En el curso
de la pandemia se evidencia que el gobierno epidemiológico y el complejo de
expertos salubristas que lo escoltan se encuentran manifiestamente perdidos, de
modo que sus previsiones son espectacularmente desbordadas por los
acontecimientos. Pero, aún peor, en este largo proceso, el dispositivo
gubernamental-epidemiológico muestra impúdicamente su incapacidad de aprender.
Su acción consiste en la promulgación compulsiva de medidas, que son
continuamente revisadas tras su fracaso estrepitoso. Esta deficiencia de
recursos cognitivos de las cúpulas decisorias se debe principalmente, tanto a
su forma de organización, como a la limitación de los paradigmas en que se
sustentan.
La OMS es
una burocracia salubrista conectada con distintas instancias gubernamentales
que practican el benchmarking de modo obsceno. Así, algún estudio o artículo rescatado
de una revista científica o médica prestigiosa, genera una acción en algún país
que es adaptada por los demás según versiones locales, en un proceso fluctuante
y caótico que se recompone incesantemente. El conjunto de trabajos publicados,
así como los sucesivos dictámenes de agencias especializadas, se diseminan en
el espacio de las decisiones gubernamentales al modo de la venerable
institución del mercado total que es el benchmarking. Este representa una idea
poco científica, en tanto que lo decisivo es la espera de que surja una solución-receta
que pueda ser generalizable a todas las condiciones.
El modelo
del benchmarking es incompatible con la imago de comunidad científica, que
implica una deliberación abierta acerca de los problemas y los métodos. El resultado
es la cristalización de un abismo entre la investigación que ampara un mercado
gigantesco, como es el de las vacunas, y la miseria de las políticas públicas
sanitarias grises, torpes y desprovistas de inteligencia. Estas se basan en el
patrón común de la coerción. En España, es inevitable identificar a la figura
de Fernando Simón, un salubrista que tras unos meses de relativa autonomía, se
ha plegado sin más a los imperativos del mercado electoral que condicionan las
decisiones sanitarias. Tras un año y medio sigue en paradero desconocido un supuesto
comité científico. La lógica de las actividades de los epidemiólogos se asemeja
a la pesca de arrastre, en la que se tira la red en espera de capturar alguna
solución en el océano de publicaciones y el entramado burocrático de especialistas.
En este
extraño proceso de elaboración de las políticas sanitarias, las ciencias
sociales -la sociología y la antropología principalmente- se encuentran
rigurosamente excluidas. El entramado de decisiones se encuentra determinado
por la concurrencia de los paradigmas biologicistas y los de las ciencias de laboratorio,
que entienden la realidad de modo que el investigador tiene la capacidad de
controlar todas las variables y construir un campo cerrado. Estos se suman a
las ciencias normativas, principalmente el derecho, que establece
reglamentaciones y mecanismos coactivos para que estas sean cumplidas por unas
entidades abstractas, como son las personas gobernadas. La fusión de estas
perspectivas genera inevitablemente un autoritarismo creciente fundado en un
sesgo que se acrecienta.
La
marginación totalizante de las ciencias sociales se acompaña de una asunción de
algunas retóricas sociológicas y antropológicas. Pero estas no se fusionan con
el núcleo cognitivo con el que se construye la realidad. Llevo casi cuarenta
años siendo un testigo privilegiado de esta situación inamovible. Desde la
medicina y la salud pública se importan métodos y técnicas de investigación que
se ubican al servicio de los paradigmas biologicistas. Las ciencias sociales son
formas de entender la realidad. Estas pueden aportar con la condición de que
los portadores de otros esquemas referenciales contrasten sus premisas con las
mismas. Entonces podemos hablar de absorber aportaciones socio-antropológicas.
En este blog he contado algunas situaciones vividas en varios post bajo el
sugerente título de “Memorias de la extravagancia”, que denota que un sociólogo
se encuentra privado de autonomía discursiva en un medio cerrado y
autorreferencial, que solo permite la incorporación al mismo para redecorarlo.
