En los últimos años se incrementa en mi entorno vital la proliferación de necedades que pueblan mi vida cotidiana y las comunicaciones públicas y privadas de mi entorno. La estulticia manifiesta una vitalidad insólita y se disemina por todos los ámbitos sociales. Esta adquiere formas múltiples que interactúan mutuamente generando, al estilo de los virus, nuevas cepas. Parece imposible detener esta incesante reactualización y explosión de la necedad, de forma que el viejo concepto de stultifera proclama su actualidad impúdicamente. La sociedad del conocimiento se funde con la proverbial nave de los necios.
El problema de la stultifera del presente radica en que conquista las cimas de las organizaciones, alcanza a múltiples autoridades y se instala en todas las estructuras. Pero su gran capacidad radica en que ocupa posiciones en dos estructuras centrales: la educación y los medios. En el caso de la universidad, cuya supuesta función es la construcción de la inteligencia, una ola inmensa de trivialización y pensamiento ligero neutraliza la misma institución. El virus que la impulsa se encuentra acomodado en los guiones de la organización, que engendran un arquetipo en continuo movimiento compulsivo para alcanzar resultados inmediatos. Así se constituye una inteligencia limitada por el campo programado para cada cual. Que se ve en la imperiosa obligación de realizar múltiples actividades para alcanzar los objetivos parcelados.
El sujeto activista universitario, sea docente o comprador de créditos (estudiante), se ve constreñido por un medio hiperprogramado que le requiere sin pausa alguna. Su inteligencia es esculpida como sujeto realizador de cálculos y jugadas a favor de sus objetivos, ateniéndose a las reglas imperantes. Así, frente a problemas complejos, multidimensionales y evolutivos, queda crecientemente incapacitado. La vida profesional es una sucesión de jugadas aisladas, que cada cual debe resolver para maximizar sus resultados, milimétricamente comparados con sus iguales-competidores. En ese campo no quedan recursos para ocuparse de otras cosas. El inteligente libro de Gilles Châtelet, Vivir y pensar como puercos, es un monumento de lucidez y remite al atontamiento colectivo.
Aún a pesar de que el paso de los años de ejercicio como profesor me alertaban de un escenario inquietante en el que se multiplicaban los memos y sus creaciones, fue en el primer año que se instauró el Trabajo Fin De Grado TFG cuando recibí el primer impacto que me conmovió profundamente. Estaba en el tribunal de una compradora de mis propios créditos con la que había tenido buena relación y tenía estima por ella. Había hecho un trabajo minucioso sobre los cambios del comercio en Granada. Analizaba la preponderancia de las cadenas y las franquicias en detrimento del pequeño comercio convencional. Cuando lo leí por primera vez me produjo una suerte de taquicardia, con sudores frios y una ira que salía de mi cuerpo. La razón era su omisión total a los comercios chinos, que era el cambio más contundente que se había producido en los últimos treinta años. Me costó mucho guardar la compostura.
Pero aún peor que la educación, que desde hace décadas es un subcampo de la animación, es lo de los medios. Las tertulias son conversaciones de un nivel tan ínfimo, que cualquier espectador habitual es gravemente afectado por su banalidad. La desinteligencia estructural de la televisión se especifica en el éxtasis en la comunicación no verbal. Las actuaciones de los hombres y mujeres del tiempo son antológicas, siguiendo la pauta de Brasero. Viendo a los reporteros de la Sexta quedo anonadado por su exceso de retórica no verbal y su uniformidad absoluta. Es todo tan homogéneo que resulta un atentado a la inteligencia en el umbral del terrorismo. Hay una presentadora de la Sexta que desarrolla todo el repertorio no verbal cada vez que es situada de pie frente a la cámara para decir cosas altamente banales. Entonces se despliega como un robot, maximizando los movimientos de los brazos y los juegos de manos, acompañándolos de movimientos de la cabeza, las piernas y explotando su rostro mediante la movilización sucesiva de todos los subsistemas. Lo dicho, es un verdadero robot.
La decadencia inexorable de la grafosfera y el impetuoso salto de la videosfera esculpen las inteligencias, pero sobre todo, producen una uniformización inquietante. En mis últimos años de docencia, en las presentaciones orales de trabajos, la monotonía de los cuerpos, los tonos y los estilos resultaban terroríficos. Los compradores de créditos habían sido cortados por el mismo patrón en los largos años de internamiento en el aula y como espectadores de la institución central de la televisión. Por supuesto que había algunas esperanzadoras excepciones, pero esta es una verdadera sociedad de los maquinizados. El taylorismo educativo ha formateado las mentes de manera irremediable.
