DERIVAS DIABÉTICAS
El próximo
año cumpliré los veinticinco como transeúnte entre el laberinto de consultas
médicas y usufructuario de un cuerpo que es sometido a varios pinchazos diarios.
Este es un recipiente que todos los días es regado y estimulado por la insulina
líquida. En este tiempo he experimentado intensamente la institución de la
medicina en varias versiones disponibles. Mi decepción es mayúscula. La
escisión entre mi cuerpo enfermo y mi vida sintetiza el código central
prevalente en la asistencia. La institución trata mi cuerpo, entendido como una
entidad patológica, pero se desentiende integralmente de mi vida. En las
consultas aparece siempre esta tensión. A estas alturas, la credibilidad del
aparato asistencial para mi persona, integrada por la fusión de mi cuerpo y mi
vida, se ha estabilizado en el valor cero.
Al principio
proclaman solemnemente que el estado personal resulta de la relación entre
insulina, dieta y ejercicio. Pero, con el tiempo, se constata que se
desentienden absolutamente de las dos últimas, que son congeladas en unas
fórmulas estereotipadas que son aludidas en los dictámenes mediante fórmulas
universales y rituales, pero que no son tratadas de facto, en tanto que no
pueden ser controladas desde la instancia consulta ni reducidas a dígitos
manipulables. Así, la insulina adquiere una centralidad desmesurada. Los
ingenieros del páncreas tratan los estados metabólicos problemáticos mediante
la recurrencia a los cálculos sobre el tipo y la cantidad de insulina. Así se
va abriendo un abismo infranqueable en la consulta, en tanto que el paciente
constata que su vida, siempre superlativamente más compleja que las necias
recetas y simplificaciones a las que son sometidas por la trama de médicos,
enfermeras y laboratorios que detentan el control de la masa de entes
patológicos diabéticos.
Sobre esta
vivencia se reconstituye una autonomía creciente, que sanciona la escisión
definitiva en la consulta. En mi caso, ya no espero nada de la institución y me
preocupo de abordar mis problemas desde mi autonomía personal. La consulta es
un encuentro con un extraño cargado de certezas pero completamente ajeno a la
vida. Solo tengo que vigilar firme y cuidadosamente de que sus decisiones no me
hagan daño. Como su única preocupación es la cifra de hemoglobina glicosilada,
y como el estándar de esta, fijado por las sociedades científicas y los
laboratorios en una concertación perfecta, es muy menguado, puede favorecer un
equilibrio a la baja que tiene como consecuencia la cadena de hipoglucemias,
que cristaliza en un círculo fatal, por cuanto cada bajada brusca se compensa
con una subida de igual magnitud. La desestabilización resulta inevitable.
En el
comienzo de mi largo viaje diabético, me programaron, en el castillo-hospital,
un tratamiento que alterna dos tipos de insulinas, una rápida y otra mixta.
Pronto aprendí los efectos letales que tiene la insulina rápida, así como la
gran variabilidad de mis estados personales. Tras dos años de hipoglucemias
terribles, se asentó la convicción de que las dosis eran una decisión exclusiva
mía, para preservarme de los efectos demoledores de las subidas y bajadas.
También de que la estabilidad era una excepción, y que las turbulencias
resultaban inevitables. Delegar en un experto externo que me supervisa cada
varios meses, que se encuentra determinado por la ilusión de la estabilidad
asociada a la renuncia de la vida, y para el que solo son visibles los
promedios, es una decisión fatal. Todo depende de mi competencia como decisor.
El paso del tiempo confirma la necesidad inapelable de ejercer la autonomía
personal.
La primera
insulina rápida que me recetaron fue el Actrapid. Esta me la inyectaba en los
primeros años con agujas convencionales. Estas tenían una ventaja fundamental:
la precisión de la cantidad que me inyectaba. No había duda alguna. La
exactitud de la dosis aparecía ante mis ojos en el interior de la jeringa. Años
después aparecieron las plumas y los relojes. Estos tenían muchas ventajas como
su transportabilidad, mejor protección a las temperaturas y comodidad. Con el
tiempo adopté el comportamiento de pincharme en público, en los restaurantes,
en la calle o incluso en la facultad. En la clase de Sociología de la Salud, me
he pinchado el atril en distintas ocasiones. La intención era erosionar el
estigma diabético construido por el complejo médico-industrial y asentado en
las mentes. Pincharse en público era romper la vergüenza de vivir dependiente
de ese líquido prodigioso. En el tiempo del Actrapid con agujas grandes,
pincharme en público resultaba explosivo. En una cafetería de Santander tuve un
incidente violento, en tanto que el camarero y varias personas imaginaban que
el líquido no era precisamente terapéutico.
