La nueva reglamentación del uso de la mascarilla, que pierde su obligatoriedad en espacios exteriores, representa uno de los misterios más expresivos del orden epidemiológico instituido por la emergencia de la Covid y sus respuestas. Resulta que una gran parte de los mismos súbditos de tan genuino gobierno experto han inventado sus usos alternativos a los determinados por las autoridades. Así, una sólida mayoría desobedece la recomendación, imponiéndola en los escenarios cotidianos de las mañanas industriosas del trabajo, de los coles, el comercio, el abastecimiento doméstico y otras tareas formalizadas. Pero según va cayendo la tarde comparecen los rostros de los habitantes de los bares, las terrazas y las actividades de esparcimiento.
La creación
de un público rotundamente fiel a la mascarilla resulta de la resocialización
forzada por la pandemia, que cocinó los miedos bajo el patrocinio de la unanimidad
experta y el monolitismo mediático. Este público ha internalizado los temores y
ha aceptado la ocultación de los rostros en la congelación de las relaciones
interpersonales, simbolizadas en la distancia debida de un metro y medio, que adquiere
la condición de una barrera infranqueable. Los no convivientes son percibidos
como posibles emboscados del contagio. Es menester mantenerlos a distancia,
restringiendo las relaciones cara a cara solo con los convivientes, así como
del círculo preferentemente familiar más próximo.
Esta desafección
por exceso a las autoridades políticas pone de manifiesto que la mascarilla es
objetivada reduciendo su valor de uso. No importa tanto la expansión del
contingente de felices vacunados ni la reducción de infecciones en estas
poblaciones. La adhesión incondicional
al uso de la mascarilla en espacios abiertos, sin concesiones a coyunturas pandémicas
benevolentes, implica la explosión de su valor de cambio. Esta representa
simbólicamente un emblema de cohesión, de disciplina, de obediencia sin
reservas a las autoridades en la adversidad pandémica. Para los que vivimos el
orden político autoritario del franquismo representa la materialización de ser “una
buena persona”, una persona decente exenta de cualquier frivolidad. La vida
cotidiana deviene en una demostración de obediencia monacal a los preceptos
promulgados por el poder de turno.
Pero, tras
la apariencia de adhesión mayoritaria se esconde una trampa sociológica que es
preciso desvelar. Esta radica en que las poblaciones mejor dotadas de recursos
disponen de viviendas espaciosas y bien blindadas a los demás. Desde mucho
antes de la pandemia se ha producido la multiplicación de espacios privados,
solo accesibles mediante invitación. La expansión de esta red de áreas privadas
crece paralelamente a la degradación de los espacios públicos, determinado por las
dinámicas del sistema económico y urbano. Así, una parte de la población vive
en tránsito entre espacios privados: automóviles, casas con amplios jardines,
clubs exclusivos, restaurantes blindados al gran público y otros similares, que
albergan una red de pasarelas para facilitar los desplazamientos de tan distinguida
población.
Sí, la
mascarilla es una cuestión que afecta más a aquellos que viven en casas de
superficies y equipamientos restringidos, que limitan la posibilidad de recibir
a las amistades. Estos se desplazan
entre sus domicilios, trabajos y lugares de ocio sobre pasarelas públicas, la
red de transporte pública. Victoria Federica, Froilán, Pablo Nicolás
Urdangarín, así como otros ilustres habitantes de las clases altas, viven en
grandes espacios exclusivos y solo hacen incursiones al espacio público, para
después replegarse a esa sociedad oculta a los ojos de la mayoría. La
mascarilla nunca ha representado un obstáculo para tan distinguidas personas,
así como los cierres perimetrales o cuarentenas. Estas siguen practicando
intensivamente el arte de recibir visitas de sus iguales. Para ellos solo es
importante protegerse del personal de servicio externo, que circula en las
pasarelas comunes de los metros y autobuses.
La Covid actúa según una lógica dual, penalizando proporcionalmente a
aquellos con menores recursos.
La
perpetuación de las mascarillas más allá de la regulación de las autoridades
implica que esta no pertenece solo al prosaico mundo de la protección personal,
sino, mucho más allá, a un imaginario forjado por el miedo, del que resulta un
estado mental que confiere a este trapo el valor de artefacto cultural. Como es
común a los símbolos culturales, no se encuentra sometido a deliberación
alguna, sino que se encuentra inscrito en el área sagrada de las presunciones,
que fundamentan toda una cultura. Todos los días vivo actos patéticos de gentes
que llevando la mascarilla sobre su rostro, se separan de mí al cruzarnos,
preocupados por si la distancia es menor
del metro y medio prescrito. La mascarilla incondicional representa el último
refugio del miedo, el fundamento de un orden social en el que reina la
separación entre las personas y la construcción de sólidas fronteras entre
ellas.
