Uno de los
acontecimientos más relevantes en la configuración del presente es la fusión en
la tríada prodigiosa del capitalismo, el fútbol y la televisión. Esta comunión
sinérgica reconvierte lo social, en tanto que genera una multitud
extraordinaria que se extiende por todo el espacio social, actuando de
contrapunto a la rigurosa individuación que patrocinan las instituciones
centrales. La multitud futbolística hace
gala de una extensión y una plenitud inmensa, convirtiéndose en un factor
transversal de una potencialidad inusitada. El espacio sagrado del fin de
semana es absorbido por el fútbol, que genera unas emociones compartidas que se
reeditan incesantemente.
La pareja
del siglo, el fútbol y la televisión -ahora con la galaxia internet
incorporada- representa una socialidad tan vigorosa que no necesita de
aprendizaje formalizado por los contingentes de neófitos que se incorporan a
sus emociones industrialmente inducidas. Como todas las grandes cuestiones de
la vida y la sociedad, que se configuran como pasiones, se producen en el
exterior del sistema educativo. Su vigor es de tal naturaleza, que se introduce
y disemina por todos los rincones de lo
social sin necesidad de aval de la autoridad instituida. La multitud
futbolística termina por reconstituirse como público universal, que trasciende
la segmentación y que sustenta el ecosistema audiovisual. En este sentido, el
pueblo futbolístico se manifiesta como una masa religiosa en el que las
divinidades y sus antojos siempre se encuentran presentes.
La
consecuencia de esta universalización del fútbol hipertelevisado es la
comparecencia inevitable del dinero. El mercado, institución central de la
época, termina por explotar intensamente este sustancioso fenómeno en el que el
azar adquiere una trascendencia inusitada.
En los últimos cuatro años, el negocio del juego se ha instalado definitivamente
sobre este suelo mágico y las empresas de apuestas ya financian casi en su
integridad los programas de radio y televisión, los portales de internet, los
canales de youtube y las retrasmisiones deportivas. Este próspero mercado
carece de alfabetización discursiva. Se funda en el matrimonio entre el juego y
el dios azar. Como las quimeras de todos los metales preciosos imaginables, los
operadores de este mercado explotan las impulsivas pasiones de sus súbditos.
Así, el hincha-espectador se ha reconfigurado como apostante avezado,
acumulando sobre las emociones deportivas las derivadas de su suerte como
jugador.
La multitud
mediática-futbolística se constituye
como una subsociedad específica que reinventa las idolatrías comerciales. Las
sociedades de consumo de masas generan un extravagante fenómeno, como es el de
generar y asentar un sistema particular de culto a la personalidad. Así, los
rostros y los cuerpos de los héroes del mercado comparecen en todas las
pantallas generando identificaciones explosivas y sentimientos de adhesión
total. Los medios tienen la función de producir y asentar estas idolatrías
contemporáneas que se despliegan
mediante la reposición de los ídolos. Estos circulan en ciclos de corta
duración, en los que se remplazan unos a otros, transfiriéndose la energía
social que los sustenta. Este sistema tan vigoroso de culto a la personalidad a
divinidades múltiples y efímeras es radicalmente incompatible con dos ideas
centrales. Estas son la democracia y la educación.
Las
idolatrías y los diferentes cultos a la personalidad que las sustentan, se
instalan en los medios audiovisuales creando programas y públicos
extremadamente amplios. Los géneros del corazón transfieren sus códigos y modos
de operar a los de deportes, que consiguen audiencias macroscópicas. La
información deportiva se remodela mediante la creación y recreación de
idolatrías, que se sustentan en un público deseoso de comunicar con sus dioses
de quita y pon. El sólido argumento de Ignacio Castro Rey, que interpreta las
idolatrías de las sociedades de consumo de masas como resultantes del
vaciamiento existencial por una homogeneización desmesurada, remite al
vaciamiento de la existencia, que tiene como consecuencia la adhesión
incondicional a los nuevos héroes públicos convertidos en divinidades. Castro
lo define como una pérdida del carácter que configura un sujeto en el que lo
vivido se constriñe.
Las palabras
de Guy Débord sintetizan muy certeramente este sistema de cultos a las
divinidades mediáticas. Dice que “El espectáculo no es un conjunto de imágenes
sino una relación social entre las personas mediatizadas por las imágenes”. Esta
relación social se instala en la vida cotidiana, decora el fin de semana, se
afinca en la madrugada como audiencia de radio y televisión múltiple; se
disemina por internet de múltiples formas y domina inapelablemente las redes
sociales. Estas relaciones sociales no dejan de crecer y detentan de modo
incuestionable la hegemonía en las nuevas generaciones. La infancia y la
adolescencia devienen en tiempo de pasión futbolística.
El proceso
de fabricación de idolatrías futbolísticas se asienta sobre el tratamiento de
la emoción. Los operadores mediáticos trafican con las imágenes de los goles
providenciales, las jugadas sublimes, las situaciones en las que las reglas son
cuestionadas, las señales del éxito y del fracaso emitidas por los gladiadores
o la apología de las rivalidades. La evolución de los formatos mediáticos es
inquietante. La aparición de Pedrerol y su Chiringuito significa un punto de
inflexión. El sentido de este programa es escenificar los sentimientos de
rivalidad y confrontar las pasiones deportivas. La conversación o la
justificación razonada de los posicionamientos, es eliminada en favor de un
fanatismo asentado en la parcialidad. La teatralización de los sentimientos deportivos genera un modelo
de relación que es exportado a todos los ámbitos de lo social.
