Como ocurre con las tendencias
“angélicas” de la cibercultura y la teleinformática, con sus propuestas de
inmortalidad de la mente mediante la inteligencia artificial y de superación
del espacio físico a través de la virtualización de los cuerpos en las redes de
datos, el impulso fáustico que guía la tecnociencia contemporánea presenta,
también en este ámbito, cierta aversión a la materia orgánica, analizando
ansias trascendentalistas y reminiscencias agnósticas
Un abuso semejante del poder
explicativo de las metáforas impregna las nuevas neurociencias y su paradigma
de “sujeto cerebral”, que intenta explicar fenómenos complejos aludiendo
exclusivamente a la información que fluye por los circuitos cerebrales y activa
las pantallas de resonancia magnética.
También en estos casos, la extrapolación de ciertas metáforas parece
indicar un resentimiento por el cuerpo orgánico. Al fin y al cabo, este se
ofrece en raro sacrificio en las camillas de los laboratorios para que su
“esencia informática” sea descifrada y eventualmente alterada, con la esperanza
de que se corrijan todos sus “defectos” demasiado orgánicos.
Los proyectos como los de la
inteligencia artificial y las biotecnologías revelan sus frágiles cimientos
metafísicos, que cercenan la vida al separarla del cuerpo orgánico, en su
trágica búsqueda de una “esencia” etérea y eterna.
[…] Sería imposible pensar sin
cuerpo, porque el sufrimiento (¿todavía?) es una experiencia inextricablemente
vinculada al cuerpo orgánico […] Este argumento de Deleuze y Guattari coincide
con la posición de Francisco Varela: el cerebro existe en el cuerpo y el cuerpo
existe en el mundo.
Paula Sibilia
La
asistencia sanitaria está experimentando intensamente la influencia de las
teologías asociadas a las revoluciones científicas y tecnológicas en curso. En
estas palabras de Paula Sibila se sintetiza la vocación de inmaterialidad de
estos saberes, que trasmiten a la asistencia sanitaria un nivel de
desmaterialización que no deja de crecer. El cuerpo tiende a ser desplazado en
la consulta al ser reconvertido en un conjunto de datos e imágenes que se
integran en la historia clínica. La decadencia del cuerpo se corresponde con la
reconversión de las manos de los operadores de ese sistema de datos infinito
que es el sistema sanitario. En la vieja asistencia lo táctil representaba un
cierto papel, de modo que las manos eran instrumentos para explorar cuerpos,
identificar problemas o realizar curas. Ahora esas actividades tienden a ser
reducidas a mínimos inquietantes, siendo desplazadas por la tarea de la
producción y gestión de los datos. Las manos devienen en órganos en los que los
dedos se encuentran movilizados para introducir la información en las prodigiosas
máquinas informáticas en una apoteosis sin límite.
Este proceso
de devaluación de lo táctil corporal ha sido sancionado por la pandemia. Los operadores
de la atención primaria aceptan el supuesto de que la consulta puede ejecutarse
mediante teléfono o formas asociadas a la telemedicina que excluyen totalmente
cualquier contacto físico en ausencia de los cuerpos. He visto muchas cosas en
los últimos tiempos que refuerzan esta percepción. La que más me ha
impresionado es la de una conversación telefónica entre un amigo y su médico
del centro de salud. Este estaba afectado por un problema en la rodilla que le
causaba ciertos dolores y molestias y reducía su movilidad. Ante mi asombro, el
médico, tras una conversación-cuestionario, le recomendó una medicación. En
este caso, parece que la exploración física de su cuerpo impuro era
imprescindible.
Pienso que
la decadencia final de la atención primaria se encuentra relacionada con esta
cuestión de desmaterialización. Con las excepciones de rigor, el trabajo médico
se ha venido reduciendo a la administración del conjunto de datos que reflejan
sus problemas y soluciones. Una gran parte de los profesionales actúan como
agentes de un sistema de datos. Así no es de extrañar el cierre de los centros adoptando
relaciones inmateriales propias de la telemedicina. La fascinación por las
pantallas y los sistemas de datos empobrecen la relación médico-paciente, en la
que no solo lo táctil queda rigurosamente excluido, sino que también la
relación visual se encuentra deteriorada. El mismo espacio de encuentro, la
sala de consulta, otorga una preeminencia al emperador de esta extraña
relación: el ordenador, que con su majestuosa ubicación denota el sentido
último del encuentro entre el teleoperador y el paciente, que va a ser
reconvertido en datos. Me he sentido mal en numerosas ocasiones por este
desatino. Carmen, mi compañera, describió algunas consultas diciendo que “no
parecía una consulta de un médico”, en la que la camilla de exploración había
desaparecido.
Aunque sé
que a muchos profesionales va a incomodar y disgustar esta afirmación, la
longitudinalidad tiende a ser desmaterializada, expresada en la historia clínica
y la creciente distancia con el cuerpo, al cual sustituye manifiestamente. El
mismo proceso ocurre con las enfermeras. Estas tienden a atribuir mayor
importancia a tareas inmateriales que prescinden de los cuerpos. Como soy un perro viejo en este campo, conozco los
mecanismos que han configurado esta cultura de sustitución incremental del
cuerpo por la historia. Estos se encuentran determinados por los planes de
estudio, en los que las técnicas de exploración corporal quedan etiquetadas
como “lo antiguo”, frente a la grandeur de los nuevos saberes inmateriales.