Pero la
cuestión más relevante radica en que la drástica disminución de fallecidos y
hospitalizados resultante del avance del proceso de vacunación abre un tiempo
radicalmente diferente, en el que cuanto menos se puede afirmar que la pandemia
merma su impacto. Sin embargo, el complejo epidemiológico-mediático mantiene la
comunicación de alarma y propone restricciones que parecen discutibles. Porque
¿cuándo es el principio del final? Aquí radica la cuestión principal, porque el
tiempo postpandemia no puede ser la ampliación contenida de la apoteosis de
sujeción epidemiológica de la vida.
En este
tiempo se trata de disputar al dispositivo salubrista autoritario las prácticas
cotidianas que hacen que una vida tenga sentido. Porque lo que propone ese
sistema es la continuidad de una vida en la que imperen las renuncias y esta
tenga lugar bajo supervisión profesional. Los expertos comunicarán las dosis
aceptables de placeres y gratificaciones y los usos sociales. Esto es lo que se
va a dirimir en los próximos meses. Esta es la respuesta del sistema que
explota su oportunidad de expanderse. Así se propone que miles de psicólogos
desembarquen en las instituciones sanitarias para pilotar nuestras vidas,
convirtiéndonos a todos en pacientes.
Desde estas
reflexiones me ha causado un gran impacto un texto de Leyla Guerriero. Desde
hace tiempo me estimulan sus reflexiones y disfruto de su exuberante
inteligencia. En este artículo, que podéis encontrar en la web de la CadenaSER, tanto en texto como en audio, pone
el dedo en la llaga. La suavización de la mascarilla es una concesión del
complejo experto reforzado en la pandemia que tiene la voluntad y pretensión de
dirigir nuestras vidas más allá de ella. Recuerda cuáles eran nuestras
prácticas de vida anteriores y propone no olvidarlas ni renunciar a ellas. Esta
es la cuestión fundamental. No aceptar las migajas epidemiológicas y no
renunciar a vivir todo lo intensamente que cada cual quiera y pueda. En sus
propias palabras, ser guardianes de los rescoldos de nuestros antiguos fuegos.
Este es su
texto “NO FESTEJEMOS AHORA”
No festejemos ahora. Mantengamos robusta la desconfianza, vigorosa la prevención, inmaculado el recelo. Huyamos de la candidez y la inocencia. Seamos ásperos, ariscos. Porque la peste, en supuesto retroceso, ha deslizado grácil concesión y otorgado un permiso: circular sin máscaras. El jinete negro cede en su embestida y la humanidad responde con regocijo y fuegos de artificio. Sólo que deponer la máscara es un símbolo bobo, una limosna: embriáguense en el carnaval de las máscaras caídas, brama el jinete oscuro, aunque nada les haya sido devuelto de todo lo demás. No hay futuro, no hay fe, no hay entusiasmo, pero festejen, embriáguense, dice el jinete manoseando sus escamas. Aunque haya fronteras cerradas, empleos perdidos, viejos malviviendo sus últimos años en una era cenicienta, mujeres rotas, jóvenes suicidas: confórmense con eso, celebren la estúpida destitución de un trapo. Deberíamos devolver la concesión al remitente. Porque no es tiempo de festejos, sino de recordar cómo era antes para no terminar de perderlo todo. Es tiempo de encadenarnos a las puertas de palacio y señalar la brutalidad de las fronteras, la arbitrariedad del reparto de vacunas. De añorar. De ambicionar los recitales y las multitudes, los teatros repletos, las orquestas, los equilibristas esquivando el arte de morir en la cúpula del circo, los aviones sin protocolo, el sexo porque sí, las ferias reventadas de gente, la comida con las manos sucias. De ansiar el sudor, la improvisación, el vagabundeo sin precauciones, la piel ajena, los labios desconocidos, las barras lúbricas de los bares, las ciudades lejanas, la grave ligereza de estar perdidos. Hagamos vigilia sobre la memoria de lo que fuimos. No aceptemos dádivas. Hasta recuperar algo del antiguo fuego, seamos guardianes sobrios de nuestros rescoldos. Guardemos la compostura de los monjes, de los guardianes y los deudos
Gracias Juan. Le sigo en twitter y leo sus escritos desde hace unos pocos meses, y le aseguro que ello me da unos buenos ratos de ilusisón y esperanza entre tanto sinsentido. Magnífico el podcast de Leiya Guerriero. Gracias
ResponderEliminarY el fenómeno de aquellas personas que usan la mascarilla cuando van sólas en el coche que se podía ver tras el confinamiento y que aún se sigue viendo... He llegado a ver a personas realizando ese comportamiento paranoico con las ventanas del coche bajadas, que aún me parece más misterioso.
ResponderEliminarUn día le comenté a un compañero de trabajo, no entiendo a las personas que van paseando, de dar un paseo, con la mascarilla bajada y cuando se cruzan conmigo se la suben. A lo que me responde: "lo hacen por respeto". Ah, por respeto a la autoridad.
Pues aún hoy que se puede caminar sin mascarilla, me sigue pasando y uno se queda pensando: Esto no es normal.
Y ahí estás tú recogiendolo en este magnífico post.