El arquetipo
Roncero ilustra la decadencia del periodismo y exalta la competición como una
guerra eventualmente incruenta. La dependencia, la abolición de la distancia
imprescindible de la mirada, la incondicionalidad, todos ellos son los
ingredientes de un fanatismo corrosivo que termina por trascender al propio
fútbol. Soy un convicto y confeso seguidor del Barça. Siempre he tenido una
conversación irónica, sutil y amable con los múltiples merengones con los que
me he topado. En los últimos años se ha endurecido este ambiente cordial y
comparecen tensiones industrialmente facturadas en la chiringuitación. Pero
sobre todo, los niños viven su afiliación futbolística con un fanatismo que
amenaza cualquier concordia con los rivales. El florentinismo/pedrerolismo se
abre paso en la audiencia y deviene en una forma de relación hegemónica.
En este
contexto cabe entender el acontecimiento de la marcha de Messi al PSG. Este evento ilustra acerca de la inversión
mediática de la realidad pronosticada por Debord. Messi es, sin ninguna duda,
el mejor jugador de fútbol de todos los tiempos. El criterio que respalda esta
valoración remite a la importancia decisiva de las jugadas. Este es un inventor
permanente, que reactualiza su producción, de jugadas, regates, pases, tiros y
goles inverosímiles. Un espectador siempre puede esperar de su presencia una
invención genial de una nueva jugada. La fantasía siempre se encuentra asociada
a su participación. Esta es la razón por la que ha cristalizado su idolatría,
que en fútbol siempre lleva asociada la descalificación de sus rivales. Para
compensarlo, estos han erigido una idolatría rival, la de Ronaldo. Esta
confrontación ha infantilizado en grado supremo a los públicos futbolísticos chiringuitizados.
Messi ha
protagonizado, acompañado de una generación única criada en la Masía, un ciclo
futbolístico esplendoroso, en el que su aportación ha sido mágica. Este hecho
es incuestionable. Pero, simultáneamente, ha socavado y destruido económicamente
al club. Todos los años pasaba la factura de sus éxitos prodigiosos para
incrementar sustancialmente su contrato, ilustrando así el concepto de
progresión geométrica. En un club, que es una forma particular de empresa, la
escalada salarial de un ídolo termina por repercutir al alza de todos los
salarios. Así, Messi ha creado junto con sus proezas futbolísticas un término
letal que alcanza el estatuto de una patología fatal: la masa salarial. El club
incrementa año a año exponencialmente los gastos, socavando su viabilidad, en
tanto que la escalada de los ingresos análoga es imposible.
Aún más.
Messi, el genial inventor y ejecutor de jugadas fascinantes, la persona
hermética en el terreno de juego que parece desconectada para reaparecer
magnánimamente, es un verdadero depredador del equipo. Ha eliminado
sucesivamente a sus posibles competidores (Bojan, Eto´o, Ibra, Villa y otros
infortunados), así como ha asumido un liderazgo devastador tras el final de las
estrellas que le acompañaban (Pujol, Alves, Iniesta, Xavi y otros). En los
últimos años su sombra se extendía a todo el juego del equipo, que se
encontraba bloqueado en espera de su actuación providencial. Su liderazgo
tóxico terminó inevitablemente en la configuración de una camarilla de amigos (Suárez,
Alba, Piqué; Busquets, Sergi). Todas las derrotas épicas de los últimos años se
corresponden con los efectos en el grupo de su preponderancia dañina.
El final de
esta historia se encontraba ya escrito inexorablemente. El club arruinado ha
tenido que declinar ante sus exigencias y arrojar la toalla. Asimismo, este ha
recalado en el PSG, una potencia económica que busca la glorificación simbólica
mediante la magia del fútbol y sus constelaciones de estrellas. Solo los
próceres de los emiratos del golfo pueden afrontar una inversión de ese calado.
Messi es una máquina de producir y consumir dinero, y ha terminado alojándose
en su mansión. La depresión que ha generado en el pueblo culé ha sido colosal,
y eso a pesar de que su óbito tiene lugar cuando una nueva generación comparece
acreditando la solvencia de La Masía. Así se muestran los efectos nocivos y
destructivos de las idolatrías futbolísticas.
Más allá del
caso de Messi, el problema radica en la existencia de una fábrica de idolatrías
en el seno de las sociedades del presente. Sus efectos son devastadores, en
tanto que los fundamentalismos futbolísticos modelan a las personas, invadiendo
así todos los ámbitos de la vida y la sociedad. El espectáculo de la
incomunicación política o la fanatización de muchos espacios se encuentran
determinados por estos procesos de producción de fans. Una de las cegueras más
relevantes de las clases ilustradas es su consideración del fútbol como un
factor de orden secundario desplazado a la esfera del entretenimiento.
En los
largos años que he ejercido como profesor en el mundo encapsulado de las aulas
he podido comprobar el vigor de las pasiones futbolísticas y la energía
prodigiosa que generaba. A su lado, la energía suscitada por la educación se
aproximaba cada vez más a cero. Mis últimos treinta años me los he pasado
deliberando interiormente en busca del centro de la sociedad, en la sospecha de
que no eran las instituciones. Así, tratando de ubicar el espacio del fútbol me
he convertido en un atormentado cartógrafo portador de perplejidades. Lo peor
de esta espinosa cuestión es que el pensamiento y las ciencias sociales son
portadores de unos sesgos macroscópicos. Me autoaliviado diciendo que esta era
una sociedad policéntrica, pero se evidencia la falacia de este argumento. La
sociedad del presente es una polifonía de ídolos fabricados industrialmente, y
ninguno de ellos es un científico, filósofo o profesional relevante.
Mi zozobra
se mitiga pensando en el incierto futuro de Messi en la fábrica de dinero
asentada junto al Sena. Allí las estrellas tienden a destruirse mutuamente,
reafirmando la importancia del concepto de equipo. El éxito deviene en una
ficción insostenible en un medio esculpido por el excedente de dinero.
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