Hoy es un
día importante para este blog porque aparece un texto despublicado en El Salto.
Sus autores, José Ramón Loayssa y Ariel Petruccelli son los que, junto a Paz
Francés, han publicado el fértil libro “Covid-19. La respuesta autoritaria y la
estrategia del miedo”. Es la segunda vez que ocurre esto recientemente en este
medio. Pero ya han sido objeto de censuras y prohibiciones en actos de
presentación de su libro. La ínclita institución de la censura y todas las
prácticas que lleva consigo, se reactualizan adaptándose al capitalismo
desorganizado, mediático y posmoderno.
El contenido
del texto interpela a la vacunación, que como acontecimiento singular se
manifiesta mediante la paradoja de representar simultáneamente el formidable
salto científico e industrial, junto con la regresión intelectual que elimina
la pluralidad y la deliberación, además de instituir un modo de marginación y
persecución de las voces externas al complejo de poder que la impulsa. El
hermetismo informativo, la bunkerización de la comunidad científica, la
intensificación de una comunicación fundada en la propaganda dura, el mutismo
del mundo del arte y de la cultura, el monolitismo de la profesión médica y el
endurecimiento de las instituciones políticas, convergen y se retroalimentan,
generando una situación y una evolución preocupante.
Los malos
resultados con respecto al control de la pandemia, así como el progresivo
derrumbe de la idea central del final dorado, con la imago de la alegre
población vacunada, generan una situación de desfondamiento en todos los
niveles. Por un lado los jóvenes protagonizan una rebelión sin discurso,
desafiando el orden epidemiológico al caer la tarde. Por otro, grandes sectores
de la población han adquirido competencia en burlar las normativas y moverse
entre las grietas de las actuaciones oficiales. También los segmentos de
población vinculados a los intereses de más penalizados por la respuesta a la
pandemia. Esta desobediencia latente refuerza las mentalidades y prácticas
autoritarias del complejo de gobierno del nuevo capitalismo epidemiológico.
El resultado
de esta situación es el refuerzo de la tentación macartista. El estado
epidemiológico y la constelación de medios que lo sustenta, tiende a imponer
una unanimidad pétrea y silenciar las voces disconformes. La suspensión de la
cuenta de Juan Gérvas en twitter es un indicio de un proceso en el que se
acrecienta la construcción de un enemigo público, que como en el macartismo
originario, siempre es difuso y subrepticio y se puede ubicar en cualquier
lugar. Las condiciones para generar un acontecimiento vinculado a la imagen de
la traición. Esta posibilidad se encuentra respaldada por los intereses de las
industrias de las vacunas, que, ahora claramente sí, materializan la vieja idea
de complejo médico-industrial.
Desde estas
coordenadas se puede comprender la lógica de los actores en este evento.
Entiendo que lo peor de esta historia es la suspensión y congelación de la
inteligencia, que solo puede desarrollarse mediante una multiplicación de las
interacciones y las conversaciones en un clima de libertad sin constricciones.
Prohibir y castigar a los sospechosos de traición es un delirio que tiene
consecuencias demoledoras para toda la sociedad. Esta es la razón por la que
acojo cálidamente este texto y a sus autores.
Este texto
se puede leer aquí en el formato en que fue publicado originalmente. Yo lo recomiendo, pero para quien lo prefiera este es el artículo
COVID-19: UNA VACUNACIÓN
CONTROVERTIDA
La discusión
no es si vacunas sí o no en general —ni siquiera en la Covid-19—. El debate
científico es qué tipo de vacunas emplear.
Pensamos que
la vacunación es recomendable en la población con alto riesgo de cuadros
graves, pero no en poblaciones con menor riesgo, dado el balance
costo-beneficio. Las vacunas no son inocuas. La idea de que es posible
erradicar el virus con las vacunas actuales no está justificada. Es probable
que en un período no muy lejano contemos con vacunas más seguras y efectivas.
En todo caso, no estamos ante una campaña de vacunación basada en una decisión
libre e informada. Se está utilizando la intimidación contra la más elemental
ética sanitaria.
A pesar de
que sigue adelante la campaña de vacunación masiva, puede apreciarse un
descenso del entusiasmo que mostraban nuestros gobernantes y su corte de
expertos, cuando hablaban del avance imparable del número de vacunados y, por
lo tanto, de la proximidad de la inmunidad de rebaño. En España se cifraba en
el 70% de la población vacunada. En torno a dicha inmunidad de rebaño ha
existido un malentendido: se ha dado a entender que es un umbral de todo o nada
cuando, en realidad, la inmunidad es gradual y es muy improbable que sea
completa. Si se equipara inmunidad colectiva a la erradicación del virus,
probablemente sea inalcanzable. Y las promesas de su pronta consecución solo
pueden entenderse en boca de personajes habituados a realizar promesas
electorales que no necesariamente deben cumplir. La expectativa de que la
vacuna iba a ser la “solución” a la pandemia es temeraria e imprudente.