Uno de mis
héroes en esos primeros años era Julio César Strassera, el fiscal en el juicio
de la sanguinaria Junta Militar Argentina. Durante el juicio pedía recesos para
inyectarse insulina. Así mostraba la compatibilidad de una vida activa con la
diabetes y el líquido mágico/fatal con que es tratada. Strassera ejemplificaba
el modelo de autogestión personal y la réplica al estigma diabético constituido
por el poderoso aparato industrial y asistencial. Los límites impuestos por la
cronicidad eran forzados por estas personas para mostrar la falsedad en que se
fundaba este. Murió a los ochenta y cinco años. En mis clases en la EASP me
presentaba como diabético orgulloso. Así podía experimentar la consistencia del
estigma y la idea dominante de inhabilitación del paciente crónico, considerado
en las vísperas de un desenlace crítico que acelerase su encierro.
Pues bien,
con el paso de los años he descubierto y confirmado que las plumas y los
relojes fallan, es decir, que su precisión es baja. Para dosis pequeñas, cuando
me inyecto cuatro o seis, pueden errar en dos unidades, incluso en tres. Pero
cuando estas se bloquean y no salen, no existe la forma de constatarlo, y se
acumulan en la siguiente dosis. Se puede comprobar empíricamente esta
afirmación. Muchas veces aparece impúdicamente, cuando sacas la aguja y siguen
saliendo gotas. Los efectos de estas imprecisiones son importantes para tu
estado general. Se puede afirmar que no controlas bien lo que te inyectas. En
las agujas de 5 o 6 mm esta inexactitud se acrecienta. Esta sospecha,
convertida en certeza, la he comunicado en muchas ocasiones a los sucesivos gobernadores
de la hemoglobina glicosilada con los que me encontrado en la consulta. Nunca
he sido escuchado, en tanto que mi voz se opone a la de los superpoderosos
laboratorios.
Este dislate
me ha ayudado a comprender la naturaleza de las consultas de enfermos crónicos.
Estas representan la proyección de culpabilidad y no veracidad a los pacientes.
La consulta es una instancia que tiene como finalidad principal el sometimiento
del enfermo. Este es esculpido en el silencio y el acatamiento de las prescripciones
del profesional. Este actúa como un emperador sobre el cuerpo enfermo, sobre el
que pontifica y decide bajo la presunción de sospecha del paciente. El médico
procede como el delegado del (pen)último congreso profesional o representante
de los preceptos emanados de los laboratorios.
Mi soledad e
impotencia derivada de mi convicción de la imperfección de las plumas y los
relojes, me ha llevado a reflexionar sobre el pueblo diabético. Este es un
colectivo sometido y formateado en la cadena de consultas de revisión, así como
en los acontecimientos críticos derivados de la enfermedad, en los que rota por
otros servicios confirmando su estigma. ¿Cómo es posible que nadie haya
apercibido la inexactitud de las plumas? La ineficacia del aparato asistencial
para controlar la enfermedad se contrapone con la eficacia en la domesticación
de los enfermos, que renuncian a identificar sus propias experiencias
corporales. La condición de diabético implica la asunción de un sentimiento de
vergüenza y autoculpabilización. La imprecisión de las plumas introduce una
dosis de incertidumbre cotidiana en el paciente.
Desde hace
años pregunto en las farmacias acerca del Actrapid en el antiguo formato,
obteniendo una respuesta negativa y confirmando una imagen de friki con pretensión
de retornar al pasado atrasado. Para
el farmacéutico soy un cuerpo sobre el que se abaten sólidos y líquidos que
entran en el mismo por distintos canales. Pero este verano se ha producido un
acontecimiento fundamental. En una farmacia han aceptado suministrarme el
Actrapid en el antiguo formato, que sigue fabricándose. No os podéis imaginar
mi alegría inmensa, pues ahora soy el administrador verdadero y certero de las
cantidades de insulina que me inyecto.
El reverso
de esta decisión es que se acentúa mi autonomía radical como paciente y mi estigma.
En las mentes de los médicos está instalada la idea del progreso terapéutico,
labrada por los laboratorios y sus visitadores, que son escuchados como
portadores de las retóricas científicas y de soluciones terapéuticas mágicas.
Así, en este mundo nadie sospecha de que las plumas, relojes y artilugios
similares son inexactas. En este contexto mi conducta es calificada del peor
pecado imaginable, ser retro. El mercado farmacéutico, como todos los mercados
en este tiempo, se funda en la incesante renovación de los productos, condición
que actúa a favor del mito del valor de lo nuevo. Este descubrimiento
prodigioso me restituye como piloto de mi tratamiento, pero también como sujeto
de comportamiento desviado, concepto enunciado por la sociología
hiperconservadora de mediados de del siglo pasado, pero también de todos los
siglos siguientes.
