La pandemia de la Covid ha tenido como consecuencia la proliferación de actuaciones de las autoridades y gobiernos múltiples que han generado perplejidad en no pocas personas. Estas han sido entendidas aludiendo al concepto de autoritarismo. Pero estas decisiones y acciones tienen una conexión entre sí, componiendo en su conjunto un escenario que remite a una militarización de la sociedad. La profecía autocumplida de la metáfora de la guerra se ha consumado. Así, todas las tensiones de estos meses remiten a las dificultades y obstáculos que encuentra la idea de “la guerra contra el virus”, devenida en guerra permanente, que tiene como consecuencia una relación entre gobierno y sociedad que tiene como referente a la institución del ejército o a las situaciones bélicas. Pienso que esta es una clave esencial para comprender la evolución de la situación.
La Covid ha propiciado varios procesos políticos y sociales que se ubican más allá de lo estrictamente sanitario. El efecto principal de la pandemia ha sido el reforzamiento del estado como entidad suprasecuritaria, que le confiere atribuciones extraordinarias que materializan el precepto del estado de excepción. La amenaza del virus ha configurado una guerra imaginaria para la que todos hemos sido movilizados. Se entiende el virus como una amenaza a la que solo es posible responder monolíticamente mediante el refuerzo de la cohesión. Así, esta adquiere un valor que se sobrepone al pluralismo o las libertades. El estado de guerra imaginaria refuerza extraordinariamente la mediatización, instituyendo una comunicación unidireccional que adquiere la forma de los viejos “partes” de guerra del franquismo. Los contenidos hablados y televisados de este tiempo adquieren la dimensión de ese género de los partes de guerra, ahora actualizados en su formato audiovisual.
Uno de los efectos de esta extraña conflagración radica en la asiduidad de las comparecencias de los miembros del ejecutivo, que explotan en régimen de monopolio los atriles, asentándose en los espacios mediáticos de los partes modernizados de modo persistente, confiriendo a sus comunicaciones una grandeur gestual acorde con tan trascendente misión. La consecuencia de esta apoteosis audiovisual es el encarnizamiento de la guerra sucia por obtener esa posición privilegiada de los gobiernos. El clima en los parlamentos llega a niveles de putrefacción intelectual y moral derivada de la lucha cuerpo a cuerpo. Porque el presidente Sánchez, que la refinada y sutil inteligencia de Gregorio Morán define como “Yo, el Supremo”, adquiere la naturaleza de un comandante supremo con derecho a habitar las pantallas con una frecuencia inusitada ante el pueblo que espera la victoria. Así se forja una condición equivalente a la que en regímenes de excepción se ha denominado como “el generalísimo”, “el caudillo” o “el comandante”. Todos ellos líderes absolutos cuya legitimidad se deriva de la condición de representar a la insigne milicia que simboliza al pueblo radical e inequívocamente unitario.
En los largos meses de la pandemia se han producido numerosas intervenciones cuya supervisión corresponde a las fuerzas de seguridad. La presencia activa de la policía en las calles ha desembocado en una verdadera apoteosis policial. Las restricciones de movilidad y para la vida se han multiplicado de modo asombroso, y estas limitaciones son incorporadas a las rutinas mentales de modo aproblemático. Una dictadura es justamente eso, la institucionalización de restricciones a los derechos. Me asombra la normalidad con que se acepta sin rechistar la limitación de las libertades. Esta política, considerada en su conjunto, remite inexorablemente al concepto de militarización de la sociedad securitaria, ahora en nombre de la salud.
La militarización implica, primordialmente, dos elementos esenciales: una relación del gobierno con el territorio y la población, y la asunción del modelo del ejército como institución y su extensión a toda la sociedad. El modo de gobierno militarizado implica la prioridad absoluta del control, tanto de los espacios como de la población. Así se intensifican las operaciones de control esparcidas por el territorio, así como su organización funcional para facilitar estos. La intensificación de los puntos de control antecede a la partición del espacio/población en zonas que faciliten su vigilancia y control.
El mayor dislate de toda la pandemia resulta de la aplicación de medidas diferenciales a unidades como las zonas básicas de salud, que en su inmensa mayoría carecen de existencia social autónoma. En mis tiempos de profe de sociología las definía como una creación artificial y arbitraria, denominándolas como un sistema de rayas inicuas trazadas por el operador rigurosamente autorreferencial ebrio de dígitos. Lo de rayas tenía un doble sentido. He vivido disparates monumentales tales como hacer diagnósticos de salud de zona básica en ciudades donde el límite era una calle en la que los residentes de los pares o impares se habían situado sobre la frontera entre dos zonas. Los de la acera de enfrente no pertenecían a esa unidad artificiosa que se asemeja en la dimensión micro a las nociones metafísicas falangistas con respecto a la nación España.
Pero trocear el territorio implica la generación de múltiples barreras territoriales, cuya validación corresponde a las fuerzas de seguridad. Así, se constituyen rankings epidemiológicos que justifican los puntos de control y la vigilancia infinita de las calles. La pandemia ha obsequiado con múltiples juegos de indicadores diferenciales de poblaciones homogéneas, que en zonas urbanas no pueden ser definidas por su domicilio físico. Pero esta propiciaba el férreo control policial y la restricción de movimientos. Supongo que entrevistar a un azorado policía ubicado en un punto de control de zona básica en Madrid, que tiene que supervisar miles de desplazamientos forzados a los trabajos y actividades formalizadas, así como, en algunos casos, a la farmacia o el supermercado que estaba situado una calle más allá, pero en otra zona básica. El dispositivo del gobierno epidemiológico ha multiplicado las fronteras interiores a efectos de control de la población y de su legitimación mediante las exóticas ensaladas de cifras.
