Los bolsillos son el último reducto de la intimidad. Se trata de recipientes que guardan distintos objetos personales, cuyo valor de uso alcanza su máxima cotización. Las carteras contenedoras de los documentos personales; las tarjetas canonizadas; las llaves; las monedas y los billetes sacrosantos; el dios de la conectividad: el móvil; los más inesperados objetos personales; los papeles de las transacciones del día, y una suerte de residuos de distintas actividades que cada cual mueve a su papelera de reciclaje tras unas horas aparcados allí. Se puede afirmar que una de las dimensiones de la especificidad de una persona se manifiesta en el uso y contenido de sus bolsillos.
Recuerdo mis tiempos de activismo antifranquista, en el que, en cada detención, al llegar a la Dirección General de Seguridad, la primera orden era “Saca todo lo que tengas de los bolsillos”. Tras poner todos los objetos encima de una mesa, la policía se tomaba la licencia de hurgar en ellos para buscar cualquier tesoro en forma de papel en el que pudiera constar nombres, citas, teléfonos o direcciones. Desde el momento de la detención hasta la llegada a ese palacio de la seguridad, la puja por recopilar y destruir los papeles era épica. Puedo acreditar que me he tragado un volumen de papeles considerable. Esta ceremonia del vaciado de bolsillos tenía lugar también al llegar a los juzgados o la prisión. Esta locución ha quedado grabada en mi memoria y comparece cuando me encuentro forzado a buscar a cualquier papel u objeto huésped provisional de estas misteriosas bolsas fronterizas con mi piel.
La licencia de la autoridad para inspeccionar los bolsillos denota el estatuto de ciudadanía rebajada y restringida. Pues bien, tras tantos años de postfranquismo, la epidemiología punitiva adopta la decisión de regular el uso de las mascarillas, de modo tal que obliga al sujeto vigilado a ponérsela en determinados espacios y quitársela en los lugares abiertos. En los intervalos entre ambas situaciones, es obligatorio llevarla consigo. El lugar de alojamiento recomendado por los predicadores mediáticos es, precisamente, el bolsillo. Imagino un trayecto diario en el que la mascarilla experimenta varias localizaciones sucesivas. Pienso que puede calificarse de muchas formas. La mía es que se trata de una guarrería en la que distintos gérmenes se acumulan en capas sobre la tela de tan enigmático objeto protector. Así se constituye una iatrogenia epidemiológica añadida.
Pero la cuestión fundamental radica en que la nueva reglamentación, permite a la policía requerir a las personas a mostrar tan ajetreado objeto. Así, se constituye una vía de acceso a los bolsillos, lo cual representa una minimización de la condición de ciudadano. La nueva reglamentación tiene la pretensión de pacificar a los contingentes ávidos de desarrollar prácticas de vida en los espacios públicos de tan prometedor verano. La derrota de la izquierda y su conglomerado experto ha propiciado un giro brusco, en el que las autoridades tratan de comparecer con un rostro pospandemia. Así, precipitadamente, se suaviza el uso de la mascarilla, se abren los campos de fútbol y se realizan concesiones para despojarse de la imagen negativa prohibicionista, detentada en el último año y que ha representado la dilapidación de una parte sustantiva del capital electoral inicial.
Pero esta medida genera una colisión civil entre los contingentes prestos a vivir y aquellos que continúan atemorizados por la pandemia y su manejo mediante la producción de los miedos. Los espacios públicos van a ser un escenario de la puja entre estas gentes, en tanto que las situaciones presentan un grado de complejidad que supera a la rigidez de las normas. El aparato salubrista coercitivo persiste en su torpeza para definir las situaciones y estandarizar la vida. La condición del metro y medio de distancia se puede cumplir en pocas ocasiones, pero, dado que el sujeto fluye por el espacio, se encontrará en distintas situaciones de densidad, en las que las distancias se acortan o se alargan. En su presentación se alude a la llegada a un semáforo, en la que el paciente sufridor tendrá que ponérsela, para quitársela segundos después cuando recupere la distancia de seguridad.
