En vano busca Occidente una forma de
agonía digna de su pasado… [Es] una posibilidad sin futuro.
E.M. Cioran
Estas
palabras de Cioran pueden explicar el último movimiento realizado por Pablo
Iglesias en el tablero político. Su reciente salida del gobierno y su abandono
de la política activa remite al final de un tiempo político de contestación y
cuestionamiento del Régimen del 78. Su abandono es una señal inequívoca del
bloqueo que experimenta cualquier reforma de fondo, en las dilatadas vísperas
del retorno al gobierno de la derecha, ahora en una doble versión radicalizada
y reciclada. Es significativo que este acontecimiento apenas ha sido analizado
en su perspectiva de ciclo político, predominando los enfoques subordinados a
lo inmediato. El tiempo político de Iglesias es el tiempo del gran salto de la
videopolítica, que ahora domina completamente el escenario. Precisamente, su singular
aportación radica en constituir un personaje de guiñol perfecto que además aporta
suspense a cualquier guion.
En este
tiempo, los actores de los acontecimientos políticos que son descartados son
reclutados como comentaristas por las televisiones. Ahí se encuentra una buena
parte de los desplazados de los primeros años de Podemos: Luis Alegre, Tania
Sánchez, Carmena, Ramón Espinar o Carolina Bescansa. Me fascina la capacidad asombrosa
de representar sus derrotas y sus renuncias en el altar mediático. Se podría
enunciar una teoría de la humillación con los antaño agentes del cambio,
devenidos en gentes que buscan un hueco en la programación. La videopolítica
implica que cualquier acontecimiento es desguazado para ser convertido en
imágenes, sketchs,
memes, zascas y otras creaciones audiovisuales propias de la época que nutren a
grandes masas de mirones. Los nuevos tertulianos son requeridos para aportar al
torrente de titulares que se diseminan por todas las programaciones y
desestructuran las mentes de los ínclitos receptores-espectadores.
Cuando apareció Podemos escribí un texto que
nunca he subido al blog. Su título era “Los comandantes que llegan a la
televisión”. En el mismo, manifestaba mis dudas acerca de una transformación
política desde el viscoso espacio de la infosfera. Pablo ha acreditado en estos
años su gran potencialidad para distinguirse en el hiperpolisémico mundo de las
imágenes. Es el personaje perfecto para nutrir cualquier relato audiovisual,
suscitando adhesiones y rechazos derivados de la movilización de las emociones
encontradas. Su éxito radica precisamente en este protagonismo del reality
político. Su final denota que la evanescencia de la infosfera ha terminado por
disiparse, facilitando así la emergencia de la realidad, que radica en la potencia
inquietante de los intereses opuestos a la realización de reformas políticas y
económicas de gran calado. En el mismo día de hoy, las eléctricas muestran
impúdicamente su supremacía sobre los gobiernos, los partidos y la escuálida
sociedad civil.
Los siete años de Pablo arrancan en las
elecciones europeas de 2014, donde obtiene unos apoyos espectaculares. Este es
el comienzo de un bienio prodigioso en el que Podemos muestra su capacidad de
concertarse con distintos grupos, obteniendo un éxito insólito, ganando las
alcaldías de Madrid, Barcelona, Zaragoza, Coruña, Cádiz y otras capitales
importantes. En las elecciones generales de 2016 obtiene 71 diputados,
culminando ese tiempo de expansión fulgurante. Tras estos años de ascenso,
adviene un tiempo fatal de retroceso en el que el proyecto se fragmenta y
pierde apoyos. En la fase de regresión acumulativa de los últimos años, se
integra en el gobierno de Pedro Sánchez en una operación que pretende la
salvación y termina en la tragedia de su ubicación en un suelo cada vez más
menguado.
El retroceso general deviene en un misterio,
en tanto que es analizado desde la perspectiva de los magos de los dígitos,
cuyos análisis pueden representarse según la metáfora baumaniana de lo líquido,
pero en trance de evaporarse. Tras el primer bienio mágico, el nuevo partido se
descompone. Por un lado, muchos de sus dirigentes en todos los niveles
abandonan o son expulsados. Las imágenes del núcleo fundador son elocuentes.