El salubrismo sustenta un concepto de la población que tiene algunas semejanzas con el ejército. Se trata de un conglomerado humano que el operador puede desplazar, partir, reagrupar o filtrar a efectos de incrementar su control. Se sobreentiende esta como un cuerpo muerto que puede ser reconvertido según las necesidades del operador externo. Los paradigmas autorreferenciales que amparan estas acciones mantienen los mismos supuestos básicos compartidos. El principal radica en la superioridad absoluta de la estructura que ejecuta el control. En una entrada publicada en este blog el 4 de marzo de 2020 advertía que “Las amenazas del virus suscitan respuestas de escalada de actividades de rastrear, peinar, limpiar, sanear, purgar o extirpar. Así se genera un estado de movilización colectiva similar al estado de guerra, en el que cada uno queda integralmente subordinado a las acciones de las autoridades”. El resultado de la pandemia es la configuración de un estado de militarización que no puede ser consumado en su integridad. Se puede definir el mismo como una militarización incompleta.
La militarización implica no solo la conversión del territorio en un campo de ensayo para maniobras, sino la explosión de la información controlada y la propaganda. El tsunami informativo ha sido, y es, apabullante, correspondiendo a un verdadero estado de guerra. Esta se libra en el territorio mediático en el que se construye la versión oficial de la realidad. Los métodos empleados hasta ahora han sido elocuentes. Las primeras medidas en el confinamiento, eran anunciadas conjuntamente por salubristas y generales en ruedas de prensa con formato distópico, en las que la figura de Simón se reafirmaba como un verdadero comandante en jefe. La cohesión pétrea derivada de la guerra imaginaria ha tenido como consecuencia la reafirmación del monolitismo y la unanimidad, así como la conversión de los discrepantes en enemigos, siendo eliminados del espacio mediático sin vacilación alguna. Estos han sido tratados como agentes del enemigo emboscado portadores del pecado capital de la traición.
El salubrismo ha generado una militarización de la sociedad para controlar la pandemia. Esta se funda en la sobrevaloración del valor salud, que adquiere una preponderancia macroscópica. Pero la asunción del modelo militar presenta dificultades en el campo de la salud pública. La lógica que rige a los ejércitos en este ciclo histórico es la de ganar, que deviene en un imperativo absoluto. Esta finalidad implica una subordinación de los medios para alcanzarla altamente problemática. El poder destructivo asociado a los ejércitos ha crecido exponencialmente y en los conflictos bélicos se manifiestan las consecuencias en términos de víctimas civiles y destrucción de espacios. Esta ética no puede ser trasladada sin más al campo de la salud, en el que sí importan los medios y los sacrificios para alcanzar objetivos. Volveré sobre esta cuestión.
La definición de guerra contra el virus implica la adopción del modelo institucional del ejército. Este descansa sobre el principio axial del enemigo externo al que es menester vencer. Ser soldado implica asumir internamente el precepto del enemigo exterior. Así, este justifica la obediencia a las órdenes sin participar en su elaboración. El principio de jerarquía resulta esencial en la institución. La disciplina, la jerarquía y el acatamiento a las reglas conforman la trama cultural de la institución. Se ejecutan órdenes provenientes de instancias jerárquicas superiores que implican sacrificios personales, en cuya escala superior se encuentra entregar la propia vida. El enemigo resulta la piedra angular de todo el edificio institucional.
Se pueden reconocer múltiples elementos de este modelo institucional en los discursos y las actuaciones de la constelación de gobiernos, instituciones y su complejo experto. Así, el enemigo ha sido sacralizado, de modo que los discursos adquieren la forma de conminaciones moralistas y rígidas que impiden cualquier puntualización, observación, crítica o alternativa. Esta militarización ha alcanzado a la comunidad científica, así como a la profesión médica, que han procedido a una limpieza de discrepantes. Aquellos que han persistido en sus posicionamientos alternativos han entrado en el agujero negro de la traición, siendo objeto de descalificación y condena moral. En este ambiente tiene lugar una actividad que se asemeja a una caza de brujas. Los discrepantes son silenciados y etiquetados en términos medievales y simplificadores, expulsándolos al infierno externo en el que habitan los negacionistas. Todos los “malos” son enviados a ese campo de concentración simbólico en el que se encuentra la encarnación del mal, el enemigo, que adquiere la forma de negacionismo diabólico.
La militarización se expresa simbólicamente en la adopción del ritual institucional del desfile. Ayuso ha concentrado a las jerarquías médicas en formación militar, pasándoles revista ella misma. Recuerdo dos ocasiones que me impresionaron mucho: una en la inauguración del Hospital Zendal y otra en la Puerta del Sol. La formación es la expresión de la gloria y el honor de los combatientes colocados en filas y columnas con sus uniformes de gala listos para ser supervisados por el comandante supremo. Soy un devoto de Elias Canetti y sus interpretaciones de las geometrías adoptadas por las gentes en los desfiles religiosos. Mi recomendación para los antiguos amigos que ocupan altas posiciones en el dispositivo experto del gobierno epidemiológico es que se compren traje oscuro, elegantes zapatos negros y una bata muy blanca, para estar en estado de presentación ante la autoridad suprema en el eventual desfile de la victoria final sobre la Covid. Aunque ellos ya han practicado la venerable institución del cortejo en las visitas solemnes de las autoridades. Lo que todavía no alcanzo a imaginar es un desfile de científicos. Eso es una muestra patente de que todavía me encuentro relacionado con la ingenuidad.
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