He leído un
texto delicioso cargado de inteligencia acerca de la célebre nave de los
necios. El autor es el filósofo Juan Antonio González de Requena Farré, de la
Universidad Austral de Chile. Es el Editorial de una revista de esa universidad,
"Stultifera. Revista de Humanidades y Ciencias Sociales". Este texto es el
editorial del Volumen 3 Número 2. He decidido publicar aquí una parte de este en la convicción de que puede ayudar a pensar a algunos lectores
distanciados de su propia cadena de producción de méritos. El Editorial se puede leer en su integridad aquí
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Editorial: Pero ¿quién pilota la nave de los necios?
Juan Antonio González de Requena Farré
Aunque se resiste estúpidamente a salir del escenario, podemos afirmar, en tiempo pretérito, que la imbecilidad consumada ha presidido una de las superpotencias del supuesto orden mundial. Tal vez no hay mucho que festejar. Quizá haya un imbécil menos al timón del orden internacional, pero ello no garantiza que la estupidez estructural no siga conduciendo los asuntos humanos. Otros dirigentes mentecatos, conductores zopencos y líderes estólidos han desaparecido de escena, y el signo de los tiempos no necesariamente cambió, para desesperación de los filósofos biempensantes y los intelectuales esclarecidos. Y es que a los platónicos de todo tiempo y condición les parece inapelable la tesis de que solo quien realmente sabe debiera asumir la conducción de los asuntos humanos. Una de las analogías típicas de este credo epistemocrático proviene del campo de la navegación, donde aparentemente no todo el mundo puede ser piloto:
Imagínate que respecto de muchas naves o bien de una sola sucede esto: hay un patrón, más alto y más fuerte que todos los que están en ella, pero algo sordo, del mismo modo corto de vista y otro tanto de conocimientos náuticos, mientras los marineros están en disputa sobre el gobierno de la nave, cada uno pensando que debe pilotar él, aunque jamás haya aprendido el arte del timonel y no pueda mostrar cuál fue su maestro ni el tiempo en que lo aprendió; declarando, además, que no es un arte que pueda enseñarse, e incluso están dispuestos a descuartizar al que diga que se puede enseñar; se amontonan siempre en derredor del patrón de la nave, rogándole y haciendo todo lo posible para que les ceda el timón. (Platón, 2000, 488 a-c)
No obstante, las organizaciones e instituciones humanas, tanto gubernamentales como no gubernamentales, exhiben frecuentemente una pauta muy diferente de selección del personal a cargo del pilotaje o la conducción que trazará la hoja de ruta y guiará la navegación colectiva. En algunos casos, la posibilidad de tripular como piloto alguna organización o institución resulta directamente proporcional a la capacidad para no escuchar nada, no decir nada y no quejarse por nada ni nadie. Así lo recordaba —a través de un chiste acerca de la universidad española— un conocido investigador sobre la inteligencia humana:
Un mensajero llega a una universidad con un paquete especial para el profesor Torres. Pregunta al secretario del departamento y se entera de que en ese momento el profesor Torres no está, pero que se lo espera en breve. El mensajero se sienta a aguardar al profesor. Aguarda una hora, dos horas, una semana, un mes, un año, dos años, sin decir nada para no molestar a nadie. Por último, después de tres años, el departamento lo nombra profesor. (Sternberg, 1997, p. 112)
¿Resulta familiar? Además de representar a algunos conocidos de nuestro entorno cotidiano, el chiste nos recuerda inevitablemente a toda una galería de personajes literarios en quienes la ficción supera con creces a la realidad. Por supuesto, en la lista figura el Sr. Chance (hasta su nombre es ocasional), alias Gardiner: ese idiota vegetativo protagonista de la novela Desde el jardín, que en su vida solo sigue su propio ritmo —como las plantas al crecer—, inmerso en el jardín que cuida y en la pantalla del televisor, la cual es su único referente de realidad y su modelo imaginario de comportamiento. En la novela de Jerzy Kosinski de 1971, alguien así (únicamente capaz de acomodarse a rutinas, reproducir estereotipos televisivos y mimetizarse imaginariamente con lo que los eventuales espectadores esperan de la puesta en escena social) se convierte en un personaje público influyente y, finalmente, en un prometedor candidato político (Kosinski, 2005).
¿Suena conocido? De algún modo, este tipo de idiotas vegetativos, que no hacen nada más que responder inocentemente a las expectativas ajenas, evocan de lejos la bonhomía del tonto autóctono, el sujeto atado a la tierra y sometido a la labor cíclica al ritmo de la naturaleza, para sobrevivir con sencillez y alimentarse sobriamente del pan producido únicamente por sus propias manos. Ese tipo de idiota autóctono es capaz de engañar al mismísimo diablo (o, mejor dicho, burlar las expectativas maliciosas), como ilustra Iván el tonto, el célebre cuento de Lev Tolstoi (1885/2004). Al fin y al cabo, no tiene nada que perder, salvo su simple vida e ingenua autosuficiencia. También el príncipe Myshkin, el protagonista de la novela de Dostoyevski El idiota (1868/2013), comparte esta simpleza ingenua y candor sin reservas de quien solo es el receptáculo de las intenciones ajenas, y se convierte en el confidente compasivo y el espejo transparente en que se reflejan las complicadas vidas de los demás y los artificios de la convención social. Sin duda, la pureza ingenua de este tipo de idiota contrasta con nuestros imbéciles en el poder, autorreferentes también, pero indiferentes a la desgracia ajena y a las consecuencias de sus actos estúpidos.