Un par de
años antes de jubilarme tuve un accidente. Al bajar de un taxi, cuando tenía un
pie en la acera pero el otro en el interior del coche, el conductor aceleró, de
tal modo que me arrastró varios metros. Me produjo varias heridas, una de ellas
de cierta importancia, una quemadura en la parte baja de la pierna, que ha
dejado su huella permanente en esta. Dada mi relación de amistad con varias
enfermeras veteranas del hospital, estas hicieron que me viera un cirujano
plástico de prestigio. Este me examinó y me trató como una quemadura. El
tratamiento incluía una serie de curas de las heridas. Mediante este proceso
pude comprobar personalmente lo que entiendo como estado de catástrofe de la asistencia
sanitaria en curso. Tanto el médico del centro de salud como el endocrino se
desentendieron totalmente. Ninguno quiso siquiera ver las heridas. Estas
correspondían a otra casilla de mi historia, formada por un núcleo común sobre
el que distintos especialistas añaden informes sobre sucesivos problemas
parciales.
En mi
devenir por el sistema, acudía a las
consultas murmurando irónicamente “Sí, sí: integral, integrada y continuada”.
Pero lo peor fue comprobar el contraste entre curas minuciosas y profesionales,
realizadas por enfermeras veteranas, y curas cutres y descuidadas, realizadas
por enfermeras jóvenes de las cosechas universitarias de las últimas
generaciones. Tuve experiencias increíbles en estas curas. El menosprecio a la
cura manual se hacía patente par tan cualificado personal nucleado en torno a
expectativas hipernobles, que se corresponden con su carácter inmaterial.
También descubrí la naturaleza oculta del centro de salud, en el que rotan los
horarios y los turnos de forma que parece imposible que alguien haga dos curas
sucesivas. De este modo, -aunque no soy profesional, no se me escapa- nadie
puede ver algo tan sencillo como la evolución de la herida.
En otra
ocasión, tuve una vivencia semejante. Me habían hecho dos implantes en una
clínica odontológica. Al caer la tarde empecé a sangrar y ésta ya estaba
cerrada. El sangrado continuó, de modo que a las dos de la mañana me encontraba
alarmado. Decidí acudir a las Urgencias Extrahospitalarias, en un ambulatorio
cercano. Al llegar percibí que aquello estaba organizado con la intención de
disuadir al paciente de la imposibilidad de la asistencia. Tras insistir al
administrativo y dada la espectacularidad de la sangre, apareció una enfermera
que me recibió de unas formas semejantes a las de un prisionero de guerra. Me
conminó a que me tapase enérgicamente la encía con un algodón, al tiempo que en
un tono poco amistoso me dijo que este no era motivo de urgencia.
Llegué a
casa y seguía sangrando. A las ocho fui al centro de salud, en donde me dijeron
que mi enfermero tenía la consulta por la tarde. Tras insistir, me vio una
enfermera que me preguntó dónde me había hecho el implante. Cuando le dije que
en una clínica privada me regañó y me dijo que lo solucionara allí. Tuve que
tomar la decisión de acudir a las urgencias del hospital clínico. Allí tardé
media hora en ser atendido por un médico que me cerró la herida y detuvo el
sangrado en un minuto. Además me trató cordialmente. No quiero decir lo que
mascullé en las siguientes horas por no herir sensibilidades.
Al tiempo de
estas experiencias, salía del deteriorado planeta tierra para visitar el cielo
durante varias horas en sucesivas ocasiones. Me refiero a las aulas de la EASP
donde impartía docencia. Allí, el distanciamiento con la realidad adquiría
proporciones escatológicas. Los alumnos visitantes, profesionales sanitarios,
eran seducidos y adoctrinados por los discursos empresariales de la excelencia
y de la calidad total. Nuestro encuentro era tormentoso, pero pronto
aprendieron a metabolizar mi visión de la realidad. Se trataba de lo que ellos
denominaban como un provocador. Mi intervención adquiría la naturaleza de una
extravagante y elegante excepción. La mejor forma de lidiar con una figura así
es callar y dejar que se agote. Mis clases tenían componentes de catarsis
controladas por la institución.
El próximo
año voy a cumplir mis bodas de plata con la diabetes regulada por la insulina.
En los primeros años, en los que tenía una actividad muy intensa como profe de
sociología de la salud, insistía a los profesionales sanitarios sobre el hecho
de que nunca me habían examinado ni visual ni táctilmente los pies. La única
relación con mi cuerpo diabético de este extraño sistema fue –y es-
fotografiarme y enviar muestras de este al laboratorio. A fecha de hoy nadie me
ha explorado los pies, razón por la que soy parte del próspero mercado de la
podología. El cuerpo despiezado en este sistema de atención. Cada parte, con su
especialista correspondiente. La negación fáctica de la figura de un médico o
enfermera de cabecera, devenidos en operadores de un sistema de informático de
gestión de datos, en el que lo importante es asignar cada problema a su casilla
correspondiente.