En esta
situación, tras los primeros veinticinco años, queda pendiente la tarea ingente
de encontrar un médico que pueda comprenderme en mi especificidad personal, que
se manifiesta en la singularidad de mis condiciones de vida en contraposición
con la homogeneidad de la patología. Según pasa el tiempo, este problema
alcanza un rango equivalente al de la posibilidad de que me toque la lotería
primitiva. El sistema sanitario en todas las partes ha empeorado
manifiestamente. Recuerdo los años ochenta, en los que aparecía cierto
horizonte abierto que facilitaba la erosión de los dogmas. Ahora predomina un
ambiente sórdido de defensa de las posiciones de cada cual. La sobrecarga y las
amenazas configuran un dispositivo asistencial a la defensiva y poco propenso a
ensayar nada nuevo. En este contexto se incrementan los estigmas contra los
diabéticos, entendidos como una carga inaceptable para tan saturado, castigado
y aplaudido sistema.
Mi renuncia
de facto a la asistencia convencional a mi cuerpo diabético la compenso
mediante la proliferación de imaginaciones y ensoñaciones acerca de quién podría
haber sido mi médico. He conocido miles de profesionales en mi actividad como
sociólogo. Pero en algún caso, cuando lo he visitado como paciente o
acompañante, he confirmado la escisión entre la burbuja médico-académica y la
realidad asistencial. Algunos de los que he tratado me parecen adecuados. Hace
años tuve la oportunidad de conversar con Miguel Melguizo, que me explicó que
trataría específicamente a un paciente de mis características. Pero soy
consciente de que la masificación asistencial y la taylorización de la
medicina, trazan límites estrictos a la asistencia. Me encuentro ubicado en la
cuerda de crónicos, que es el último eslabón de lo que se denomina calidad
asistencial. En muchas ocasiones me he sentido desamparado ante la
taylorización/MBE. He constatado la ausencia de categorizaciones en lo que se
refiere a la vida.
Una de las
profesionales que conozco que me inspira más confianza es Mercedes Pérez
Fernández. A pesar de que posee una amplia experiencia, así como una formación
médica acreditada, la intuyo como una persona abierta a sus propias
experiencias y dotada con la capacidad de cambiar y metabolizar lentamente las
transformaciones. Imagino una relación larga de consultas en las que el
taylorismo médico se va aliviando, en tanto se abre paso una relación en la que
se va asentando la especificidad del paciente y sus condiciones. En esta
relación ella puede ir encontrando su sitio. Así se puede ir construyendo una
cogestión efectiva que se renueva, de modo que el aprendizaje mutuo es
incorporado por ambas partes. En una relación así, la hemoglobina glicosilada
es gradualmente desplazada a su sitio, siendo suplantada por la conversación
que estimule los comportamientos más saludables, pero siempre unidos a las
gratificaciones que ofrece la vida. Explorar conjuntamente este campo es una
tarea que requiere la conjunción de las inteligencias, justamente lo contrario
que en el caso de la operatoria de la taylorización/MBE.
Pero esta es
una fantasía con pocas posibilidades de prosperar. La verdad es que mi
situación es la de un matrimonio indisoluble con la ilustre dama insulina y el
nicho vacío de la institución medicina, profundamente penalizada en este
tiempo. En el sistema de significación vigente, mi cuerpo es considerado como
materia patológica con pronóstico de empeorar. Eso quiere decir que me
encuentro en la frontera de ser tratado por los especialistas “con soluciones”,
o cruzarla para ser carne de geriatras y otras especialidades que preparan los
cuerpos para su mantenimiento en condiciones de encierro en residencias. En la
sala de espera de ser un paciente pluripatológico consumado. Desde esta
posición se tiene una visión muy clara del sistema asistencial y social que ha
cristalizado en este tiempo.
Pero, en
tanto que conserve mis fuerzas y mi autonomía, viviré todo lo que sea posible
con determinación. Esto implica no aceptar los veredictos y los juicios de
valor del sistema médico taylorizado y revertir los diagnósticos
inhabilitantes. La vida ofrece múltiples gratificaciones en mayúsculas y
minúsculas para todas las situaciones. Es menester no dejarse aplastar por la
máquina totalitaria de hacer diagnósticos-sentencia y tratamientos
invalidantes. Romper la etiqueta de la cronicidad viviendo cada día es
esencial. Replicar estas definiciones manteniendo la autoestima. Esta mañana
abre un día magnífico para mí. Llevaré mi cuerpo al mar y experimentaré varias
gratificaciones estupendas. Así me libero de la carga punitiva del diagnóstico,
que es una sentencia con respecto a las capacidades del paciente. Vivimos bajo
su sombra, pero vivimos a pesar de todo. Como Strassera y tantos otros.
2 comentarios:
Mucha gracias Juan por tus reflexiones y vivencias. Con tu permiso, serán compartidas con los estudiantes de Medicina
Gracias a ti Rosa, no podía tener mejor función este texto que ser leido por algún estudiante de medicina
Publicar un comentario