En
torno a dicha inmunidad de rebaño ha existido un malentendido: se ha dado a
entender que es un umbral de todo o nada cuando, en realidad, la inmunidad es gradual
y es muy improbable que sea completa.
Las
restricciones se imponen de nuevo a consecuencia del esperable rebrote
veraniego. Un rebrote que cada día que pasa incluye a más personas con la
vacunación completa: ya está claro que no sólo se contagian sino que pueden ser
contagiadoras. A pesar de ello, se arbitran “privilegios” para los vacunados
como formula para “animar” a los renuentes. Las perspectivas de reflotar la
economía se enturbian, sobre todo para los países en los que el turismo es un
sector económico clave. Por lo tanto, es necesario un debate que permita
entender por qué con porcentajes considerables de la población vacunada (en
España sobre el 50%) la situación de este verano no es mejor que la del año
anterior. Culpabilizar de nuevo a los jóvenes del incipiente fracaso es
intolerable: después de todo, durante el verano pasado la vida social fue más
amplia e intensa que ahora, sin grandes consecuencias en términos de
hospitalizaciones y mortalidad.
La aparición
de casos, hospitalizaciones e, incluso, de muertes entre las personas vacunadas
es preocupante, entre otras razones por el escaso tiempo transcurrido desde la
vacunación. Se trata, por lo tanto, de un problema que tiene muchas
posibilidades de agravarse. Con ello no queremos decir que las vacunas que se
están aplicando no tengan ningún grado de protección. Pero la duración y el
alcance de ésta puede ser mucho menor de lo que se daba a entender cuando se
inició la vacunación. De hecho, se difundieron previsiones optimistas en
términos de efectividad y seguridad, hechas solo con estudios limitados y a
corto plazo, que ahora no se confirman. En consecuencia, algunas farmacéuticas
proponen administrar una tercera dosis. Es una propuesta que llama la atención,
dado que la menguante efectividad de las vacunas podría deberse, entre otras
razones, a que son menos útiles contra las variantes.
Ante este
preocupante panorama es necesario repasar los preparados y la estrategia
vacunal adoptada, y evaluar si lo que está sucediendo era realmente tan impredecible.
Las vacunas recibieron la autorización (condicional) bajo tres premisas: que
estábamos ante una emergencia sanitaria catastrófica; que presentaban una
altísima efectividad; y que los estudios proporcionaban una estimación de la
seguridad aceptable.
Con
ello no queremos decir que las vacunas que se están aplicando no tengan ningún
grado de protección. Pero la duración y el alcance de ésta puede ser mucho
menor de lo que se daba a entender cuando se inició la vacunación.
¿Una
efectividad deslumbrante pero engañosa?
Como hemos
dicho, la segunda premisa es que las vacunas muestran una alta eficacia. Entre
las revistas medidas, solamente el BMJ se permitió incluir artículos que ponían
en cuestión los análisis oficiales de los datos proporcionados por las empresas
farmacéuticas que han desarrollado y comercializado las vacunas. Uno de sus
editores, Peter Doshi, ha publicado dos análisis, uno de ellos como contenido
revisado por pares, en los que expuso las razones que lo llevaban a cuestionar
las cifras de eficacia que permitieron la autorización. También manifestó sus
reservas con el diseño de los ensayos clínicos en los que se basó la autorización.
Pero hay
otra cuestión sobre la eficacia de las vacunas: se utiliza exclusivamente la
variación del riesgo relativo, obviando la reducción del riesgo absoluto o el
Numero Necesario a Tratar (NNT). Como ha señalado Juan Gérvas, lo único que los
ensayos clínicos utilizados para su autorización demostraban es que por cada
10.000 vacunados se evitaría 124 casos de Covid (la mayoría son leves), y no
ofrecerían ningún beneficio a las otras 9.876 personas que, además, se verían
expuestas a los posibles efectos secundarios de la vacuna. En esos ensayos se demostraba una reducción
del riesgo absoluto del 1,1%, en el caso de Moderna y del 0,7 % en el caso
de Pfizer. La
disminución del riesgo absoluto —es decir, la probabilidad de presentar un
Covid-19 con síntomas (una vez más no necesariamente grave)— en otro análisis
publicado por Lancet se establecía en 1,3% para AstraZeneca–Oxford, 1,2% para
Moderna–NIH, 1,2% para Janssen & Janssen, 0,93% para Spunik for the
Gamaleya, y 0,84% for the Pfizer–BioNTech. Un ejemplo podría ayudar a entender
la diferencia entre el riesgo relativo y el riesgo absoluto. Si tomamos el
ensayo de la vacuna Pfizer, entre los aproximadamente 18.000 vacunados se
produjeron 8 casos, mientras que, entre los 18.000 que no lo estaban, se
infectaron 162 personas. Es decir, el riesgo de infectarse de Covid-19 era del
0,0088 sin vacunación y del 0,0004 con vacunación. Karina Acevedo ha
puesto un ejemplo
muy gráfico de la diferencia entre ambas magnitudes. Si una
medicina provoca que el riesgo de sufrir un infarto pase del 2% al 1%, la
reducción del riesgo relativo es del 100% pero la del riesgo absoluto es solo
del 1%. Deberían darse ambos datos al ofrecer la vacuna, porque si la medicina
aumentara el riesgo de morir por otra causa en un 2%, sería una decisión con un
100% de error.
