El semáforo
es un artilugio ubicado en un espacio de concurrencia de dos mundos en los que
habitan arquetipos personales diferenciados: los peatones y los contingentes de
automovilistas y deslizantes en motos, bicis y patines. Este artefacto está
precisamente para regular el tránsito de ambas poblaciones. En su misma
concepción está presente la idea de conflicto o colisión entre los caminantes
lentos y los deslizantes rápidos. La Covid ha complejizado este espacio, de
modo que abre una nueva división entre los peatones: por un lado los
enmascarados, que se pueden denominar como los “rostros pálidos”, en cuanto que sus rostros registran la
abstinencia del aire y del sol, y “los pieles rojas”, que son aquellos que llevan
el rostro al descubierto, siendo esculpidos por la acción de estos.
La nueva
sociedad de control epidemiológico se funda sobre la mística selectiva de la
distancia personal. Pero mientras que sus contingentes expertos y los
comunicadores claman por la misma y denuncian algunos de los casos en los que
se incumple, ocultan los múltiples lugares cotidianos en los que es imposible
mantenerla, tales como el transporte público, de trabajo, de supermercados, las
colas para cualquier gestión o para acceder precisamente a servicios
sanitarios. La percepción hiperselectiva de los ínclitos operadores de esta
extraña sociedad medicalizada, se hace patente sin tapujos en todas las
pantallas de tan sustancioso poder asentado sobre una industria biomédica
colosal que se hace presente en todas las pantallas, que en una sociedad
postmediática invade todos los rincones de la vida.
El semáforo
es señalado ahora como espacio de convergencia de los disciplinados súbditos
que se adhieren incondicionalmente a la mascarilla, que adquiere así la
naturaleza de objeto sagrado, con aquellos que liberan sus rostros al aire
libre. Estos son percibidos como sospechosos de difundir el mal vírico, pero
además, de ser portadores de una desobediencia escrita en minúsculas al
formidable poder pastoral experto. La tensión latente frente a un paso de cebra
reglamentado se hace perceptible. Así se reproducen las hostilidades entre los
rostros pálidos y los pieles rojas. Esta metáfora se produce en términos
análogos al conflicto histórico en el que los primeros terminaron por expulsar
y exterminar a los segundos.
Existe un
antecedente fatal en la que los rostros pálidos ingleses propagaron
intencionalmente una epidemia entre los indios lenape en 1763. Estos se habían
rebelado, cercando un fuerte británico en el que tenía lugar una epidemia de
viruela que afectaba a unos pocos colonos. En las negociaciones de una tregua
regalaron mantas infectadas a los indios que tuvieron un efecto demoledor. En
estos días se pone de manifiesto la crueldad de no pocos rostros pálidos con
respecto a la última versión de los indios irredentos, que son acumulados y
empaquetados con la etiqueta común de negacionistas. Voces crecientes proponen
la construcción de un régimen de apartheid territorial. Cuando caminando llego
a un semáforo poblado, y percibo la desaprobación de los rostros pálidos
aterrorizados, me pienso como un heredero de los lenape, lo que no deja de
producirme un orgullo crepuscular.
El semáforo
representa en su diseño originario a una frontera. Se encuentra en el límite de
los dos mundos escindidos de la acera y la carretera. Cuando se señala el verde
para los caminantes lentos, estos pueden invadir durante unos segundos el
territorio prohibido de la carretera. Pero este confín entre las dos formas de
circular por el espacio público, remiten a dos subjetividades diferenciadas. El
automóvil, así como las demás formas de deslizarse, significan una
hiperindividualización radical. Cada cual, encerrado en su cabina en marcha, o
sobre las ruedas de su vehículo, experimenta el espacio de modo fugaz, de forma
que los demás son un obstáculo a su marcha rápida. El territorio carretera
reduce la importancia de las normas. Todos desarrollan argucias para burlarlas
en su beneficio. Así se origina la intervención del estado, que origina una
insurgencia civil permanente, que adopta distintas formas.
La
subjetividad peatonal también es hiperindividual en este tiempo, pero más
amable. El viandante está se encuentra en la calle de paso, ejecutando una
trayectoria que tiene un final asignado. En su deriva, los otros próximos le
son ajenos. Esta individuación en los usos de las vías públicas han
experimentado un salto monumental, en tanto que cada cual se encuentra en
relación permanente con su espacio privado mediante la pantalla de su sagrado
Smartphone. La calle se ha vaciado y casi nadie está en ella, solo de cuerpo
presente. El declive del espacio público es patente, solo es un lugar en el que
se circula.