Por otro, distintos contingentes de votantes se distancian irremediablemente
del mismo. Durante todo el proceso de disgregación, la figura del líder
providencial no deja de crecer. Esta contradicción termina por colapsar el
proyecto.
La crisis de Podemos es principalmente
cognitiva y se materializa en una inteligencia colectiva progresivamente
obstruida. La liquidación de las experiencias de gestión de gobiernos
municipales, no suscita ninguna reflexión al respecto. Pero, por el contrario,
desata las luchas internas entre líderes y grupos, que adquieren una intensidad
inusitada. En este proceso de depuración interna Pablo representa la punta de
lanza. La eliminación de los errejonistas abre un proceso de depuración y
homogeneización que termina también con los anticapitalistas y elimina drásticamente
la heterogeneidad interna. Así se configura según el modelo de los partidos
comunistas convencionales, en los que el secretario general y el comité central
representan la apoteosis de la centralización y la unanimidad.
La pérdida creciente de apoyos remite a la
creación de un partido ingrávido, que vive en las televisiones y la esfera
virtual. Desarraigado de la tierra, privado de apoyos locales sólidos, y carente de un aparato centralizado efectivo,
el desvarío es inevitable. La experiencia de Podemos se puede definir como la
realización de un simulacro político del cambio en España. Este se especifica
en la aparición de estados de expectación catódica alimentados por retóricas
discursivas y representaciones visuales continuadas. En esta función, el papel
de Pablo ha sido insuperable, en tanto que ha nutrido el personaje central que
anima la trama narrativa del simulacro. La simulación de disenso es una
necesidad imprescindible para el agotado sistema de partidos. Los platós han
constituido el espacio en el que tiene lugar este cambio imaginario. La
sobredosis de simulación política inducida por Podemos ha devenido en el
impetuoso retorno de la derecha, sustentado sobre el cansancio de las mayorías
mediáticas que en el siguiente envite tienden a modificar sus preferencias.
El proceso de declive de Podemos tiene
semejanzas con el de los grandes partidos comunistas del final de los años
setenta en el sur de Europa, que se sustentan en electorados
extraordinariamente amplios. Los casos de Francia e Italia son paradigmáticos.
También el reciente de Syriza en Grecia. En todos los casos se configura una
paradoja fuerte. La consecución de fuertes apoyos electorales pone de
manifiesto la inviabilidad de aplicar un programa político rupturista, lo que
conlleva un espectacular gatillazo. De ahí su devenir fatal, en tanto
que sus bases sociales terminan por distanciarse del proyecto. Cualquier
programa de transformación estructural se topa con unas relaciones de fuerza
extremadamente desiguales, lo cual frena inexorablemente la acción
gubernamental, que disuelve su propia fuerza.
Cuando estas izquierdas llegan al punto
crítico en el que tienen que confrontarse para avalar sus programas, retroceden
renunciando a sus propios modelos. Baudrillard lo denomina lúcidamente como
“vergüenza de la revolución”. En España, nadie defiende abiertamente a Cuba,
Venezuela u otros modelos que terminan encerrados en los recintos de la
intimidad. Así se configura un destino común para todas estas experiencias, que
son bloqueadas y desactivadas, siendo empujados sus actores a la marginalidad
política. Las izquierdas del ciclo político de Podemos han aprendido admirablemente
el arte de callar y simular.
Pero el aspecto más importante radica en que,
en la era de la videopolítica, cualquier experiencia es devorada por la lógica
de la sociedad del espectáculo. Podemos ha sido reducido a las imágenes de
mamás parlamentarias con sus bebés y otras semejantes. En los últimos años
tiene lugar un proceso de desertificación de la sociedad civil y política, al
tiempo que explotan las exigencias transpolíticas de espectáculo y juego. Las
perversiones derivadas del ascenso a los cielos del trumpismo o el ayusismo se
explican desde esta perspectiva. Este factor tiene como consecuencia la
conformación de votantes-espectadores nómadas, que apuestan por opciones según
reglas poco relacionadas con los programas, pero más determinadas por la lógica
del cuadrilátero en el que pelean los gladiadores, al estilo de la lucha libre.
Así se erosionan y se socavan los espacios sociales en los que la izquierda se
encontraba históricamente arraigada.