Al presentar
solamente la reducción del riesgo relativo nuestros gobernantes y “sus”
expertos están recurriendo a la propaganda y no a la información.
La
eficacia prometida y la realidad
No solo los
datos de los ensayos sirven para cuestionar la eficacia de la vacunas. También
lo hace la evolución de las curvas epidémicas: hasta el momento, en casi ningún
sitio se observa una caída clara asociada a las vacunas. Esta afirmación puede
resultar sorprendente porque, después de todo, se repite día y noche que las
vacunas son tremendamente efectivas y se elogia a los países que habrían
mejorado su situación gracias a una vacunación masiva y temprana. Un caso
paradigmático es Israel, promocionado como modelo de las bondades de la
vacunación. Y, efectivamente, las curvas de casos y de decesos se desplomaron
tras la inoculación masiva. Si sólo observáramos a Israel, sería razonable
concluir que esa significativa caída es consecuencia del efecto vacunal. Pero
esta conclusión optimista se desmorona como un castillo de naipes cuando
comparamos sus curvas epidémicas con las de la vecina Palestina: son
prácticamente idénticas, aunque la diferencia en la tasa de vacunación sea de
10 a 1. Lo mismo sucede si comparamos Uruguay con Paraguay. Ambos países habían
evitado que el virus superara el umbral epidémico durante todo 2020, pero los casos
se dispararon desde febrero de 2021. Uruguay ha vacunado seis veces más que
Paraguay, pero la tasa de decesos por millón ha sido idéntica (Paraguay, al
parecer, ha tenido la mitad de casos, pero como el dato depende del nivel de
testeo, es incierto). Ejemplos semejantes se podrían ofrecer en cantidad, y de
todos los continentes. Quien quiera puede cotejar la información en la
página Our
World in Data.
Las
curvas epidémicas de Israel son prácticamente idénticas a las de la vecina
Palestina, aunque la diferencia en la tasa de vacunación sea de 10 a 1.
Hasta el
momento —acaso con la única excepción de algunos países europeos durante la
llamada “primera ola”— el ascenso y descenso de las curvas epidémicas ha
seguido en gran medida una evolución estacional. Y eso es lo que cabría
esperar, por insoportable que les resulte a quienes creen que pueden tener a la
naturaleza y a los virus bajo control. Si comparamos las mismas semanas de 2020
y de 2021, no se observa de manera clara y uniforme que la situación haya
mejorado en 2021, exceptuando —en Europa— los meses de marzo/abril. En
Sudamérica se observa una pauta semejante.
Unas
vacunas controvertidas desde el minuto uno
Aunque se ha
repetido machaconamente, la afirmación categórica de que las vacunas son
eficaces y seguras no está justificada. La preparación apresurada —que entre
otros protocolos habituales soslayados, no contempló una experimentación animal
suficiente— hace que los efectos de las vacunas presenten muchas incógnitas.
Muchas más, de hecho, que cualesquiera otras vacunas anteriores. Los ensayos
que permitieron una autorización condicional por emergencia tenían muchas
limitaciones, algunas ya señaladas más arriba, como la exclusión de sectores de
la población (embarazadas, personas que habían pasado la Covid-19, individuos
con patologías significativas, etcétera). Incluso la población anciana, que es
la que tiene una mayor necesidad de protección, estaban infrarrepresentada en
la mayoría de los estudios. A pesar de ello, las autoridades
dieron seguridades casi absolutas y “animaron” a toda la población a ponerse en
la cola de la inoculación. Esto contrastaba con que ya desde las primeras
semanas se informaba a los vacunados que los efectos secundarios (leves, eso
sí) eran esperables y que incluso era recomendable una medicación preventiva. A
todos los que señalaban las incertidumbres que se planteaban se les atacó como
anti-vacunas o negacionistas, sin abrir ningún espacio para debatir una
cuestión tan seria. Se continuó con la lógica de la prepotencia en la acción, y
con la negativa al debate iniciada con los confinamientos.