Me fascinan las intervenciones de la ministra de Sanidad Carolina Darias. Es de esas personas en las que se suscita la duda acerca de su condición humana. Sus intervenciones parecen diseñadas por una megamáquina de la videopolítica. Se atiene estrictamente a las pautas de la comunicación política en vigor. Sus gestos y tonos están programados por los magos de la comunicación no verbal, así como sus cuidadas imágenes. De este modo, encarna el guion de la perfecta ministra robotizada, de la que no cabe esperar nada humano. Es como un dibujo animado o un personaje de guiñol manejado por los operadores mediáticos. En esta situación, la inteligencia queda severamente menguada en la apoteosis del guion que impide la espontaneidad. La ministra representa las perversiones de la comunicación política.
La normativización del uso de la mascarilla está sobrecargada de absurdos y las situaciones son difícilmente reductibles a los moldes normativos. Pero el factor más problemático es el efecto de lo que me gusta denominar como “la convergencia de las revanchas”. La pandemia ha acrecentado los sentimientos negativos de distintos sectores. Los atemorizados que exigen un orden estricto y la supresión de los excesos festivos se encuentran llenos de furia contra los irresponsables que son presentados en las pantallas. Claman mano dura contra los incumplidores. Los apegados a la vida, que han sido sujetados durante tanto tiempo manifiestan inequívocamente su deseo de revancha, que se manifiesta en la proliferación e intensificación de sus énfasis en las prácticas de vida. Los epidemiólogos y los sanitarios, sobrecargados de trabajo en la pandemia y testigos de muchas tragedias personales, han generado sentimientos de hostilidad hacia los incumplidores.
La convergencia de revanchas se va a manifestar en los espacios públicos en las próximas semanas. La insurgencia festiva va a colisionar con los portadores de los temores auspiciados por los medios, los sanitarios y los salubristas, posicionados a favor de la pandemia permanente, en espera de la próxima edición, que consolide su función de agente regulador de las vidas y vigilantes de los estados de la salud colectiva. La regulación de las mascarillas abre una guerra civil de baja intensidad e intermitente entre los distintos contendientes. El vigor de los “irresponsables”, así como su potencialidad electoral manifestada en el castigo a los reguladores de la vida, los harán vencedores en la mayoría de las situaciones y espacios.
Pero la nueva situación agiganta el papel de la policía, que confirma y reafirma el espacio público como territorio vigilado objeto de intervención, otorgando a los agentes la facultad de aproximarse al territorio sagrado de los bolsillos de los viandantes. La pandemia ha instituido una sociedad de control de intensidad variable, fundada en la categorización de la salud como nueva religión civil, en la que el cuerpo sacerdotal dirime acerca de los comportamientos permitidos y los agentes de las fuerzas de seguridad aseguran su cumplimiento. La sociedad epidemiológica avanzada es una sociedad policial, en la que esta institución adquiere la condición de la ubicuidad suprema.
Me inquieta pensar en la existencia de regulaciones absurdas, en tanto que confieren a la policía unas atribuciones excesivas. Por poner un ejemplo que remite a la inteligencia del gran Forges, cuando se dice que se puede ir sin mascarilla en espacios abiertos siempre que se asegure el metro y medio de distancia, y de que las personas que nos acompañen sean convivientes. Este es un disparate mayúsculo que confiere atribuciones supremas a la policía para discernir sobre su aplicación. La sociedad epidemiológica-policial manifiesta una crisis de racionalidad inquietante. De momento, preparo mis bolsillos para ser aptos para la inspección a partir de mañana mismo.
2 comentarios:
Seguimos en la distopia, Juan. Nunca reconocerán sus errores. Este sistema de autoritarismo salubrista es la solución que ha visto el neocapital para poder seguir extrayendo grandes beneficios algún tiempo más. ¿Qué mejor negocio que vender productos para la "salud" a una sociedad atemorizada, cuyo máximo ideal se reduce a la mera supervivencia a costa de lo que sea? (La nuda vida de Agamben). El nuevo, enorme, nicho de mercado está creado con el apoyo de la mayoría de los gobiernos; no van a dejar escapar esta oportunidad.
Aunque hay editores que se atreven a publicar libros criticos acerca de la pandemia. ¿Conoces
-Covid 19. La respuesta autoritaria y la estrategia del miedo. Paz Francés, José R. Loayssa y Ariel Petrucelli. Ediciones El Salmón, 2021
- Los penúltimos días de la humanidad. Ander Berrojalbiz y Javier Rodríguez Hidalgo. Pepitas de calabaza, 2021?
Sí, he leido el libro de Francés, Loayssa y Petruccelli. La próxima entrada del blog será una reseña del libro. El otro no lo conozco. Muchas gracias por la información
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