En este contexto licuado se puede comprender a
Pablo Iglesias. En él coexisten tres áreas diferenciadas. Como profesor y
activista ha conocido y experimentado los conceptos y métodos del nuevo
anticapitalismo. Al mismo tiempo, mantiene el vínculo sagrado de su origen, las
Juventudes Comunistas, que representa el viejo anticapitalismo castrado.
Sintetizar ambas opciones es una tarea casi imposible. Pero, además, es un
ilustre participante de los mundos de la politología empírica y la comunicación
política, que se encuentran atravesados por los saberes del mercado, que los
configuran en la práctica como mercadotecnia electoral. Sus actuaciones pueden
interpretarse desde la síntesis imposible de estos tres componentes. De ahí sus
contradicciones.
Las palabras que mejor pueden definir su
trayectoria es la de débil definición y geometría variable entre componentes de
estas tres referencias. Así, es el líder que introduce algunos discursos y
prácticas referenciados en el nuevo anticapitalismo; también es el secretario
general implacable que vela por la homogeneidad absoluta mediante prácticas de vigilancia,
apartamiento y expulsión de los no afectos; y se desempeña como un experto en
comunicación electoral, resuelto y creativo ante las cámaras, sabedor de sus
potencialidades de seducción mediática. Su promiscuidad es providencial.
El resultado es la creación de un extraño
partido que no es ni una cosa ni otra. No es un partido de nueva izquierda con
tendencia a la horizontalidad y la red. Tampoco un partido comunista clásico.
Se trata de un híbrido extraño que se sustenta en distintos elementos
contradictorios. Al tiempo que partido mediatizado hipercompetente en
producción de efectos especiales; funciona con un liderazgo y organización
interna semejante a un partido comunista, pero carente de un aparato
consolidado, lo cual le obliga a actuar incesantemente castigando a los
desafectos. Además, se sustenta en un conocimiento completamente obsoleto de lo
que es la movilización, las relaciones con los movimientos sociales y las
sociedades postfordistas. Con los movimientos sociales practica una relación de
subordinación jerárquica y alineación en un imaginario bloque que represente a
lo que se entiende como mayoría social.
Las sociedades postmediáticas son
extremadamente heterogéneas y móviles. Introducir un injerto homogéneo y
vertical, como el que representan los viejos partidos comunistas, tiene efectos
demoledores sobre los proyectos. Si alguien se pregunta por el sórdido destino
de las experiencias municipales de las mareas, puede obtener una pista a partir
de aquí. Podemos se sustenta sobre varios arcaísmos conceptuales que limitan
severamente su acción política y constriñen sus resultados. Estas antiguallas
cristalizan en estructuras mentales cerradas a la observación, la reflexión y
la experimentación.
Las últimas elecciones en las que Pablo fue
candidato, las autonómicas madrileñas, desvelan el estado depresivo de la
organización, cuyas capacidades de aprendizaje se encuentran bajo mínimos. En
estas condiciones todas sus escenificaciones y sus prácticas se encuentran
determinadas por un fatalismo que se irradia a todas las actividades. Así se
puede entender la fuga de Iglesias que retorna a su origen, la televisión, la
universidad y el asesor de gobiernos, ahora como próspero emprendedor dotado de
experiencia y recursos relacionales que amparan sus proyectos.
Los supervivientes se atrincheran en el
gobierno en espera de la fatalidad del reemplazo inevitable. Mientras tanto,
disfrutan de los privilegios de las cuotas de pantalla, de los incentivos
materiales que los convierten en florecientes clases medias y de las
imaginerías que les protegen de la cruda realidad para su proyecto. Las
certeras palabras de Cioran son certeras. Se trata, cuanto menos, de tener un
final digno equivalente a la gloria que acompañó su bienio triunfal, que ha
quedado grabado perpetuamente en sus mentes. Así se reafirma el abismo entre el
destino social de la élite partidaria y sus bases sociales, que tienen que
sobrevivir en un capitalismo que parece cumplir esa máxima de “hoy peor que
ayer, pero mejor que mañana”.
Así se conforman los huérfanos de este
simulacro político que ahora quedan desamparados. En este final, ni siquiera es
factible realizar una simulación de disenso político, en un sistema que se
encuentra vacunado con la pauta completa frente a la contingencia de la
diferencia.
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