Hay otro tipo de estúpidos en la variopinta condición humana, y no parecen mejor dotados para pilotar la nave de los necios. Está el necio pícaro, como lo ilustra el Simplicius Simplicissimus de Von Grimmelshausen (1669/1986), aunque este no es sino el reverso del saber admitido y de la autoridad establecida; se convierte en el doble bufonesco de la corte, triunfa en sociedad, sucumbe a los vicios mundanos y, finalmente, se retira del mundo como el más sabio de los humanos haría. También hay imbéciles petulantes, como Bouvard y Pécuchet de Flaubert (1881/1971), quienes, por mucho que lo intentan y por más que cultivan superficialmente sus limitados talentos en todas las artes y ciencias, fracasan reiteradamente en el intento de descollar sobre la medianía intelectual de la humanidad, teniendo plena consciencia de la estupidez de las masas. Un caso interesante es el idiota que encarna la estupidez estructural de algunas instituciones humanas, como el soldado Švejk de la novela satírica de Jaroslav Hašek (1922/2016); y es que entornos como la brutalidad de la guerra y la sórdida disciplina cuartelera encierran más absurdo e insensatez que las ambivalentes respuestas del subordinado idiota, de manera que parecen absolverlo. Sé que hay muchos más tipos de bobería, fatuidad, cretinismo, pazguatería, mentecatez y tontería, pero le dejamos al lector la noble tarea de realizar su propio memento recordatorio de la estupidez humana.
La conclusión de esta galería de necios es inquietante: puesto que hay más opciones de ser necio que de alcanzar el justo punto de la sabiduría, parece más probable que seamos dirigidos por algún estúpido; sobre todo si opera el principio de selección de quienes nada oyen, nada dicen y de nada se quejan. Como observaba Slavoj Žižek a propósito de la crisis económica mundial del 2008, el desastre no fue atribuible a la ignorancia de la ciudadanía, sino a que los expertos no saben lo que hacen, y las élites gobernantes son cada vez más incompetentes. Extrañamente, ante el desalentador panorama de las sociedades supuestamente hipercomunicadas, ultravigiladas y sujetas a la autoexplotación, hay quienes defienden la vía de cierto idiotismo, que haga valer la singularidad, el silencio, la apertura idiosincrática a lo diferente y la inmanencia del vivir (Han, 2014). Si lo dice Byung-Chul Han... Suponemos que no se refería a un asshol de tomo y lomo como Donald Trump (solo estoy citando el ensayo sobre la imbecilidad de James, 2016) ni a las tonterías ocasionales de algunos gobernantes convertidos en su propio bufón; tampoco a la imbecilidad mimética ni a la estupidez estructural. Más bien parece que estos tiempos aciagos estuvieran poniendo en escena viralmente la frase del Macbeth de Shakespeare:
La vida no es más que una sombra en marcha; un mal actor que se pavonea y se agita una hora en el escenario y después no vuelve a saberse de él: es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada. (1873, acto quinto, escena quinta)
En todo caso, dado el carácter multiforme y proteico de la necedad humana, resulta difícil concebir —o, incluso, imaginar— cómo sería un mundo gobernado por la idiotez y con la estulticia por guía providencial. ¿Se trataría de un universo de mónadas embotadas en su autoencierro, o bien de un devenir insensato, indeterminado, intempestivo e impredecible? ¿Primaría la fatuidad de un sujeto peraltado, incapaz de comprender su pertenencia al mundo y a los otros, o acaso asistiríamos a la deposición de toda voluntad, a la disolución del yo y a la apertura sin reservas a los designios ajenos? ¿Consistiría en la implosión de una autodeterminación egocéntrica sin consideraciones ni concesiones, o bien en la consumación de una heteronomía plena que borrase cualquier indicio de individualidad? Quién sabe... Quizá nada sería tan diferente respecto a cómo son las cosas efectivamente: una confusa mezcla de inercia y accidente, de indiferencia y torpeza, de opacidad y malentendido, de fatuidad e incapacidad. Con frecuencia, el arte occidental representó el mal y lo demoniaco bajo la figura del híbrido monstruoso, como una abigarrada composición de elementos inquietantes de los más diversos animales, criaturas y condiciones; no obstante, parece que ese es también el aspecto de la omnipresente tontería y la mundanal estulticia.