En esta
ocasión, el negacionismo estuvo a cargo de los gobiernos y de los expertos
oficiales. Primero afirmaron que las vacunas no tenían efectos secundarios
considerables; cuando estos aparecieron dijeron que no estaban relacionados con
la vacuna; cuando a cada día que pasaba era más claro que sí que lo estaban,
dijeron que eran pocos y que el costo-beneficio era favorable. Pero se trata de
costos-beneficios que no se basan en estudios sólidos. Los defensores de las
vacunas se han preocupado más por censurar estudios costo-beneficio
—discutibles, es verdad, como todo en ciencia— que por ofrecer análisis alternativos. Las limitaciones que los
ensayos ofrecen hasta el momento hacen necesarias las comprobaciones durante su
distribución y utilización. Ello requeriría un registro de los efectos
secundarios de calidad y un análisis con datos de un periodo amplio. Tenemos
dudas de que se este actuando de forma transparente porque se busca el éxito a
cualquier precio.
Efectos
secundarios ¿subregistro o sobrevaloración?
Nadie que
trabaje en la práctica clínica puede negar que estas vacunas presentan efectos
secundarios inmediatos con una frecuencia incomparablemente superior a
cualquier vacuna previa. Los presenta además en sectores de población en los
que la Covid-19 es asintomática o benigna en una enorme proporción. Nuestra
impresión es que estos eventos son mucho más frecuentes de lo que queda
registrado. Hemos visto decenas de historias con efectos secundarios que no han
sido declarados por el profesional que los atendió. El hecho de que se trate de
un medicamento nuevo obliga a considerar que todo síntoma o signo que se
produce después de su inoculación es consecuencia de la vacuna hasta que se
demuestre lo contrario. Así se ha actuado hasta ahora en el caso de nuevos
productos farmacéuticos. Sin embargo, muchos profesionales parecen pensar que
para declarar una sospecha de efecto secundario, éste debe estar asociado a la
vacuna más allá de toda duda. La diferencia de eventos registrados en diversos
países también apunta a que hay una cultura profesional variada respecto a la
vigilancia de las reacciones adversas de los medicamentos. En todo caso, y por
lo que conocemos, es muy probable que muchos efectos secundarios no queden
registrados (incluso se habla que normalmente solamente un 5% lo son) ya sea
porque el paciente no consulta, o porque el médico no tiene a bien considerar
una posible relación con el medicamento o vacuna. Este hecho se explica porque
no es fácil establecer la relación. Si un anciano frágil y vulnerable es
vacunado y muere en los días siguientes, no se puede afirmar que sea a causa de
la vacuna, pero tampoco excluirlo. Las autopsias serian imprescindibles pero se
llevan a cabo con cuentagotas. En cualquier caso, podemos afirmar con seguridad
que la vacunación puede desencadenar la muerte en algunas personas.
En segundo
lugar están los efectos secundarios diferidos, que aparecen a los días, semanas
o meses de la administración del medicamento, y que precisamente son aquellos
sobre los que los ensayos clínicos iniciales de las vacunas ofrecían menos
información. En este caso, sin embargo, hemos tenido prontas evidencias de la
relación entre (todas) las vacunas con material genético actual y los efectos
secundarios no esperados. Ha sido gracias a que una de ellas dio lugar a
fenómenos trombóticos muy inusuales (trombosis de los senos venosos craneales)
y otra a un cuadro tan poco frecuente como la miocarditis en jóvenes. Indicios
insoslayables. Pero, ¿que hubiera pasado si las vacunas solamente hubieran
incrementado el riesgo de los cuadros vasculares más habituales? Hubiera sido
mucho más difícil detectar estas reacciones adversas tan graves.
Nadie
que trabaje en la práctica clínica puede negar que estas vacunas presentan
efectos secundarios inmediatos con una frecuencia incomparablemente superior a
cualquier vacuna previa.
En general,
los efectos secundarios deben no solo cuantificarse sino que hay que encontrar
una explicación fisiopatogénica: cómo y por qué se producen. Los efectos
secundarios que aparecen tras la comercialización de un nuevo fármaco pueden
ser la “punta del iceberg”, es decir, la señal de alarma de muchos daños que no
se manifiestan en síntomas y signos con carácter inmediato, sino que son
lesiones que quedan “latentes”. No puede descartarse que detrás de los miles de
trombos que se han visto, existan lesiones más extendidas en vasos sobre las
que el trombo pueda estar comenzando a establecerse y que solamente después de
un largo periodo ocasionen, por ejemplo, la oclusión de una arteria o un
fenómeno embólico. Por ello, merece la pena detenerse en las posibles causas de
los efectos secundarios que vemos, aunque no pretendemos ser exhaustivos en un
tema tan complejo.