Pero la
pandemia ha introducido modificaciones sustanciales. Los rostros pálidos han
intensificado su vigilancia con respecto a los pieles rojas, tomando medidas
que aseguren la distancia. El semáforo es el espacio de la colisión inevitable.
Allí concurren los cuerpos de los responsables
y de los irresponsables. La
coexistencia pacífica, común en el pasado inmediato, ha sido dinamitada por los
altavoces epidemiológicos del nuevo poder pastoral. La coerción sobre los
pieles rojas se encuentra presente de forma subrepticia. Los átomos aislados
enmascarados que se concentran frente a estos, comparten los sentimientos de
repulsa y recelo frente a aquellos que desafían la norma de enmascararse, que
ha trascendido y se ha emancipado del mismo poder que la promulgó. Las
condiciones para un comportamiento colectivo del modelo turba se encuentran
fijadas.
No obstante,
la gran mayoría de enmascarados tiene un comportamiento determinado por la ley de
la mayoría. Muchos jóvenes van rigurosamente enmascarados por las calles en
tiempos de actividades bajo el sol para liberar su rostro al caer la noche e
inscribirse en los contingentes humanos festivos, que exhiben una socialidad de
masa sin control experto alguno. También otras personas al cruzar la frontera
entre las calles y las terrazas, territorio en el que se desenmascaran y sus
cabezas se aproximan dinamitando la distancia personal. La sombra de Panurgo es
alargada y modela los comportamientos de tan avanzados ciudadanos, que se
muestran estrictamente disciplinados con respecto a las conminaciones expertas,
y también a las poderosas fuerzas de la vida que gobiernan tanto las
intimidades como los espacios colectivos de la fiesta.
En estos
meses he podido presenciar un pequeño acontecimiento cotidiano que muestra la
irracionalidad de las sociedades de control experto. En el parque del Retiro se
puede contemplar la libertad de la gente hacinada en sus múltiples terrazas, en
las que no se ve una mascarilla y tienen lugar prácticas de relación cara a
cara que dinamitan la idea de distancia personal. Estos son los que pagan por
estar asentados en esas mesas y sillas. Por el contrario, en el exterior, un
grupo de jóvenes sentados en círculo sobre el césped son obligados a portar la
mascarilla. He visto a la policía municipal de la era del capitalismo
epidemiológico multar a los congregados sobre un suelo gratuito. La racionalidad no es precisamente el fuerte del gobierno
epidemiológico de la vida.
El semáforo
es un territorio de encuentro de socialidades y subjetividades diferenciadas
que amenazan la coexistencia pacífica. Los malos resultados de la pandemia,
manifestados en un peculiar movimiento que se asemeja al de las mareas, generan
una furia incontenible en contra de los pueblos de los pieles rojas. Estos son
vistos como gentes que tienen la desmesura de practicar la misma norma que
permite descubrir el rostro en los espacios exteriores. Su comportamiento reta
al de la mayoría mediatizada y asustada que desborda a los mismos expertos,
fraguado en los largos meses vividos en este exótico estado de excepción.
En estos
tiempos, cuando arribo en un semáforo con mi rostro descubierto, siento cómo
muchas personas me hacen imperativamente la pregunta que ha sido transversal en
mi vida, en todos los regímenes políticos en los que he vivido, esta es ¿pero
quién te has creído que eres? La respuesta es inequívoca, la consideración pétrea
de que no soy nadie. Nadie frente a los jerarcas de la Iglesia Católica y el Régimen
de Franco. Nadie frente a la clase política del régimen del 78, y nadie con
respecto a los epidemiólogos y periodistas que gobiernan la sociedad de control
epidemiológico.
Por eso,
cuando llego a un semáforo, canturreo una vieja canción satírica de mi infancia
que dice así:
Somos los tuberculosos
los que más, los que
más escupimos
y en todas las
reuniones
los que más, los que
más nos divertimos
Y es que la
vida es difícilmente gobernable desde afuera en su integridad. Cuando más
aprieta el poder más crece el humor como forma minúscula y corrosiva de
respuesta. Los pieles rojas tenemos la capacidad de mutar hacia formas que nos
hagan invisibles a los ojos de los sucesivos poderes coloniales sobre la vida.
Es nuestra revancha.
2 comentarios:
Jau! Echamos una pipa hermano?
Interesante reflexión. Lastima que los rostros pálidos prefieran el pobre consuelo de un dogma al aire fresco de la libertad personal respetuosa. Son impermeables a un pensamiento coherente. Así que, yo también ¡jau!
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