Soy
consciente de las enormes dificultades con que se encuentra lo táctil en una
sociedad de estas características y en una asistencia masificada. El modelo de
consumidor soberano hace estragos en el campo sanitario. Pero la progresiva
destitución de lo táctil y el distanciamiento de los cuerpos, incide en una
asistencia mutilada. Un centro de salud no es otra cosa que un tránsito perenne
de cuerpos que rotan por sus salas en busca de soluciones, tanto a problemas
percibidos, como a problemas objetivados por los operadores. En este lugar, el
cuerpo no puede ser relegado tajantemente a favor de un extraño Photoshop
radiológico e informático. Las manos son herramientas imprescindibles en las
profesiones sanitarias y no pueden ser desplazadas a las especialidades que las
hacen imprescindibles, como la podología.
Sueño con
una inspección a médicos y enfermeras para conocer sus manos. Imagino el
asombro de descubrir el vigor y desarrollo formidable de sus dedos curtidos en
la práctica diaria de meter información en las máquinas de datos mediante el tecleo. Por el
contrario, el bloqueo de la palma de sus manos derivado de la inacción de
palpar y percibir señales en un cuerpo. Así que los masajes han experimentado
un salto formidable, constituyendo un mercado vigoroso. El hambre de piel que
se contrapone a la atención sanitaria incrementalmente desmaterializada y
concentrada en la mística de los juegos de datos e imágenes. Lo mejor de los
últimos días de Carmen en el hospital fue la iniciativa de una enfermera que se
ofreció a darla un masaje. Lo repitió varios días y el resultado fue asombroso.
Las manos prodigiosas más allá de los dedos.
He llegado a este artículo tuyo llevada por alguna de las mareas de internet. Coincido plena y dolorosamente con lo que escribes y describes. Hace algo más de diez años me despidieron de mi empresa y di un giro a mi vida laboral, convirtiéndome en masajista. Ahora trabajo con un toque todavía más leve, pero profundo e implicado, a través de una técnica que he estudiado durante casi tres años. Pensé en hacerme enfermera o auxiliar, pero no me vi capaz de lidiar con todo lo que describes. Bastante tuve que aguantar en la agencia de publicidad médica en la que trabajé como diseñadora gráfica. Trabajo tocando con gentileza, respeto, neutralidad y aceptación con personas que necesitan este tipo de tratamiento. Pertenezco a una de esas ramas que algunos desdeñan con el nombre de "terapias alternativas". Siempre deseo colaborar con la medicina oficial. Me gustaría que entendieran que los terapeutas honestos sólo queremos aliviar el sufrimiento en el mundo y colaborar en la sanación. No se trata de dinero, se trata de compasión y honestidad. Y actualmente, dentro de nuestras posibilidades, tratamos de compensar lo que en el entorno sanitario ya no se ofrece. Hablo al menos por mí. Mucha gente hace años que no ha sido tocada. Un masajista honesto puede hacer mucho bien. Me agrede mucho la actual situación de la Sanidad: no somos cuerpos escindidos, somos unidades que aman y sufren con todo su ser. Gracias por colaborar, gracias por escribirlo. Cordialmente, Montse Montano.
ResponderEliminarGracias a ti Montse por tus esclarecedoras y sentidas palabras.
ResponderEliminarA través del Facebook de Juan Javier Gérvas Camacho he llegado aquí. Como decía la canción, son "Malos tiempos para la lírica" y son malos tiempos para el buen hacer en la medicina. Me resulta triste comprobar como se pasa consulta frente a un cristal que muestra una imagen de una persona que le habla a otro cristal que representa a otra persona en la cual de "debe" confiar. Cristales que evitan mirar a los ojos que tienes enfrente, que impiden percibir las pequeñas sutilezas humanas y que no dejan intuir las señales de una enfermedad. Esos cristales que, como los de una ventana, posibilitan ver sin mirar y sin sentir, porque la vista no siente, son las herramientas del futuro, un futuro en el que "tocar" no entra. Se reduce el contacto humano a la mínima expresión, todo lo que va más allá de un encuentro a través de una pantalla se está aniquilando (no vamos a entrar en el porqué, ya que daría para un libro). Las relaciones personales se producen en la distancia, cada vez nos tocamos menos, nos sentimos menos, nos miramos menos, nos conocemos y reconocemos menos.
ResponderEliminarLos profesionales de la medicina deben usar todas las herramientas a su alcance para conseguir el objetivo de cualquier buen médic@, pero dejar atrás lo que había,que no era perfecto pero no era inútil, intentando enterrar todo lo anterior a las nuevas tecnologías, nos lleva a quitarle a una mesa de tres patas una para poner otra, la mesa va a seguir coja. No hay que denostar lo "de siempre" por lo nuevo, hay que complementar y combinar, sino nos perderemos en un mundo de cristales llenos de información pero sin vida. Por suerte todavía hay personas que aman la medicina y cuya vocación les impide alejarse de la parte humana de esta profesión.
Gracias por tus palabras y opiniones. Un placer leerte.