He leído un
artículo aparecido en La voz del Sur escrito por un médico en el que expresa
sus dilemas morales ante la escalada de las políticas sanitarias, que proyectan
la culpabilidad de la situación a un nuevo chivo expiatorio al que se persigue
con saña: los no vacunados. El autor es
Juan Diego Areta Higuera. Su texto remite a una cuestión trascendente, como es
la de si los profesionales pueden expresar en público sus dudas o sus opiniones
críticas. Este artículo me ha hecho pensar acerca de la situación pandémica
como un acontecimiento que exige la unanimidad más contundente en torno a la
voz expresada por las autoridades.
Una palabra
me ha conmovido, en tanto que evoca otras situaciones críticas vividas en
primera persona. Areta alude a su temor por “significarse”. Esta palabrota es
un indicador de monolitismo en el colectivo profesional de los médicos. Este
orden hermético remite al manido “lavar los trapos sucios dentro de la casa”,
manteniendo en el exterior el asentimiento sin excepciones. En este orden
interior imperante, cualquiera que exprese un disentimiento de cualquier clase
es considerado como equivalente a un traidor. Así, el corporativismo es un
aliado fuerte de las políticas sanitarias en curso. Este funciona de bajo la
presunción de adhesión obligada y el precepto de la prohibición de diferencias.
Los contrastes, las puntualizaciones, los matices, las perspectivas, quedan
abolidos integralmente.
Areta alude
a este orden interior en el que la coacción se diversifica, encontrándose en
todas las partes y actuando según el principio de la sinergia. Creo entender el
trasfondo de su texto en tanto que he vivido el interior del orden
universitario, experimentando el aislamiento y la sincronización de las
presiones latentes y manifiestas. En ese imaginario organizacional, cada cual
es un soldado que tiene que actuar según el principio de concertación de las
voces, evitando filtrar cualquier tonalidad discordante, en tanto que sobre los
receptores exteriores se produce una gran descalificación. A esos idiotas es
menester darles una información liberada de cualquier sospecha de unanimidad.
Este
artículo tiene el mérito de desvelar la escalada de las acciones desmesuradas
orientadas a abatir el fantasma del enemigo oficial investido como
negacionista. El discurso oficial sancionó las vacunas como un prodigioso
milagro científico. Pero, tras varios meses triunfales, ha comparecido el punto
débil de las mismas: la duración temporal limitada de sus efectos. La
inevitable percepción de esta situación ha desatado una oleada de ruido y furia
contra los considerados culpables. Los saltos coercitivos parecen inevitables.
Una cuestión
fundamental radica en la total ausencia de debate científico. ¿Cuáles son las
distintas posiciones? ¿Cómo evolucionan estas? ¿En qué escenarios se producen?
¿Cuál es el curso del debate y la fusión y renovación de los argumentos? Podría
seguir haciendo preguntas que al contrastar con la realidad, devienen en
alarmantes. No, no hay debate alguno, solo un juego de expertos que se fundan
en modelos de discusión que remiten a la teología. La mitológica ciencia
invocada desde el primer día, es en realidad una ciencia de la propaganda,
amparada en el valor político y económico de los intereses de los grupos
industriales que producen las vacunas.
Pero la
situación se ha modificado sustantivamente en el curso de la pandemia. En la
primera fase, los considerados expertos poblaban las televisiones y alimentaban
a los imaginarios de la precaución maximizada. Pero ahora, desde hace varios
meses, estos disminuyen su presencia para ser reemplazados por políticos,
periodistas, y hasta algún experto en la NBA de baloncesto (Iglesias). Los
nuevos directores espirituales carecen de prejuicios científicos. La dureza de
las intervenciones y descalificaciones se produce a saltos inquietantes. La
relegación de los expertos de usar y tirar abre paso a la virulencia y las
violencias comunicativas. Jordi Évole abrió el melón contra Bosé. Ahora brillan
las estrellas de Mediaset, que se producen con una violencia inusitada contra
los abstemios de ese mercado obligatorio de las vacunas. Me impresionan mucho
los métodos inequívocamente totalitarios de Megide, Marta Flich y similares.