Para
explicar el déficit de visión de la realidad que implica el exilio de las
ciencias sociales voy a utilizar una formidable metáfora de mi admirado Julio
Cortázar. Este dice, refiriéndose a los libros “Repitiendo a Nâser-è-Khosrow, nacido en Persia en el siglo XI, sentía
que un libro <<Aunque solo tenga un lomo, posee cien rostros>> y
que de alguna manera era necesario extraer esos rostros de su arcón, meterlos
en mi circunstancia personal”. Las
realidades tienen las mismas propiedades que los libros en la sabia afirmación
de Cortázar. La pertinente distinción entre el único lomo y los cien rostros es
esencial. La sociología y la antropología serían rostros que el lector/analista
tendría que extraer e integrar en su circunstancia personal, siempre inserta en
una situación específica.
La respuesta
de la pandemia se circunscribe estrictamente a su lomo, tanto salubrista como
jurídico. Los demás rostros son ignorados conformándose una perspectiva
mutilada que se tiene como consecuencia la deficiencia de los resultados. Esta
implica que el poder epidemiológico pierde el pie en las sucesivas olas. El
fracaso en la conducción de la pandemia activa el mecanismo de proyección de la
responsabilidad a un chivo expiatorio. Algunas categorías de las poblaciones,
tratadas al modo de animales de laboratorio, no responden a los estímulos
programados. Así, los jóvenes, las poblaciones noctámbulas, los pobladores de
la hostelería son estigmatizados severamente. Ahora, son reemplazados como
enemigo público por las ratas del laboratorio que se niegan a ser
alimentadas-vacunadas, los negacionistas malignos. Un dispositivo encerrado en
sí mismo, sustentado en paradigmas que excluyen partes esenciales de las
realidades, termina por extraviarse, reforzando sus sesgos.
El principal
problema resultante de los paradigmas mecanicistas imperantes en la salud
pública y el gobierno epidemiológico nacido de la pandemia, es su concepción de
la persona y de la realidad social en la que vive. Se entiende a esta como un
sujeto aislado, cuyo comportamiento puede ser determinado mediante un conjunto
de incentivos positivos y negativos. Asimismo, se sobreentiende que las
personas viven en los mundos formalizados de la educación, el trabajo y los
ámbitos regulados por el estado. El principio básico radica en considerar a una
persona inmersa en la burbuja estatal, asignando al resto de su vida un
estatuto de subordinación o marginalidad. Lo que se entiende como ocio es
desplazado a la esfera de lo superfluo.
Estas premisas
determinan las actuaciones de las autoridades epidemiológicas. Se regula la vida estrictamente simplificando
y homologando las realidades vividas por los sujetos gobernados. Así se
construyen las casillas de la vida diaria sobre las que se interviene mediante
su regulación y vigilancia. Este esquema representa una simplificación
inasumible. La vida es mucho más compleja y múltiple que esa rígida
categorización de Estudio/trabajo/familia/ocio.
Los microcontextos y situaciones sociales en los que viven las personas
son mucho más diversos y heterogéneos. Los operadores epidemiológicos recrean
el gran sesgo de profesiones como los docentes o los médicos que construyen sus
juicios solo con respecto a sus vivencias en contextos regulados que les
confieren una autoridad, como el aula o la consulta. No, las realidades en el
exterior de esos contextos son manifiestamente polifacéticas y abiertas.
Ya que hoy
estoy recurriendo a Cortázar, el título de uno de sus libros sintetiza la
pluralidad, diversidad y heterogeneidad de los mundos vividos. Es “La vuelta al
día en ochenta mundos”. Esto es exactamente. Cada cual transita durante el día
por una variedad de microcontextos y situaciones. En estas, los contextos
regulados estrictamente por normas y autoridad, constituyen solo una parte de
ellos. Los demás son abiertos y confieren al sujeto una discrecionalidad mayor
en sus comportamientos. La metáfora de Cortázar ilustra acerca de las
limitaciones de la mirada epidemiológica, fundada sobre su ojo cíclope que le
oculta una parte esencial de las realidades.
