martes, 23 de noviembre de 2021

LA COVID 19 Y LA OBEDIENCIA DEBIDA DE LOS MÉDICOS

 

He leído un artículo aparecido en La voz del Sur escrito por un médico en el que expresa sus dilemas morales ante la escalada de las políticas sanitarias, que proyectan la culpabilidad de la situación a un nuevo chivo expiatorio al que se persigue con saña: los no vacunados.  El autor es Juan Diego Areta Higuera. Su texto remite a una cuestión trascendente, como es la de si los profesionales pueden expresar en público sus dudas o sus opiniones críticas. Este artículo me ha hecho pensar acerca de la situación pandémica como un acontecimiento que exige la unanimidad más contundente en torno a la voz expresada por las autoridades.

Una palabra me ha conmovido, en tanto que evoca otras situaciones críticas vividas en primera persona. Areta alude a su temor por “significarse”. Esta palabrota es un indicador de monolitismo en el colectivo profesional de los médicos. Este orden hermético remite al manido “lavar los trapos sucios dentro de la casa”, manteniendo en el exterior el asentimiento sin excepciones. En este orden interior imperante, cualquiera que exprese un disentimiento de cualquier clase es considerado como equivalente a un traidor. Así, el corporativismo es un aliado fuerte de las políticas sanitarias en curso. Este funciona de bajo la presunción de adhesión obligada y el precepto de la prohibición de diferencias. Los contrastes, las puntualizaciones, los matices, las perspectivas, quedan abolidos integralmente.

Areta alude a este orden interior en el que la coacción se diversifica, encontrándose en todas las partes y actuando según el principio de la sinergia. Creo entender el trasfondo de su texto en tanto que he vivido el interior del orden universitario, experimentando el aislamiento y la sincronización de las presiones latentes y manifiestas. En ese imaginario organizacional, cada cual es un soldado que tiene que actuar según el principio de concertación de las voces, evitando filtrar cualquier tonalidad discordante, en tanto que sobre los receptores exteriores se produce una gran descalificación. A esos idiotas es menester darles una información liberada de cualquier sospecha de unanimidad.

Este artículo tiene el mérito de desvelar la escalada de las acciones desmesuradas orientadas a abatir el fantasma del enemigo oficial investido como negacionista. El discurso oficial sancionó las vacunas como un prodigioso milagro científico. Pero, tras varios meses triunfales, ha comparecido el punto débil de las mismas: la duración temporal limitada de sus efectos. La inevitable percepción de esta situación ha desatado una oleada de ruido y furia contra los considerados culpables. Los saltos coercitivos parecen inevitables.

Una cuestión fundamental radica en la total ausencia de debate científico. ¿Cuáles son las distintas posiciones? ¿Cómo evolucionan estas? ¿En qué escenarios se producen? ¿Cuál es el curso del debate y la fusión y renovación de los argumentos? Podría seguir haciendo preguntas que al contrastar con la realidad, devienen en alarmantes. No, no hay debate alguno, solo un juego de expertos que se fundan en modelos de discusión que remiten a la teología. La mitológica ciencia invocada desde el primer día, es en realidad una ciencia de la propaganda, amparada en el valor político y económico de los intereses de los grupos industriales que producen las vacunas.

Pero la situación se ha modificado sustantivamente en el curso de la pandemia. En la primera fase, los considerados expertos poblaban las televisiones y alimentaban a los imaginarios de la precaución maximizada. Pero ahora, desde hace varios meses, estos disminuyen su presencia para ser reemplazados por políticos, periodistas, y hasta algún experto en la NBA de baloncesto (Iglesias). Los nuevos directores espirituales carecen de prejuicios científicos. La dureza de las intervenciones y descalificaciones se produce a saltos inquietantes. La relegación de los expertos de usar y tirar abre paso a la virulencia y las violencias comunicativas. Jordi Évole abrió el melón contra Bosé. Ahora brillan las estrellas de Mediaset, que se producen con una violencia inusitada contra los abstemios de ese mercado obligatorio de las vacunas. Me impresionan mucho los métodos inequívocamente totalitarios de Megide, Marta Flich y similares.