El peligro
es manifiesto, en tanto que las estrellas mediáticas curtidas en formatos televisivos
fundados en la administración de las violencias, trasladan sus
descalificaciones y malas sañas al escenario de la pandemia. En una situación
así me parece pertinente interrogarse acerca de la naturaleza de la situación
en curso. Mi síntesis sería esta: Declina la perspectiva de la salud pública y
crecen las significaciones implícitas del gran mercado obligatorio de las
vacunas. La buena de Margarita del Val es la última mohicana científica que
multiplica sus presencias, y que es brutalmente manipulada por los operadores
mediáticos del gran mercado, la jauja biológica.
En esta situación creo entender la disidencia de Areta y sus razones, pensando analogías con otros autoritarismos de situaciones históricas antecedentes. Celebro la aparición de esta pequeña grieta en el silencioso planeta blanco y lo entiendo como el eterno dilema de la obediencia debida. También me alarma volver a leer la terrible palabra "significarme". Este es el texto del artículo que también podéis leer aquí.
¿ES
REALMENTE NUEVA LA ‘NUEVA’ NORMALIDAD?
Querría convencerme de que el autoritarismo sanitario enloquecido que padecemos tendrá aquí su límite, que no aceptaremos esta aberración ética sin siquiera base científica
Médico
especialista en Medicina Familiar y Comunitaria. Máster en Salud Internacional
y Cooperación.
22 de
noviembre de 2021
Hace poco
más de un año escribí, como desahogo, unas
palabras que pretendían alertar sobre algunos peligros que
observaba entonces en relación al afrontamiento de la pandemia. Básicamente
animaba a volver a la serenidad, al debate racional y a evitar convertir la
ciencia en religión. Creo que es obvio mi fracaso pero, al menos, el poema
de Niemöller no
se me podrá aplicar a mí. Con ese pírrico triunfo hube —y habré— de
conformarme.
Tras
aquello, me propuse no volver a manifestarme públicamente por varios motivos:
mi aversión a los focos, la autoconciencia de mi irrelevancia y, especialmente,
la evitación de los problemas que me puede traer significarme (uso esta
palabra, “significarme”, con pleno conocimiento de las connotaciones que tiene
en España y teniendo presentes las que tiene la etiqueta “negacionista”).
Habrá quien
opine que exagero, que la libertad de expresión no se ha mermado y que el
debate sigue siendo abierto. A quien eso piense, le pido que recuerde los
ataques y censuras sufridos por quienes han manifestado dudas u oposición a
ciertos aspectos de la gestión de la pandemia (John
Ioannidis, Martin
Kulldorff, Peter Doshi, Juan
Gérvas…).
Así, en este
último año sólo me he expresado abiertamente en pequeños grupos de confianza o,
en ocasiones, parapetado tras un cobarde anonimato. Y así pretendía seguir,
pero ciertas noticias publicadas en los últimos días me han removido de tal
manera que, desde mi humilde posición, me veo en conciencia obligado a escribir
estas palabras. Me refiero a las siguientes:
- "País
Vasco exigirá certificado Covid para entrar a bares y restaurantes";
- "Alemania
se prepara para confinar a los no vacunados";
- "Austria
aplica desde hoy el confinamiento parcial para los no vacunados".
Son noticias
que, como digo, me provocan un impacto profundo y me hacen preguntarme hacia
dónde vamos.
La limitación
de derechos fundamentales es algo gravísimo que, en algún caso extremo de
aplicación, debería fundamentarse de una manera muy potente en base a la
evitación de un riesgo grave. ¿Es el caso de estas medidas?
Tenemos unas
vacunas contra la Covid-19 de las que, entre otras cosas, sabemos que protegen
(durante unos meses) a la persona vacunada de desarrollar síntomas graves de
Covid-19, pero que no
evitan que el vacunado pueda portar el virus y transmitirlo. Así, si
en un mismo espacio encontramos personas vacunadas y no vacunadas, son estas
últimas las que asumirán el mayor riesgo. Entonces, ¿qué sentido “científico”
tiene limitar los derechos de los no vacunados?