Las
vacunas COVID: algunas propiedades que demandan precaución
Ante la
pandemia de un virus desconocido (del que cada vez sabemos más) y que está en
permanente evolución, empleamos una tecnología vacunal también desconocida. A
primera vista, aplicar un remedio poco conocido a una enfermedad con preguntas
todavía sin responder no parece demasiado prudente.
La Covid-19
ha servido para poner en marcha un nuevo proceso de investigación, producción,
testeo y distribución de vacunas. La urgencia creada llevó a Donald Trump a
aprobar la “Operation Warp Speed (OWS)” —término de la “guerra de las galaxias”
que significa velocidad mayor que la de la luz— en marzo del 2020. Para ello
implicó al Ministerio de Defensa en la operación de comercializar una vacuna
contra la Covid-19 cuanto antes. Se pusieron en marcha lazos de colaboración
para desarrollar “vacunas sin precedentes” que lo permitieran, en concreto las
basadas en la tecnología del ARN mensajero (ARN-m). Pero cualquier tecnología
sin precedentes carece de una historia que permita evaluar de forma completa
riesgos, seguridad y eficacia a largo plazo. Se intercambian estimaciones del
costo-beneficio por estimaciones que en gran medida tienen en el numerador esperanzas-ilusiones,
acortando temerariamente el proceso de desarrollo y testeo de las nuevas
vacunas. Antes de la Covid-19 se había estimado que las nuevas vacunas de ARN-m
precisarían de al menos 12 años para estar disponibles y solo con un 5% de
probabilidades de éxito. De hecho, creemos que las compañías del “Big Pharma”
se han lanzado a desarrollar este tipo de vacunas, no tanto por los beneficios
económicos inmediatos, sino por la posibilidad “sin precedentes” de probar
masivamente una nueva tecnología con un riesgo muy disminuido a la hora de
asumir responsabilidades por circunstancias adversas.
Incluso se
ha hablado de ruleta rusa, y se ha insistido que su utilización debería
limitarse a aquellos con un riesgo alto de consecuencias graves por el SARS_COV-2.
Sorprendentemente, se ha excluido una estrategia vacunal centrada en este
grupo, optándose por una estrategia universal. Como si todas las personas
corrieran el mismo grado de riesgo cuando los estudios al respecto son
abundantes y concluyentes: el
riesgo de la Covid-19 para menores de 30-50 años es similar e incluso inferior
(si se trata de niños y adolescentes) al de la gripe estacional. Se ha
implementado esta decisión política con un alto grado de incertidumbre, con
riesgos elevados, y sin un debate abierto.
El
riesgo de la Covid-19 para menores de 30-50 años es similar e incluso inferior
(si se trata de niños y adolescentes) al de la gripe estacional.
Se trata de
una tecnología nueva, y tenemos razones para estar preocupados. La primera es
que en realidad no sabemos cuál es la dosis del inmunógeno que estamos dando.
Como se ha divulgado, son vacunas cuyo producto inoculado no genera los
anticuerpos (inmunidad sería más correcto), sino que emite una orden genética
para que nuestras células produzcan la proteína S1, la destinada a estimular la
respuesta inmunitaria. Pero no en todas las personas la orden genética va a
producir la misma cantidad proteína S1, ya sea por la persistencia del
preparado vacunal, ya sea por la capacidad de respuesta de las células del
receptor. Quizás eso explique los mayores efectos secundarios inmediatos en los
más jóvenes (sus células también lo son). ¿Se está produciendo en muchos casos
un “exceso” de dosis? Es una hipótesis plausible, ya que el diseño de la vacuna
tenía como objetivo central producir gran cantidad de la proteína Spike.
Pero hay más
cuestiones preocupantes. Es difícil creer que la proteína S1 producida no
circule por el torrente sanguíneo (los fenómenos trombocitos y la miocarditis
postvacunal prácticamente lo aseguran) y se difunda por los tejidos del
receptor. También hay dudas sobre qué células reciben y ejecutan la orden
genética contenida en la vacuna. ¿Es seguro que una célula del SNC produzca una
proteína con indicios de propiedades neuroinflamatorias en animales? Pero es que la propia proteína S1
esta implicada en los mecanismos por los que el SARS-COV 2 produce daño tisular
(en los tejidos). Se ha demostrado que la proteína S1 causa daño endotelial. ¿No es peligroso someter a un
organismo a una cantidad considerable de esa proteína, en un corto espacio de
tiempo? El relativo contrasentido que implica utilizar una proteína tan tóxica
como la S1 como único inmunógeno ha sido puesto de relieve incluso por uno de
los desarrolladores de la tecnología ARN-m que inmediatamente a sido expulsado
al infierno de los negacionistas.
