El presente
está conformado por varias realidades entrelazadas, algunas de ellas ocultas,
que hacen muy difícil su lectura. Pero, en tanto que las estructuras permanecen
incólumes, incluso se puede afirmar que se endurecen para las clases más
frágiles, se asienta la videopolítica, que cada vez más se constituye sobre los
códigos de las industrias culturales. Los relatos políticos parecen remitirse a
una versión sofisticada de Walt Disney, en tanto que fábrica de imágenes
amables que nos permiten escapar del prosaico mundo.
En este
contexto se puede advertir la prodigiosa expansión de lo cuqui, que gana
espacio en la videopolítica, poniendo en escena guiones fantásticos que se
contraponen a las realidades. En particular, la política cuqui que obvia la
consistencia de las estructuras y las instituciones y apunta a un cambio
inspirado en el espejismo. Carmena representa la apoteosis de la política
cuqui: buen rollo, rehuir las discusiones y escenificar lo sublime cotidiano
amistoso. Pero tras su marcha al centro de gravedad de la videopolítica, las
empresas audiovisuales productoras de los relatos, deja Madrid en manos de la
derecha; a lo que pomposamente denominan como “mayoría social” como
contingentes humanos anclados en la inmovilidad social, así como a su coalición programáticamente bloqueada, en tanto que el secreto del giro cuqui era la
aprobación del Plan Chamartín y el restablecimiento de la hegemonía de los
traficantes de suelo.
El texto que
presento desvela muy certeramente la dimensión oculta de lo cuqui. Se puede
resumir reafirmando que supone una huida de la dura realidad. Los discursos de
la izquierda cuqui representan una fuga a un mundo maravilloso en el que “en el
centro están las personas”. Así, la izquierda construye su envés al capitalismo
de ficción, el socialismo de ficción, fundado en las fantasías convivenciales,
y que elude cuidadosamente cualquier alusión al cambio de estructuras y a la
transformación de las instituciones. Me parece muy pertinente leer este texto
para comprender los códigos de la izquierda en la era de la videopolítica y
metabolizar la función a la que estamos asistiendo. Este es un artículo
aparecido en El Mundo el 6 de diciembre de 2019. Su autor es Quico Alsalcedo.
Si alguien quiere leerlo en su versión con las ilustraciones gráficas, lo puede
hacer aquí.
EL PODER DE LO CUQUI: CÓMO LA
ESTÉTICA INFANTILOIDE CONQUISTÓ EL PLANETA
Tazas de
Mr. Wonderful, emojis de corazones, perritos de Jeff Koons... ¿Qué dice sobre
nuestra sociedad el boom de la estética infantiloide? "Escapamos a un
jardín de paz e inocencia", dice el filósofo británico Simon May, autor
del ensayo 'El poder de lo cuqui'
Vamos a
hablar claro: aunque no lo sepa, usted es cuqui. Sí, ha leído bien: cuqui. Al
menos un poquito. No disimule. Responda al cuquitest: ¿ametralla
con inmisericordes emoticonos atiborrados de corazones a sus allegados (e
incluso a conocidos)? ¿Ha pasado de desayunar áspero café solo a un café con un
corazón hecho con crema encima y de ahí a un ominoso bol de cereales? Mire a su
alrededor: ¿proliferan los tonos pastel, los estampados de flamencos, el
aguacate como perejil cuqui de todas las ensaladas de quinoa?
Diga la
verdad, por lo que más quiera: ¿domina su vida Hello Kitty? ¿Añora la fofa
bondad extraterrestre de E.T., no la película sino la persona? ¿Repite
recurrentemente las expresiones «qué mono» o «qué monada»? ¿Vive rodeado de
frases de autoayuda barata? ¿Se ha hecho alguna foto de esas de móvil
poniéndose morrito y orejas de gato? ¿Se sorprende de vez en cuando
pensando inesperadamente en Pikachu?
¿Lo ve?
Cuqui, más que cuqui. Suelte por favor esa taza de Mr. Wonderful con la leyenda
«Nunca dejes de soñar».
Pero aquí
viene la buena noticia (para usted): lo cuqui domina (un poquito al menos) el
mundo. Lo cuqui como ternura. Como desvalimiento. Como vulnerabilidad cool.
Como infantilismo adulto. Como piterpanismo estético, y a
veces vital. Como epítome de lo inocente y en parte heredero de lo kitsch.
Como bobada, en el fondo, con más contenido del que parece. Porque lo cuqui,
ojo, puede tener también un reverso tenebroso, oscuro, malévolo, monstruoso
incluso.
