Divertirse
sería algo muy aburrido si todo el año fuera de fiesta
William Shakespeare
El final imaginario de la pandemia estimula la irrupción en la superficie
de las fuerzas de la vida, que se han mantenido sumergidas durante el largo
tiempo de restricciones. Las cámaras de la tele se encuentran en estado de
perplejidad ante la multiplicación de actos sociales en el espacio público
cuando la noche se cierne sobre las calles. Todos los fines de semana capturan
imágenes festivas en las concentraciones de jóvenes. Estas son calificadas con
la etiqueta del botellón. Las voces autorizadas del dispositivo de poder
epidemiológico claman cordura ante lo que perciben como un exceso de
irresponsabilidad y proponen una racionalización de la diversión, trazando
límites normativos. Este acontecimiento denota una gran crisis de
inteligibilidad del sistema, incapacitado para comprender estos episodios
colectivos. En este texto voy a descifrar aquello que el ojo de tan industrioso
y racionalizado sistema no ve.
En las noches de los fines de semana, que comienzan en la del jueves,
tiene lugar una inusitada explosión festiva. Una de sus manifestaciones
consiste en tomar las calles para asentarse colectivamente en ellas. En esta
práctica social se deambula, se habla, se ríe, se baila, se bebe, se consumen
distintas drogas y se practican las artes de estar juntos. Estas prácticas han
sido denominadas como “el botellón”. En mi opinión, se trata de un fenómeno
social que significa un excedente con respecto a la capacidad que tiene el
sistema de percibirlo e interpretarlo. De este modo, el botellón desborda el
sistema de modo patente, delatando su escasa capacidad cognitiva y mostrando su
patetismo intelectual. Este acontecimiento social, nacido en el final de los
años ochenta, no ha dejado de crecer, reafirmarse y reconfigurarse, en tanto
que los esquemas de interpretación del mismo, aparecen congelados y
petrificados.
El botellón representa el iceberg de un sistema festivo mucho más amplio
y diverso. Es la parte visible y accesible a las miradas de los atónitos y
confundidos ciudadanos-televidentes. Pero el sistema de prácticas festivas es
mucho más amplio. En él se incluyen las fiestas que tienen lugar en espacios
privados, en distintos recintos lúdicos de ocio y en domicilios. Este sistema
festivo múltiple se basa en la trashumancia nocturna. Para un sujeto festivo,
la noche siempre es un itinerario que tiene varias fases y localizaciones. El
botellón es solo uno de ellos. Antes tiene lugar un preludio que puede
descomponerse en varias actividades y localizaciones. Después tiene una salida
múltiple, que termina en distintos lugares.
La potencia de este sistema festivo es portentosa. No ha dejado de crecer
desde los dulces ochenta y convoca principalmente a millones de jóvenes. Desde
las coordenadas del abrumado sistema se sobreentiende como ocio y diversión. En
los primeros años se programaron actividades lúdicas dirigidas por animadores
profesionales, cuya intención era controlar y domesticar esta irrupción. Viví
en primera persona esta patética experiencia. Pero el botellón, más bien el
sistema festivo, se muestra incontrolable y se encuentra dotado de una robustez
que lo hace ingobernable. De ahí que los piadosos soldados del ocio controlado
hayan renunciado, y, al definirlo como irreductible, le atribuyen la naturaleza
de un problema de orden público. Las policías toman el protagonismo nocturno y
pastorean a las concentraciones, que se dispersan y recomponen incesantemente.
La multiplicación prodigiosa de horas extra de las fuerzas de seguridad no
parece tener eficacia alguna.
Y es que el botellón es un fenómeno social. Se trata de un sistema de
relaciones y de prácticas sin finalidades explícitas. Ahí radica su vigor y su
autonomía. Con un conglomerado social de esta naturaleza es imposible dialogar
o negociar. Por eso parece imposible someterlo. Este magma social carece de
discursos estructurados, lo que le hace muy poderoso, en tanto que su vitalidad
se hace simultánea con la imposibilidad de generar interlocutores. Se trata de
un fluido agregado de públicos, grupos y personas fluctuantes. Sin
interlocución posible, solo queda
descargar sobre sus espacios la fuerza de las policías y las condenas de las
televisiones, así como los discursos misericordiosos de los profesionales
sanitarios y los servicios sociales. Pero en este alud de críticas resalta una
ausencia clamorosa: los docentes. Esta es una pista esencial para descifrar su
significado.