Por otra
parte, hay dudas sobre la recombinación del material genético de la vacuna con
otros virus e, incluso, con el genoma humano, hecho de consecuencias
impredecibles. Es improbable pero no puede descartarse, a pesar de que
inicialmente se ridiculizó a quienes lo sugirieron.
Asimismo,
algunos de los efectos detectados indican que la vacuna podría contribuir a
desencadenar reacciones de autoinmunidad (anticuerpos monoclonales contra la
proteína Spike mostraron reactividad cruzada con proteínas de nuestro organismo). No puede descartarse tampoco que,
en un futuro, las vacunas basadas en material genético sean capaces de
precipitar la denominada enfermedad aumentada por anticuerpos (ADE), que puede
manifestarse como trastornos autoinmunes o inflamatorios crónicos.
Modificaciones
y novedades peligrosas
Un artículo
reciente ha hecho repaso de las características de las vacunas genéticas frente
a la Covid-19 centrándose en aquellos preparados basados en la tecnología ARN-m
y su relación con los efectos secundarios que se están viendo. Plantea la
hipótesis de que las reacciones alérgicas detectadas que incluyen casos de
anafilaxia, que ocasionaron varias muertes, se relacionen con compuestos de las
actuales vacunas vectorizadas en adenovirus o de ARN-m como el PEG (polyethyleno
glycol), que es un alérgeno reconocido inyectado por primera vez en humanos.
Las reacciones alérgicas severas se producen con otras vacunas, pero la
Covid-19 las provoca con una frecuencia mucho mayor. Un estudio publicado en sanitarios
vacunados reportó que un 2,1% de estos sufrió reacciones
alérgicas agudas, que es un cifra mucho mayor que la reconocida por
el CDC.
Otras
modificaciones realizadas tenían como objetivo evitar que el ARN-m, que tiene
en sí mismo capacidad de generar respuesta inmunitaria, fuera desactivado y
degradado rápidamente. Una de las soluciones elegidas fue envolverlo con una
cubierta lipídina que simulara los exosomas naturales. Pero esos lípidos
ionizables pueden inducir una potente respuesta inflamatoria en ratones y estimular la secreción de citokinas
como TNF-α, interleukina-6 e Interleukina-1β desde la células expuestas. Estos
lípidos pueden encontrarse entre las causas de muchos de los síntomas
inmediatos que experimentan los vacunados: dolor, inflamación local, fiebre e
insomnio.
También se
realizaron modificaciones genéticas en la secuencia original del virus
destinadas a hacerlo más similar al ARN-m humano. Esto no solo retrasaría su
inactivación, sino que podría hacerlo más eficiente en su tarea de ser
traducido a la proteína antigénica. El ARN-m de la vacuna presenta
características, en su contenido relativo, diferentes de la mayoría de los
parásitos intracelulares —incluyendo los virus— y se parece en mayor medida al
de nuestras células. Todo ello parece destinado a producir
mayores cantidades de la proteína S1, y a que ésta tenga más similitudes con
proteínas humanas (ya hemos mencionado sus consecuencias no deseadas). A estos
peligros de la tecnología y de la composición de las vacunas génicas se podrían
añadir otros como el surgimiento de priones, pero no pretendemos ser
exhaustivos.
Variantes
y ausencia de capacidad esterilizante
Otra
característica de las vacunas que debería preocupar es que la inmunidad
generada está focalizada en una única proteína de las 28 que contiene el virus.
Ello hace más probables las mutaciones que sorteen la inmunidad. Si los
anticuerpos vacunales reaccionan ante varias proteínas del virus, nuestro
sistema inmune tendría más fácil reconocerlo.
De hecho, se
ha señalado que la capacidad inmunógena de una formulación que contenga instrucciones
de síntesis de tres proteínas es mayor en el propio estudio que describe el
diseño de la vacuna de Pfizer o Moderna. Esas tres proteínas —S, H y E— son los
requisitos mínimos para el ensamblaje de partículas que mimetizan el virus.
Ante
un virus como éste, que está experimentado una difusión comunitaria no
desdeñable, la vacunación indiscriminada va a constituir una presión evolutiva
considerable hacia variantes más transmisibles.