Semejante cuquiafirmación procede
de todo un profesor de Filosofía del King's College de Londres, que le ha
dedicado varios años de investigación al tema, buscándole todas las aristas. El
hombre se llama Simon May y he aquí su tesis, en sus palabras: «Sí, lo dulce e indefenso genera
sentimientos de protección, pero eso luego se distorsiona hacia el espectro de
lo extraño. Se convierte en algo más oscuro, indeterminado y herido».
Ya, pero
May, ¿por qué es importante estudiar el fenómeno? «Es una buena pregunta: en
tiempos de tanta injusticia, odio e intolerancia, parece perverso centrarse en
Pokémon, ¿no? Pero es que la moda internacional por la ternura está relacionada
con nuestro tiempo en al menos tres formas». Y las enumera: «En primer
lugar, queremos escapar de un mundo tan amenazante a un jardín de
inocencia y paz. En segundo lugar, lo cuqui expresa la tendencia de nuestro
tiempo a abandonar los opuestos: masculino/femenino, niño/adulto, bueno/malo,
incluso humano/animal. Hello Kitty y ET son de género, edad y especie
indeterminada, pura ambigüedad. O como el perro-globo de Jeff Koons, que parece
a la vez indefenso, amenazante e impotente, depende de cómo lo veas».
Por último,
y en tercer lugar, en relación con qué nos dice lo cuqui de nosotros mismos,
May introduce el concepto de lleno en la teoría del poder. Para asignarle cualidades
poco menos que subversivas: «Creo que el éxito de la ternura está
relacionado con el deseo de escapar de un mundo gobernado sólo por el poder.
Los objetos lindos, siendo así de vulnerables, son en un cierto sentido un
anti-poder».
Traducido al
cristiano: la victoria al menos posicional y por aplastamiento de la debilidad
busca poner en duda el poder tradicional, duro, insensible, un tanto estólido.
Lo cuqui, o
lo mono, o lo cute, en su acepción anglosajona, vendría pues a
darnos un respiro en estos tiempos de bronca, estrechez y miedo, y a poner en
duda el viejo ordeno y mando del antiguo régimen, teoriza May en su
libro, El poder de lo cuqui, que publica ahora en
España la editorial Alpha Decay.
Todo eso
sería lo cuqui, el «rococó de los pobres», como lo llama, interviniendo
atronadoramente en el debate, Eloy Fernández Porta, profesor de
Teorías de la Cultura y Arte Contemporáneo de la Universidad Pompeu Fabra, y
uno de los últimos heterodoxos más corrosivos del pensamiento español.
«Lo cuqui se
puede entender de varias maneras. Desde el punto de vista de la estética, es el
estilo rococó de los pobres. Desde el punto de vista psicológico, es el
resultado de una regresión infantil. Desde lo moral es un hedonismo gratuito,
sin sustancia y sin reivindicación del cuerpo», lapida directamente al cuquismo Fernández
Porta.
Hasta aquí
la de cal. Ahora, la de arena, valorando la reacción anti-cuqui de
tantos ciudadanos empalagados con tal cuquiavalancha de cuquiterrones de cuquiazúcar (¿ven
cómo cansa?): «La razón por la que lo cuqui resulta tan chirriante y
problemático», dice Fernández Porta, «es que se trata de un estilo de la
felicidad, de una felicidad irreflexiva y fácil, y eso cuadra mal con una
tradición artística que valoriza el drama y el dolor», teoriza, recordando la
histórica superioridad cultural del mal sobre el bien.
Fernández
Porta termina confluyendo de algún modo con May al otorgar a lo cuqui, lo cute o
como demonios se llame un valor distintivo como espíritu de los tiempos,
del zeitgeist y tal: «Como todas las formas estilísticas que
tratan de representar la felicidad, es desdeñada por sus contemporáneos y será
apreciada en el futuro, cuando el mal gusto sea percibido como una respuesta a
los códigos formales de la época, y no como un error estético».
Lo cuqui,
pues, como una reacción quizás generacional al mundo pre-millennial:
a sus códigos estéticos, morales, casi ontológicos. Lo cuqui como pedorreta al
padre, como dedo levantado de la nueva generación pidiendo casito.
¿Y qué
opinan del rollo quienes explotan empresarialmente el anticuquismo en
todas sus vertientes, para vendernos desde agendas decoradas con letra infantil
que jamás usaremos hasta velas de pastosos olores que pretenden asfixiarnos a
base de canela, incienso y abracitos?