Porque el fenómeno botellón/magma festivo se corresponde con el
incremento de población estudiantil, así como con la prolongación de la
escolarización, que, como apunta lúcidamente Enrique Gil Calvo, carece de un
final definido. La expansión de este sistema de relaciones y prácticas cada vez
tiene una relación más explícita con los tiempos de la escolarización. Este año
descubrimos en Mallorca la generalización de los viajes de escolares tras el
tiempo de abstinencia social por exámenes. Los tiempos intersticiales sobre los
huecos del calendario académico generan una efervescencia nocturna
extraordinaria. Así, se acredita la relación recóndita entre los ardores
festivos noctámbulos y la tediosa vida académica.
Las grandes reconfiguraciones sociales sin finalidades explícitas y
regidas por la sensibilidad muestran su solidez y su expansión sin techo. Los
mundos del fútbol y de la música son elocuentes, en tanto que generadores de
una energía desmedida. Pero estos sistemas sin finalidades sí se corresponden
con condiciones estructurales determinadas. En el caso de la multiplicación del
magma festivo, este se concuerda con la extensión sine die del tiempo de
escolarización. Un sujeto escolarizado es internado en la institución
pre-escolar con tres o cuatro años y se encuentra sumido en distintos sistemas
de prácticas, becas, máster, doctorado u otras formas de escolarización
llegando a los treinta años. Un elemento central de estas instituciones radica
en la rigurosa limitación de la responsabilidad. Un estudiante es un sujeto estrictamente
conducido, que tiene que cumplir normas y estándares sin margen individual de
desviación.
Desde esta perspectiva se hacen inteligibles los ardores festivos
nocturnos. La noche y el finde son los tiempos de reverso nocturno de la
interminable escolarización. Si los concentrados en las aulas se rebelaran en
sus contenedores serían vencidos y sometidos. Así se conforma la inteligencia
subyacente a la gran fuga. Se trata de apoderarse de otro espacio y tiempo en
donde resarcirse mediante prácticas asimétricas a las actividades
racionalizadas imperantes en el mundo prosaico de las aulas eternas. El magma
festivo es una respuesta a ese sinsentido de prolongación de la escolarización
y dilatación del acceso al mercado del trabajo. Si es inevitable esperar tantos
años y años, es mejor hacerlo mediante la concentración social de los cuerpos
de los candidatos a la integración congelada en el mercado de trabajo.
Esta explicación hace inteligibles las prácticas de los fugados de ese
hermético sistema. La masificación, la construcción de un nosotros difuso, el
cemento de las emociones compartidas, la negación implícita de lo normativo, el
cultivo de la burla y el humor corrosivo, la reversión de la clasificación por
el mérito, la expresión…Así se configuran los bárbaros nocturnos que practican
las asimetrías con las normas de gusto prevalentes en las instituciones de la
sociedad que los enjaula. Beber en recipientes de plástico o sobre las
botellas, generar residuos sólidos en una cantidad equivalente a las actividades
superfluas a las que son obligados a realizar en las horas de aula y de luz. El
envés nocturno de la excelencia prolifera en la noche. El exceso de kétchup, de
mostaza, de comidas industriales con sabores fuertes. El mal gusto se impone en
todas las fugas, al igual que los turistas.
La prodigiosa expansión de la fiesta resulta del rompecabezas del mercado
de trabajo, que se ha comprimido por efecto de la mutación tecnológica,
liberándose de una parte sustancial de la población activa. La única solución
que se ha encontrado es la de hacer esperar a los candidatos, así como
adelantar la salida de aquellos en la que sea posible. Esta dilatación de la
adolescencia dispara varios procesos encadenados fatales. El principal es la
ampliación de la educación, que se descompone en múltiples etapas, imponiéndose
el término de itinerario, que denota la naturaleza de un viaje sin un final
unívoco en la gran mayoría de los casos. La extensión temporal de la formación
determina una reestructuración de los contenidos, que incrementa el papel de
los pedagogos, que se apoderan de este campo gradualmente.