Las
variantes son y van a ser un problema central. Este virus ha mostrado una
notable disposición a mutar (la cual era previsible). Ello debería condicionar
la estrategia vacunal. Ante un virus como éste, que está experimentado una
difusión comunitaria no desdeñable, la vacunación indiscriminada va a
constituir una presión evolutiva considerable hacia variantes más
transmisibles. Si a esto se le añade que las vacunas no son esterilizantes —es
decir, que previenen más la enfermedad que la infección—, la replica del virus
en los vacunados —de personas con anticuerpos— va a ayudar al virus a
adaptarse, con toda probabilidad, y se producirá una selección de las variantes
con menos susceptibilidad a ser neutralizadas. Esto puede estar sucediendo ya, y
ser la causa del panorama que se está viviendo en parte de Europa en estos
momentos. Es verdad que, hasta la fecha, el descenso de la capacidad
neutralizante de los anticuerpos vacunales frente a nuevas variantes es modesto
según algunos estudios. Pero, por otro lado, encontramos
noticias que parecen sugerir que puede ser mayor en personas con inmunidad
débil, como son muchas de las más vulnerables a la Covid-19. Todo ello en un
periodo inmediatamente posterior a la vacunación: las variantes resistentes a
la vacuna empiezan ya a aparecer —como la Delta— y podrían explicar el contagio
de gran cantidad de personas con vacunación completa en países como Israel.
La cuestión
decisiva: ¿qué vacuna para quién?
Contrariamente
a lo que se intenta presentar, en una nueva maniobra de “embarrar la cancha”,
la discusión no es si vacunas sí o no en general —ni siquiera en la Covid-19—.
El debate científico es qué tipo de vacunas emplear, y respecto a las actuales,
dado que son experimentales, tal y como indica su autorización condicional por
emergencia, si deben restringirse a los perfiles de alto riesgo. Pero los
gobiernos insisten en la vacunación general. Quieren vacunar, con preparados
que presentan notables efectos secundarios, a población a la que el virus no
causa daños significativos. También proponen la vacunación de los que ya han
sufrido la enfermedad. No creemos que ninguna de estas medidas tenga base
científica.
La discusión
no es si vacunas sí o no en general —ni siquiera en la Covid-19—. El debate
científico es qué tipo de vacunas emplear.
Vacunar a
niños, niñas y jóvenes carece de justificación epidemiológica, por su perfil
bajo de morbilidad y letalidad. Tampoco está justificado vacunar a los que ya
han sufrido la infección y la enfermedad. Uno de los ejes de la campaña
publicitaria orquestada con las vacunas ha sido subvalorar implícitamente (en
algunos casos explícitamente) la potencia protectora de la inmunidad natural.
Por el contrario, todos los indicios apuntan a que se trata de una protección
más potente y duradera que la inmunidad vacunal. Las propias tasas relativas
de reinfecciones tras la enfermedad natural (que existen, aunque sean de
momento muy poco frecuentes), y las infecciones tras la vacunación, apuntan
claramente hacia la superioridad de la inmunidad natural. El perfil de
anticuerpos que produce la vacuna es diferente y posiblemente inferior al de la
infección natural, y su actividad podría resistir peor el paso del tiempo.
Una
campaña deshonesta y autoritaria: ¿ciencia o ideología?
Aunque las
vacunas que se están administrando permitieran acabar con la pandemia sin daños
colaterales altos, no estaría justificado que se haya recurrido a la
desinformación, al miedo, a la manipulación e, incluso, a la coerción. Es discutible
el costo-beneficio de las actuales vacunas, pero es difícil defender que
estamos ante una vacunación basada en una decisión informada, autónoma y libre
de la población. No hay un consentimiento informado que merezca tal nombre en
unas vacunas que no tienen una autorización definitiva ni estudios que las
avalen más allá de dudas razonables.
Aunque la
pandemia ha sido percibida como un fenómeno “natural” y las medidas adoptadas
como una operación “científica” sin supuestos o connotaciones políticas e ideológicas,
lo cierto es todo lo contrario. La pandemia es al menos un fenómeno tan social
como biológico o natural, y su abordaje no escapa en modo alguno a las
representaciones sociales, las opciones políticas o las premisas ideológicas.
La vacunación experimental ante la Covid-19 se apoya en el solucionismo
tecnológico, un paradigma, o creencia, según el cual las relaciones sociales y
los ciclos metabólicos naturales que la especie humana fractura pueden luego
enmendarse con tecnología. Una de las premisas implícitas es: “pueden
destruirse selvas y bosques, y acorralarse especias animales, porque cuando se
produzcan saltos zoonóticos hallaremos soluciones experimentando con virus
peligrosos en laboratorios, y si un virus se escapa ya lo solucionaremos también”.
En el caso
de la medicina, la propaganda del fetichismo tecnológico asocia el aumento de
la esperanza de vida al desarrollo de la tecnología. El mayor impacto, sin
embargo, se debe a la mejora de las condiciones de vida, los cambios en los
hábitos de higiene y el desarrollo de sistemas públicos de agua potable y
cloacas. Se vende la imagen de que las vacunas son, a diferencia de otros
medicamentos, prácticamente inocuas y “naturales”. Insistimos, sin negar su
utilidad, la espectacular disminución de las enfermedades infecciosas en el
siglo XX tiene mucho más que ver con la mejoras de las condiciones sociales e
higiénicas.