El peligro es manifiesto, en tanto que las estrellas mediáticas curtidas en formatos televisivos fundados en la administración de las violencias, trasladan sus descalificaciones y malas sañas al escenario de la pandemia. En una situación así me parece pertinente interrogarse acerca de la naturaleza de la situación en curso. Mi síntesis sería esta: Declina la perspectiva de la salud pública y crecen las significaciones implícitas del gran mercado obligatorio de las vacunas. La buena de Margarita del Val es la última mohicana científica que multiplica sus presencias, y que es brutalmente manipulada por los operadores mediáticos del gran mercado, la jauja biológica.

En esta situación creo entender la disidencia de Areta y sus razones, pensando analogías con otros autoritarismos de situaciones históricas antecedentes. Celebro la aparición de esta pequeña grieta en el silencioso planeta blanco y lo entiendo como el eterno dilema de la obediencia debida.  También me alarma volver a leer la terrible palabra "significarme". Este es el texto del artículo que también podéis leer aquí.

  

¿ES REALMENTE NUEVA LA ‘NUEVA’ NORMALIDAD?

 

Querría convencerme de que el autoritarismo sanitario enloquecido que padecemos tendrá aquí su límite, que no aceptaremos esta aberración ética sin siquiera base científica

Juan Diego Areta Higuera

Médico especialista en Medicina Familiar y Comunitaria. Máster en Salud Internacional y Cooperación.

22 de noviembre de 2021 

Hace poco más de un año escribí, como desahogo, unas palabras que pretendían alertar sobre algunos peligros que observaba entonces en relación al afrontamiento de la pandemia. Básicamente animaba a volver a la serenidad, al debate racional y a evitar convertir la ciencia en religión. Creo que es obvio mi fracaso pero, al menos, el poema de Niemöller no se me podrá aplicar a mí. Con ese pírrico triunfo hube —y habré— de conformarme.

Tras aquello, me propuse no volver a manifestarme públicamente por varios motivos: mi aversión a los focos, la autoconciencia de mi irrelevancia y, especialmente, la evitación de los problemas que me puede traer significarme (uso esta palabra, “significarme”, con pleno conocimiento de las connotaciones que tiene en España y teniendo presentes las que tiene la etiqueta “negacionista”).

Habrá quien opine que exagero, que la libertad de expresión no se ha mermado y que el debate sigue siendo abierto. A quien eso piense, le pido que recuerde los ataques y censuras sufridos por quienes han manifestado dudas u oposición a ciertos aspectos de la gestión de la pandemia (John IoannidisMartin KulldorffPeter DoshiJuan Gérvas…).

Así, en este último año sólo me he expresado abiertamente en pequeños grupos de confianza o, en ocasiones, parapetado tras un cobarde anonimato. Y así pretendía seguir, pero ciertas noticias publicadas en los últimos días me han removido de tal manera que, desde mi humilde posición, me veo en conciencia obligado a escribir estas palabras. Me refiero a las siguientes:

- "País Vasco exigirá certificado Covid para entrar a bares y restaurantes";

- "Alemania se prepara para confinar a los no vacunados";

- "Austria aplica desde hoy el confinamiento parcial para los no vacunados".

Son noticias que, como digo, me provocan un impacto profundo y me hacen preguntarme hacia dónde vamos.

La limitación de derechos fundamentales es algo gravísimo que, en algún caso extremo de aplicación, debería fundamentarse de una manera muy potente en base a la evitación de un riesgo grave. ¿Es el caso de estas medidas?

Tenemos unas vacunas contra la Covid-19 de las que, entre otras cosas, sabemos que protegen (durante unos meses) a la persona vacunada de desarrollar síntomas graves de Covid-19, pero que no evitan que el vacunado pueda portar el virus y transmitirlo. Así, si en un mismo espacio encontramos personas vacunadas y no vacunadas, son estas últimas las que asumirán el mayor riesgo. Entonces, ¿qué sentido “científico” tiene limitar los derechos de los no vacunados?