Si se acepta
el argumento que estoy presentando, la protección de las personas en una
pandemia descansa sobre el principio de que solo estas pueden protegerse
efectivamente en todos los contextos y situaciones por las que transitan, tanto
en la cotidianeidad como en el espacio sagrado del finde. Pero esto no es posible, en tanto que una
forma de gobierno termina por esculpir al sujeto gobernado. La reglamentación
estricta y la amenaza de sanción constituyen un arquetipo individual que se
somete en los contextos regulados, pero que escapa en los contextos no
regulados. La infantilización es inevitable con el ejercicio de un poder
pastoral coactivo, como lo es el epidemiológico autoritario. Solo las personas
autorreguladas pueden responder construyendo comportamientos adecuados en las las
distintas situaciones que viven.
Pero, aún
más. La excesiva reglamentación de la vida tiene como consecuencia un fenómeno
universal. Se trata de la desreglamentación de las subjetividades. Este
acontecimiento puede observarse en los recreos, las salidas de las aulas, las
excursiones o actividades exteriores de los escolarizados. También en las
salidas de las consultas médicas, las hospitalizaciones, los trabajos y otros
ámbitos regidos por el rigorismo de las reglas. Los escolarizados han inventado
y reafirmado las fiestas tras los períodos de exámenes. La Covid con su
secuencia de encierros ha generado una respuesta inevitable a sus
restricciones. Esta es la explosión festiva que se asocia a la gran
desreglamentación subjetiva asociada a las actividades sociales libres sin
vigilancia del poder.
El poder
epidemiológico ha generado un círculo vicioso fatal, en tanto que, a pesar de
su furia reglamentista y la multiplicación de sus restricciones, no puede
controlar y vigilar los ochenta mundos
de la gente. De ahí su furor y la necesidad de fabricar a un culpable
fácilmente identificable. Una población sometida a la presión prohibicionista
salubrista termina por infantilizarse y esperar el momento en que pueda
resarcirse. Es altamente significativo la asunción colectiva de la libertad,
que se entiende como la existencia de áreas de la vida no vigiladas, que hagan
factible la discrecionalidad de los comportamientos. La proliferación de
comportamientos inadecuados es el resultado, principalmente, de la forma de
gobierno y del nivel de presión sobre la vida que este ejerce.
La
conversión de la población en pacientes parsonianos, en contingentes
becarizados, en multitudes dependientes asfixiadas por la densidad mediática de
los sermones epidemiológicos y el acoso policial, tiene como efecto el
resarcimiento de la vida de las multitudes que buscan desreglamentarse en los
bares, las terrazas, las discotecas, las fiestas, las playas, los eventos
deportivos y otros acontecimientos sociales. Allí donde la presión
somatocrática es menor, la vida social no registra el resarcimiento festivo.
Ayer contemplaba en Salzburgo un partido de fútbol con el campo lleno de gentes
sin mascarilla. El ambiente festivo estuvo perfectamente controlado por un
público sometido a una forma de gobierno menos autoritaria.
En
conclusión, el control de la pandemia en España tiene resultados nefastos como
consecuencia del modo autoritario de gobierno basado en la imposición, la
vigilancia y la coacción. Los salubristas españoles no pueden construir una
jaula cerrada para la población. Esta presenta unas grietas por las que se
multiplican las fugas de los confinados cautivos a media jornada. Sirva como
botón de muestra el dislate que representa la regulación en el interior de los
sagrados automóviles. Los no convivientes tienen que llevar las mascarillas. Me
pregunto cuántos policías son necesarios para supervisarla y hacerla
cumplir. Lo dicho, tener un ojo cíclope
termina en el extravío de los negacionistas de las ciencias sociales.
Magnífica reflexión, aunque me temo que ha transgredido la sagrada regla de no más de tres líneas o no más de tres minutos, no sea que nos vayamos a perder un minuto más de la alienación que nos aguarda ahí fuera. Totalmente de acuerdo. Personas autorreguladas, claro que sí. Hace falta formación y pensamiento propio. ¡Cuánto miedo al pensamiento propio y adulto, cuando éste siempre obrará en beneficio de todos, de una sociedad más libre, más sana, más justa, mejor...! Continuemos construyendo, por nosotros y por todos, un mundo feliz (feliz de verdad: desde la verdad, sin anestesia y con todas sus luces y sus sombras). ¡Gracias por colaborar y compartir tan interesantes reflexiones!
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