La
pandemia un fenómeno tan social como biológico o natural, y su abordaje no
escapa en modo alguno a las representaciones sociales, las opciones políticas o
las premisas ideológicas.
Que la
percepción y representación de la pandemia no es ajena a la ideología es
sencillo de observar. La Covid-19 estuvo muy lejos de ser la principal causa de
muerte mundial en 2020, y al parecer no ha sido la principal causa de muerte en
ningún país. La desnutrición, la polución ambiental, los infartos y el cáncer
se cobraron un número de víctimas entre dos y cinco veces superior (y afectando
a una población más joven). Sólo si asumimos, simultáneamente, que la mayor
parte de esas “otras” muertes eran inevitables y que las muertes por Covid-19
deben (y pueden) ser evitadas, es posible conceder a esta epidemia la atención
casi exclusiva (y no sólo a nivel sanitario, vale reparar en ello) que se le ha
concedido por espacio de un año y medio, y subiendo. Pero ambas presunciones
son mucho más ideológicas que científicas. Científicamente, de hecho, son más
bien falsas. Evidentemente, un porcentaje enorme de esas “otras” muertes
prematuras podrían ser evitadas con recursos menores (conocidos y disponibles)
que los empleados para tratar de evitar de manera incierta las muertes por
Covid-19. La displicencia mostrada ante esos “otros” problemas sanitarios
verdaderamente graves contrasta obscenamente con la obsesión patológica con el
nuevo virus. Ni una cosa ni la otra parecen en modo alguno razonables, y ello
nos conduce al componente de irracionalidad que ha modelado la percepción, la
representación y las respuestas dadas a la presente pandemia. Una irracionalidad
determinada fundamentalmente por un temor desproporcionado ante un problema
sanitario real, pero en modo alguno catastrófico.
Durante el
siglo XX, todas las pandemias de virus respiratorios duraron aproximadamente
dos años. Luego esos virus se convertían en endémicos, aunque de la mano de
mutaciones podían, de forma transitoria, provocar un nuevo brote epidémico
amplio. No hay razones para pensar que sería distinto con el Sars-CoV-2. La
obsesión por erradicar (y hacerlo a la mayor brevedad) al nuevo coronavirus es
una apuesta biológicamente incierta, sanitariamente imprudente y políticamente
reaccionaria: conllevará de manera casi ineludible (ya lo estamos viendo)
pasaportes sanitarios, restricciones, controles policiales y obligaciones
absurdas.
Para abordar
de manera sensata la nueva amenaza viral, evitando el riesgo de ser “aprendices
de brujas” capaces de provocar daños mayores que los que se pretenden evitar,
es indispensable abordar a la Covid-19 como un problema sanitario más, y
dedicarle atención y recursos de manera proporcionada. Se debería también
asumir lo más probable: que el virus sea endémico y que conviviremos con él de
aquí en adelante. Es improbable que sea erradicado a nivel mundial, y si lo
fuera, no será a corto plazo. El discutible impacto positivo demostrado hasta
el momento por las vacunas es una razón de peso para pensarlo todo de nuevo y
cambiar la perspectiva. Necesitamos más ciencia y menos ideología. Y ante todo,
menos ideología burguesa.
La
displicencia mostrada ante esos “otros” problemas sanitarios verdaderamente
graves contrasta obscenamente con la obsesión patológica con el nuevo virus.
Medidas tan
poco éticas para promover la vacunación —como los pasaportes sanitarios o los
privilegios de las personas vacunadas—, no se justifican en modo alguno por la
ausencia de capacidad de transmisión. Porque, precisamente, no se puede
descartar que una de las causas de la onda que vivimos sea consecuencia de la
capacidad para contagiar de las personas vacunadas (sumada a su muy relativa “protección”).
Todavía no se sabe si las vacunadas contagian más, menos o igual que las no
vacunadas. Y ya hay indicios de que serían más vulnerables ante algunas
variantes nuevas.
Como
decíamos en nuestro libro Covid-19: La respuesta autoritaria y la estrategia del miedo,
los gobiernos, atrapados en su propio relato, tenían que encontrar una solución
“milagrosa” para justificar las restricciones y para reiniciar la economía. La
vacuna los convertía en los héroes de la película, en los protagonistas del
final feliz. Las sorpresas, sin embargo, pueden ser muchas y variadas.
JOSÉ R. LOAYSSA Y ARIEL PETRUCCELLI