Esta operación de reestructuración implica varias perversiones
institucionales recombinadas. La principal radica en que se confiere prioridad
a la clasificación de los sujetos viajeros candidatos a una salida del
laberinto de titulaciones. Así, la sagrada institución de la evaluación se
instala en la cotidianeidad del aula mediante la realización de múltiples
pruebas insípidas e insustanciales, cuya finalidad es obligar a los internos a
pujar por un puesto en la cola que se instituye. Se trata de clasificarlos
continuamente. La contrapartida del predominio del sentido de asignar un lugar
en un orden es la degradación de la formación en términos estrictos. El
profesor deviene en un burócrata repartidor eterno de puntos. Los contenidos se
rebajan escandalosamente y se instaura la lógica de la clasificación, que es un
simulacro de la competencia.
Este terrible juego va vaciando de sentido a la institución y genera
rituales de adaptación que mutilan inexorablemente a los viajeros. El deterioro
es monumental. Los jugadores se ven impelidos a competir mediante la exposición
de sus méritos. Cada uno es convertido en un solitario que tiene que lidiar con
una individuación severa que se manifiesta en su currículum, carta de méritos.
Los viajeros solitarios pronto aprenden la importancia de los decimales como
factor decisivo en el orden de la gran cola de espera. Así, se tienen que
esforzar para conseguir buenos resultados en actividades vaciadas, sin
exigencia alguna. La relación entre los resultados y la formación es
inexistente. De ahí resulta un desfondamiento fatal resultante de hacer muchas
cosas sin sentido alguno, que no se acumulan en su haber.
La universidad deviene en una instancia de disciplinamiento efectivo de
los profesores y estudiantes. Todos son reconvertidos a la moneda común del
crédito intercambiable. Un universitario deviene en un comprador de créditos y
un maximizador de resultados. Es un gran solitario desplazándose por un espacio
en el que se ha reconfigurado lo social. También un gran pragmático que aprende
rápidamente a hacer lo que se le pide. Tiene que fabricar sus números en competencia
con los otros, aprendiendo a relegar su propia formación. En este orden
institucional es movilizado permanentemente, al tiempo que vaciado de
contenidos. Este modo de individuación tan severa, rigorista y absurda,
propicia la fuga y la búsqueda de un lugar en donde se recomponga un nosotros
sin resultados y sin competencia. Este es el fundamento del magma festivo. La
fiesta es un grito común de los que esperan sin horizonte de salida.
Desde estas coordenadas se hace inteligible lo que es la universidad a
día de hoy. Es un mecanismo intensivo de producción de méritos con la finalidad
de clasificar a sus participantes. Esta involución hacia su interior explica
los porqués de sus descompromisos y sus silencios. Es un espacio en el que se
ha consumado total e integralmente la reforma neoliberal. Un poder prodigioso
instalado en las agencias de evaluación, programa y cuadricula todos los
espacios en los que se desenvuelven los hacedores de méritos que la habitan.
Algunos amigos, profesores universitarios, confiesan que carecen de cualquier
tiempo disponible, dada la presión creciente derivada de su cartera de méritos.
En este medio es coherente la degradación cognitiva, intelectual y moral.
De ahí resultan los malestares no racionalizados que propician las fugas.
De ahí que no sea una exageración afirmar que la institución es el reverso
diurno del magma festivo. No, el botellón no es un fenómeno extraño, sino
arraigado en un suelo que se puede definir por estas condiciones de deterioro.
Cuando veo a los locutores de la tele hacer juicios sobre los botellones,
sobrecargados por una trivialidad inmensa, me acuerdo de mis últimos años en
las aulas, en las que los compradores de créditos tenían que exponer más de un
trabajo en el mismo día en distintas asignaturas. La banalidad es el resultado
de este activismo desbocado al que conduce la clasificación y reclasificación
sin fin de la cola. La gran mayoría de los escolarizados ha aprendido a
responder en términos de renuncia a la formación privilegiando las artes de
hacer muchas cosas para obtener resultados competitivos.
Las palabras de Shakespeare parecen pertinentes, pero lo que ocurre al
anochecer en estas hiperavanzadas sociedades se ubica mucho más allá de la
diversión. Se trata de vivir un momento en el que es posible desasirse de un
modo de individuación tan opresivo y necio. Porque lo que se enseña
verdaderamente en la Universidad de los créditos es a sobrevivir a una inédita
dictadura, la de las agencias anónimas, que exhiben impúdicamente su capacidad para cancelar
la formación a favor de la clasificación de los sujetos.
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