«Es que
cuidado con comerse el mundo, que luego hay que cagarlo», se ríen Alejandro
Oneto y Diego Villalba. Ellos, dos gaditanos treintañeros dedicados a lo
audiovisual, vieron claro el nicho de mercado en 2016, cuando «el éxito de Mr.
Wonderful era tal que mucha gente en las redes se quejaba de tanta cursilería,
y salieron unas 20 marcas copiando su estilo».
En una hábil
jugada decidieron tomar la dirección opuesta y explotar la contestación a tanto
anuncio de compresas convertido en guía vital, y crearon Mr. Puterful, que vende la misma viscosidad
estética, las mismas agendas en color rosita pastel y tazas con forma de
unicornio (tótem cuqui donde los haya), pero con lemas como «no tengo el chichi
pa' farolillos» -o paraguas de cerdicornios-.
«Mucha
gente está harta de buenrrollismo y nosotros les damos realidad», dice Diego.
«La idea», remata
Alejandro, «es usar los mismos diseños cuquis tan de moda y que la gente los
vea de lejos, pero que cuando se acerquen la frase les pegue un sartenazo».
Su negocio,
explican, es el de las llamadas happy quotes, las «frases felices»
bonachonas que «parece que te ayudan, pero en realidad te pueden hundir»,
explican, en su mayor acercamiento a las tesis de May y Fernández Porta: «Lo
cuqui puede ser un enorme engaño, porque crea una realidad paralela vendiéndote
eso de que 'puedes conseguir todo lo que te propongas'. No, no lo puedes
conseguir, y mentir que sí puede llevar a la gente a la frustración, y eso es
una putada».
El libro de
May pretende, en definitiva, erigir un aleph cultural sobre lo
cuqui a la manera de las Notas sobre lo camp de Susan Sontag
(1964). Esto es: lo mono como crítica del capitalismo, como «expresión del
consumismo, del producto de moda en constante cambio que se produce en masa y
se explota sin piedad para conseguir ganancias». Lo comeflores como
vehículo del «desapego irónico de los tiempos, y a la vez de cierta alegría»
para encarar nuestros dramas contemporáneos.
El
infantilismo cuqui como síntoma de cierta reversión de roles en la paternidad,
quizás uno de los disparos más certeros e irrebatibles del profesor del King's
College: «Es una tendencia que arrancó en el siglo XIX, los niños se
han convertido en padres de sus propios padres», sostiene, y abunda: «El
rol se ha invertido completamente, e incluso parece que el culto al amor al
niño ha sustituido al culto al amor romántico, la infancia es un nuevo espacio
sagrado».
California y
Japón son los epicentros de esta rebelión de la inocencia, de lo achuchable,
cuenta este exegeta de lo dulce. Y se pasea con asesina mirada en especial por
el país asiático, hogar lo mismo de perversiones de todo jaez, que del lirismo
cliché de un Murakami. Un país cuyo presidente aparece frecuentemente junto a
un osito, símbolo de fuerza: «La ternura en Japón se llama kawaii,
que significa también escapismo. ¿De qué escapan? De una sociedad tan
jerárquica y organizada. Y de su historia: desde su derrota frente a Estados
Unidos en la Segunda Guerra Mundial, el país evita furiosamente cualquier
manifestación explícita del poder. De ahí no sólo el manga... Se podría
decir que Japón es el primer país en presentarse como nación cuqui, incluso
con imágenes lindas en sus vehículos militares, como por ejemplo sus
helicópteros de ataque».
May no
olvida tampoco el reverso dark del fenómeno, algo por otro
lado habitual de los acercamientos culturales a la infancia: muchas leyendas
explotadas por Disney son en realidad cuentos sangrientos, plagados de muerte y
destrucción. «Por un lado está la privación: muchos de estos objetos cuquis
están como amputados, no tienen boca, ni dedos, ni ojos a veces. Tanta
indefensión, en realidad, puede despertar instintos sádicos también», postula.
Y al fondo,
otro de los signos de los tiempos: el ego. «Lo cuqui también simboliza bien la
satisfacción personal rápida, nuestras sed de productos siempre nuevos, pero
eso no nos hace más egoístas. De hecho, los psicólogos sociales Gary
Sherman y Jonathan Haidt dicen que la ternura es una emoción moral, y
que nos ayuda a expander nuestra empatía afectiva y nuestro círculo de
preocupación moral».
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