Querría convencerme de que el autoritarismo sanitario enloquecido que padecemos tendrá aquí su límite, que no aceptaremos está aberración ética sin siquiera base científica. Pero no lo consigo, y me resulta alarmante la prácticamente nula reacción que se percibe entre la población, que incluso parece apoyar este tipo de medidas autoritarias.

Y así, sin reponerme de la desazón y la sorpresa, acabo encontrando similitudes entre nuestro tiempo y el desarrollo de los totalitarismos durante el primer tercio del siglo XX. Es común considerar que el nazismo (y otros totalitarismos) son aberraciones históricas imposibles de repetirse. A menudo no podemos concebir cómo las personas de la época pudieron permitirlo. Pero ya nos enseñó Hannah Arendt que los nazis no eran en su mayoría monstruos, aunque nos guste creer que sí; que cualquiera de nosotros, en circunstancias parecidas, hubiéramos podido hacer lo mismo.

En aquella época, el racismo y la eugenesia no eran ideologías bárbaras. No. Eran teorías basadas en la ciencia que calaron profundamente en el ámbito académico y también en el político-social. Y que  (esto es vital) eran apoyadas y aplicadas por personas que no querían hacer el mal, sino que estaban plenamente convencidas de hacer el bien.

Así, en Alemania había unos "certificados arios" que habilitaban para ser ciudadano de pleno derecho. Insisto: esta y otras medidas se fundamentaban recurriendo a teorías científicas respetadas por muchos en la época. Pero las consecuencias fueron las que fueron.

Este detalle histórico nos recuerda que lo que caracteriza a la ciencia -o lo que debería caracterizarla- no son la certeza y el dogma, sino la permanente duda y puesta en cuestión de lo que creemos saber. Además, nos hace ver que el totalitarismo no llega de golpe ni necesariamente con malas intenciones, que son pequeños cambios “sin importancia” los que van haciéndonos avanzar por ese camino de forma a veces casi imperceptible.

Y yo pregunto: ¿no guardan cierto parecido las medidas que se anuncian últimamente en las noticias con el certificado ario? Respondería que sí, pero no me atrevo. Me doy cuenta de que tal vez soy un alarmista incorregible... Sí, ahora que lo pienso, lo soy. Es evidente aprendemos de la Historia, que hemos recobrado la serenidad y la razón, que el otro no es visto como riesgo y amenaza sino como semejante, que no hemos olvidado aquello que tanto nos costó aprender: que los Derechos Humanos no son un fin al que llegar, sino un principio del que partir.

 

 

2 comentarios:

  1. De Almudena Grandes, en "La madre de Frankenstein", parte de sus "Episodios de una Guerra Interminable", página 63:
    [en la España de 1954]
    "Que la frase que se escuchaba más a menudo en todas las casas era: PASE LO QUE PASE, TÚ NO TE SIGNIFIQUES, POR LO QUE MÁS QUIERAS" [las mayúsculas son mías]
    Y efectivamente, sí, estamos retrocediendo mucho más de medio siglo en la caverna totalitaria, de la que nunca hemos llegado a salir del todo.
    Profesionales y legos están re-aprendiendo los códigos que llevan a la pura supervivencia, sin dignidad ni futuro. Todo lo justifica la salud, es un fin que justifica los medios (por más que ni siquiera el fin esté justicado).
    En fin.
    Un abrazo juan gérvas

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  2. Gracias por el comentario. Sí, no solo se experimenta un retroceso, sino que los métodos con los que se efectúa el alineamiento en el silencio son mucho más sofisticados que en épocas anteriores. Nuestra generación vivió la conmoción final del franquismo que alimentó muchas voces discordantes, pero los jóvenes solo han conocido el mundo sintetizado por la célebre frase de Alfonso Guerra "El que se mueva no sale en la foto".
    Un abrazo

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