Querría
convencerme de que el autoritarismo sanitario enloquecido que padecemos tendrá
aquí su límite, que no aceptaremos está aberración ética sin siquiera base
científica. Pero no lo consigo, y me resulta alarmante la prácticamente nula
reacción que se percibe entre la población, que
incluso parece
apoyar este tipo de medidas autoritarias.
Y así, sin
reponerme de la desazón y la sorpresa, acabo encontrando similitudes entre
nuestro tiempo y el desarrollo de los totalitarismos durante el primer tercio
del siglo XX. Es común considerar que el nazismo (y otros totalitarismos) son
aberraciones históricas imposibles de repetirse. A menudo no podemos concebir
cómo las personas de la época pudieron permitirlo. Pero ya nos enseñó Hannah
Arendt que los nazis no eran en su mayoría monstruos, aunque nos guste creer
que sí; que cualquiera de nosotros, en circunstancias parecidas, hubiéramos
podido hacer lo mismo.
En aquella
época, el racismo y la eugenesia no eran ideologías bárbaras. No. Eran teorías
basadas en la ciencia que calaron profundamente en el ámbito académico y
también en el político-social. Y que (esto es vital) eran apoyadas y
aplicadas por personas que no querían hacer el mal, sino que estaban plenamente
convencidas de hacer el bien.
Así, en
Alemania había unos "certificados arios"
que habilitaban para ser ciudadano de pleno derecho. Insisto: esta y otras
medidas se fundamentaban recurriendo a teorías científicas respetadas por
muchos en la época. Pero las consecuencias fueron las que fueron.
Este detalle
histórico nos recuerda que lo que caracteriza a la ciencia -o lo que debería
caracterizarla- no son la certeza y el dogma, sino la permanente duda y puesta
en cuestión de lo que creemos saber. Además, nos hace ver que el totalitarismo
no llega de golpe ni necesariamente con malas intenciones, que son pequeños
cambios “sin importancia” los que van haciéndonos avanzar por ese camino de
forma a veces casi imperceptible.
Y yo
pregunto: ¿no guardan cierto parecido las medidas que se anuncian últimamente
en las noticias con el certificado ario? Respondería que sí, pero no me atrevo.
Me doy cuenta de que tal vez soy un alarmista incorregible... Sí, ahora que lo
pienso, lo soy. Es evidente aprendemos
de la Historia, que hemos recobrado la serenidad y la razón, que el
otro no es visto como riesgo y amenaza sino como semejante, que no hemos olvidado
aquello que tanto nos costó aprender: que los Derechos Humanos no son un fin al
que llegar, sino un principio del que partir.
De Almudena Grandes, en "La madre de Frankenstein", parte de sus "Episodios de una Guerra Interminable", página 63:
ResponderEliminar[en la España de 1954]
"Que la frase que se escuchaba más a menudo en todas las casas era: PASE LO QUE PASE, TÚ NO TE SIGNIFIQUES, POR LO QUE MÁS QUIERAS" [las mayúsculas son mías]
Y efectivamente, sí, estamos retrocediendo mucho más de medio siglo en la caverna totalitaria, de la que nunca hemos llegado a salir del todo.
Profesionales y legos están re-aprendiendo los códigos que llevan a la pura supervivencia, sin dignidad ni futuro. Todo lo justifica la salud, es un fin que justifica los medios (por más que ni siquiera el fin esté justicado).
En fin.
Un abrazo juan gérvas
Gracias por el comentario. Sí, no solo se experimenta un retroceso, sino que los métodos con los que se efectúa el alineamiento en el silencio son mucho más sofisticados que en épocas anteriores. Nuestra generación vivió la conmoción final del franquismo que alimentó muchas voces discordantes, pero los jóvenes solo han conocido el mundo sintetizado por la célebre frase de Alfonso Guerra "El que se mueva no sale en la foto".
ResponderEliminarUn abrazo