DERIVAS DIABÉTICAS
Es muy peligroso vivir. El que vive
acaba muriendo.
Que haya muerto no es prueba
suficiente de que haya vivido.
Stanisław
Jerzy Lec
En estos
días se hace perceptible que la pandemia ha generado una visión descentrada de
los problemas de salud. La Covid ha desplazado destempladamente a otras
enfermedades y causas de muerte hacia una zona de silencio. Aquellos que se
denominan a sí mismos como científicos despliegan un espectáculo
audiovisual formidable fundado en las estadísticas, en las que
desaparecen súbitamente las causas de muerte principales. El planeta
cardiovascular, el cáncer, los accidentes y otras enfermedades fatales declinan
de los discursos salubristas y médicos. Las respuestas a estos problemas son
postergadas por la atención a la enfermedad estrella. Las enfermedades no
infecciosas han sido devaluadas y una gran parte de su atención es desplazada a
la atención telefónica, que evita el encuentro cuerpo a cuerpo. La conmoción de
la Covid en el hit parade de las
enfermedades es sorprendente.
Anteayer me
desperté con una terrible hipoglucemia. Los sudores, la sensación de falta de
fuerza en los brazos; la percepción de algo inquietante, lo que identifico como
una impresión de suspensión del cuerpo; el cerebro acelerado en la evocación de
los manjares prohibidos, al tiempo que manifiesta un tempo lento que ralentiza
las acciones. Vivo solo con mi perra y mi temor a las hipoglucemias nocturnas
es proverbial, manteniéndose constante durante todos los años que soy tratado
con mi salvadora, la ilustre señora insulina. Esta es manifiestamente
traicionera, generando situaciones de riesgo que en muchas ocasiones son
inesperadas.
Las hipoglucemias
son acontecimientos críticos que encierran un peligro letal. En este blog he
relatado distintos episodios acerca de las mismas que se manifiestan de
distintas maneras. Las que se desencadenan en el tiempo de sueño son
especialmente nocivas, en tanto que no tengo ayuda y me despierto muy
debilitado. En estas situaciones se
experimenta una falta de control sobre la situación espeluznante. Soy un
veterano des hipoglucemias, forjado en mil versiones de las mismas, algunas de
las cuales han podido matarme. La peor, que he contado aquí, fue impartiendo
una clase hace muchos años. Me quedé paralizado y no podía hablar. No sé cómo
pude llegar hasta la cafetería para tomar azúcar y salir de ese estado letal.
Estos
estados amenazadores han terminado generando una frontera infranqueable con mis
terapeutas. Ellos me tratan como un caso clínico, imponiendo un tratamiento a
la baja cuyo objetivo es alcanzar una cifra estandarizada aceptable de
hemoglobina glicosilada. Las propuestas médicas acerca de los estándares son
poco realistas y muy exigentes, generando una vida tan limitada que es casi
imposible de cumplir. Pero lo más pernicioso radica en que mantenerse en estos
estándares implica ubicarse en una frontera muy peligrosa, en la que cualquier
desequilibrio conduce a hipoglucemias letales.
Todos los médicos con los que me he encontrado, y también las
enfermeras, proponen como objetivo estar por debajo de 7.
Alcanzar ese
promedio implica una no vida tan rigorista, que me genera dudas acerca de su
sentido. De ahí la pertinencia de las frases de Jerzy Lec que abren este texto.
Vivir una vida diabética implica adquirir la competencia para compatibilizar
unos resultados aceptables con una vida que tenga gratificaciones que la hagan
digna de ser vivida. Este dilema solo se puede alcanzar en la más estricta
soledad, en tanto que la experiencia de paciente confirma y reafirma que los
médicos y las enfermeras son totalmente ajenos a la vida. El encuentro con
ellos remite al control de la enfermedad y a sus efectos. Durante algún tiempo
albergué la vana ilusión de que el personal de atención primaria trabajase con
otros cánones, pero mi experiencia ha validado que se trata de la misma
factoría de diagnósticos y tratamientos que el hospital. Se trata de una
extraña burocracia profesional que se impone sobre la persona en nombre de la
enfermedad.
Soy un
experimentado paciente de ese fértil rebaño que comparte la etiqueta de la
cronicidad. Durante años he entendido que mi asistencia se fundaba en el hecho
de abrir una conversación con mi asistente. Pero mi experiencia me ha mostrado
inequívocamente que hablamos lenguas distintas y de que es imposible una
conversación en la que esté presente mi vida diaria. Esta es reducida brutalmente
a un puñado de tópicos y pautas rigurosamente despersonalizadas. Mi decepción
ha alcanzado niveles extremos. He aprendido a vivir la enfermedad en una
soledad estruendosa. Mis interlocutores nunca han conversado conmigo, sino que
soy considerado como un cuerpo portador de esta misteriosa señora diabetes, que
reclama la atención de tan insignes científicos e investigadores, así como del
colosal aparato industrial para su tratamiento, así como todos los mercados
subsidiarios de atención.
