El Juego del Calamar solo puede ser entendido como una parte del océano
postmediático con que las industrias culturales inventan los relatos que
sustentan las mentes, los imaginarios, los comportamientos y las instituciones.
En palabras del maestro Castoriadis: Invención incesante de significaciones que
terminan institucionalizándose. Me inquieta pensar que se puede producir un
salto y hagan competir a los precarios al estilo de los vetustos gladiadores. ¡Ah¡ y la muñeca es una representación perfecta del poder contemporáneo, encarnado en las agencias que ejecutan sus decisiones desde el anonimato y liberadas de corporeidad. Un verdaderoi salto de la metáfora de la mano invisible.
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