La relación asistencial,
que implica la consideración simplista y reduccionista de la vida diaria
desplazada por los avatares clínicos, implica una descalificación del paciente de
un rango cosmológico. En mi tránsito por el sistema durante tantos años, he
constatado el alcance de esta descapacitación. El paciente crónico está
integralmente desacreditado y su palabra y experiencia es devaluada. Además, la
masificación asistencial implica que los médicos y las enfermeras sean gente
demasiado ocupada para entrar en una situación singular, que es la que vive
cada paciente. Esta es la gran verdad de la época. Un profesional que ejerce en
una consulta que visitan cincuenta o sesenta personas resuelve directiva y
terminantemente cada relación, en la que pesan inexorablemente los estereotipos.
La relación
asistencial en esta situación termina siendo una interacción dominada por el
sometimiento del paciente. Mis sucesivos y múltiples terapeutas han actuado
según el precepto Juancarlista de “Porqué no te callas”. Es lo que te piden,
que te rindas, que calles y que respondas a las preguntas y las sugerencias del
profesional. Tu vida compleja que encierra múltiples dilemas es enterrada
gradualmente por los estándares de lo que se entiende como comportamiento
saludable o estilo de vida saludable, que es administrado en un menú único, sin
opción alguna a variaciones. El resultado es que, o te sometes y renuncias a
contar la multiplicidad, multidimensionalidad y complejidad de tu vida, o
aparecen tensiones en las que eres asignado a la etiqueta de paciente difícil.
Así, vivir
peligrosamente tratando de obtener las gratificaciones que sean compatibles con
el mínimo común denominador del tratamiento, lo que implica una creatividad
dispersa indudable, es expulsado de la relación de consulta que deviene en un
acto burocrático dominado por los conceptos relacionados con el universo de la
patología. Someterse íntegramente al tratamiento profesional implica una vida
de mínimos que solo tiene como objetivo mantenerse e la cifra sacralizada.
Conozco, por conversaciones con algunos afectados, los sufrimientos
experimentados por personas diabéticas sometidas a ese sinsentido. Suelo
preguntar impertinentemente cuántos años espera que se prolongue esa vida
congelada por debajo del 7. La renuncia termina inevitablemente en una suerte
de infantilización cruel.
Pero el
aspecto más pernicioso de la construcción profesional de la diabetes radica en
la ilusión del orden y la estabilidad. El objetivo del profesional es la
estabilidad absoluta, lo que implica una rutinización monacal extrema de la
vida. En la gran mayoría de las vidas, por más estandarizadas y fundadas en la
renuncia que sean, se producen inevitablemente turbulencias, fluctuaciones y
acontecimientos que quiebran la estabilidad. Estos tienen consecuencias sobre
el estado de la enfermedad, en la que se suceden ciclos diferentes que implican
la capacidad de adaptarse y modificar los comportamientos. Una vida diabética
se encuentra determinada por estados personales fluctuantes que exigen una
variabilidad de las medidas adoptadas.
Una de las
grandes cuestiones que he aprendido de mi larga experiencia es la inexactitud
de la formulación mecanicista de que el estado de la glucemia es el resultado
de la concurrencia del ejercicio, la dieta y la cantidad de insulina. Las inestabilidades vitales pasan su factura
con demora en algunas ocasiones. Así, una hipoglucemia no es el efecto del
desajuste entre los tres factores decisivos, sino que, en ocasiones, se
encuentra determinada por acontecimientos producidos en días anteriores a su
desencadenamiento. Por eso el título de este texto: las hipoglucemias en
diferido.
En el caso
que de la que estoy contando, la interpreto como resultado de un julio
inestable, en el que se han acumulado desplazamientos, cambios horarios,
modificaciones de pautas de vida e inestabilidad residencial. Para compensarlo
me he administrado mayores dosis de insulina para mantener el equilibrio. Días
después, ya asentado en mi casa y con una vida más estabilizada, me ha pasado
factura inesperada, porque los dos días anteriores fueron equilibrados. Los
cuerpos diabéticos encierran múltiples misterios, que no son reconocidos, en
tanto que colectivo privado de su palabra y condenado por presunción de no
veracidad de la misma.
En estos
días de agosto madrileño disfruto muchísimo de grandes paseos nocturnos por la
ciudad esplendorosa por la fuga de gran parte de sus industriosos vecinos,
ahora cumpliendo con la obligación social de las vacaciones fotografiadas, así
como por la consiguiente reducción de las máquinas de la movilidad con sus
motores rugientes. Hasta la mismísima Castellana comparece con un rostro más
amable. En estas deambulaciones nocturnas estoy fabricando la siguiente
hipoglucemia.
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