La evolución
de la pandemia ha puesto el foco sobre los bares y la hostelería. La
controversia acerca de los mismos ha terminado por tener un protagonismo
indiscutible en la campaña electoral de Madrid. El final del estado de alarma
ha catalizado a las poblaciones festivas, que han tomado las calles de forma
eufórica y apoteósica, ante las descalificaciones de los sectores oficiales y
profesionales. Lo cierto es que la pandemia continúa su curso, produciendo
numerosas víctimas entre los más mayores. Pero, como pronostiqué en este blog,
tanto la economía como la vida son dos fuerzas gigantescas que iban a revivir
tras el confinamiento, sobreponiéndose inexorablemente a las víctimas y
desplazando a un segundo plano a los aspectos sanitaristas y sus expertos
providenciales.
Las calles
atestiguan la explosión festiva y la hostelería recupera su esplendor, en tanto
que sigue la inercia de la maquinaria sanitaria asistencial. Esta situación se
puede representar con el título de una
vieja canción de mi juventud, de un grupo de ese tiempo: Los Sirex “Que se
mueran los feos”. Dice así, “Que se mueran los feos, que no quede ninguno,
ninguno de feo”. Como en otras ocasiones, los afectados tienden a ser colocados
fuera del foco. Las elecciones de Madrid, privilegiando a las estrategias de
convertir en secundarias a las víctimas, han dado la puntilla a las medidas
prohibitivas y abren un horizonte de reactivación de la economía y explosión de
la vida. La relegación de los infectados se hace patente de modo creciente.
El resultado
es la configuración de un problema de gran complejidad, en tanto que los
discursos oficiales se ritualizan y no se corresponden con las decisiones. La
gestión de la pandemia se homologa con otros problemas sociales crónicos y sumergidos,
que concitan aparentes consensos pero que no suscitan intervenciones efectivas.
El más representativo es el de la pobreza. Todos declaran estar a favor de su
disminución, pero cualquier medida en esa dirección encuentra grandes
obstáculos y oposiciones subrepticias. Así se reproduce incesantemente
sobreviviendo en la sociedad opulenta. Las calles, los bares, los restaurantes
y las discotecas van a coexistir con los centros sanitarios en los que se
atiende a los infectados, que declinan el protagonismo que detentaron en los
primeros meses de la Covid.
De esta
situación resulta la visión del testigo. Se trata de aquellos que tratan con
los enfermos y viven sus dramas. Así cristaliza
una perspectiva que tiende a condenar en términos morales a las gentes
que se entregan con frenesí a las prácticas festivas tras un largo tiempo de
restricciones. Los medios se identifican con las visiones moralistas de
reprobación a la fiesta, en tanto que apoyan activamente la restauración de la
economía, que en España se encuentra representada por el turismo y el complejo
económico de la hostelería. Tras la emergencia de Ayuso y la excepción
madrileña, los hosteleros desarrollan presiones efectivas a los presidentes de
las autonomías. El acoso a Revilla es paradigmático y denota la emergencia de
los propietarios de establecimientos hosteleros como grupo de presión
formidable en una economía turistificada.
En este
contexto cabe situar la cuestión del bar y la galaxia de establecimientos
hosteleros. El bar es un lugar oscuro,
en el sentido de que las representaciones sobre el mismo desbordan a su
poliédrica realidad. Existen varias formas de entenderlo contrapuestas entre sí.
La versión oficial lo percibe como una instancia inscrita en la esfera del
ocio. La dicotomía Trabajo/Ocio preside todas las representaciones de estos
discursos. Lo importante es el trabajo, siendo el ocio un lugar subalterno a
este, que cumple funciones subsidiarias en la vida social. De ahí que se pueda
decidir acerca de la restricción de su uso o incluso su clausura, como ha
ocurrido en varios de los ciclos de la pandemia. Las actividades que tienen
lugar en ellos son prescindibles, conformando un excedente de vida considerado
relativamente superfluo.
Pero esta
perspectiva racionalista de la vida es portadora de varios sesgos y
distorsiones de gran envergadura. El año pasado, tras el confinamiento, escribí
aquí un texto sobre el sexo, que se encontraba en estado de omisión en todos
los discursos epidemiológicos, en tanto que la relación existente entre las
prácticas e vivir y el mismo son incuestionables. De esta supresión resultaba
una perspectiva manifiestamente sesgada que amparaba las cegueras
epidemiológicas múltiples. Pues bien, ahora va a comparecer aquí otra divinidad
ausente en todos los discursos profesionales sobre la pandemia, pero que
adquiere un protagonismo incontrovertible en el final del estado de alarma.
Este es el alcohol: el vino, la cerveza y los licores. Este es un ingrediente
esencial en la vida, que se encuentra neutralizado en los discursos, debido a
la preeminencia de las ideas racionalistas y moralistas. Como todas las
divinidades, nadie habla de ellas, pero todos la incorporan de distintas formas
a su praxis de vivir.
Pues bien,
el bar es la sede de las bebidas alcohólicas, así como de las plantas sagradas
de la civilización, tales como el café y el té principalmente. También otras
plantas del más allá del mundo de los estímulos de las personas. En él se
congregan las gentes a practicar unas relaciones sociales facilitadas por los
líquidos consagrados. De este modo, las prácticas que allí tienen lugar, tienen
una naturaleza que se aproxima a lo sagrado, escrito en las minúsculas que cada
cual le quiera asignar, pero sagrado. En ellos se vive una parte muy importante
de la cotidianeidad. Desde siempre me ha gustado dejarme llevar los fines de
semana entre el inmenso repertorio de locales dotados de magia y templos
etílicos vividos intensamente. La enorme energía que se produce allí, cuestiona
la posición de subalternidad asignada en los esquemas dominantes del
racionalismo. La fusión de la tripleta
vino/cerveza/licores, con la música y las prácticas de gratificación del
paladar, conforman un mundo de sensorialidades que crece exponencialmente. En
la vida de las personas representa un espacio fundamental.
Beber es una
práctica social generalizada. Su papel más relevante radica en que genera un
estado individual que expande la conciencia individual. La bebida hace posible la creación de
situaciones estimulantes que no serían posibles sin su presencia. Hace factible
pasar de la posibilidad al acto, en tanto que desinhibe a las personas. Se
trata de un estimulante que da lugar a efervescencias compartidas y climas
eufóricos. En este sentido es el más social de todos ellos. Se hace
imprescindible en todas las actividades sociales festivas. Además, reaviva el
apetito erótico, exacerba los sentidos y establece una dinámica de unión y de
integración en el grupo, debilitando los blindajes y barreras establecidas
entre los grupos sociales.
Ciertamente,
el alcohol remite a una zona oscura que permanece oculta en las personas. Las
dosis moderadas generan estados de lucidez, en tanto que los excesos producen
resultados inaceptables. Pero la bebida es un catalizador de una socialidad
extremadamente relevante. Esta facilita la fusión con el colectivo y la
creación de un estado común definido por la exaltación de los sentidos. En las
últimas décadas se puede identificar con la palabra “marcha”. Este concepto
remite a una sensibilidad común que resulta del efecto de agregación que se
deriva de la bebida. Al tiempo, genera un estado de confusión donde lo
estrictamente racional declina manifiestamente.
El acto
social de beber en común rompe radicalmente con la tendencia principal de los
sistemas sociales de las sociedades del presente, que es una individuación
rigurosa. De esta resulta una propensión a encerrarse en sí mismo, absorbido
por la fatigosa obligación de acumular méritos y labrar el currículum, así como
acreditar la excelencia en el consumo. Una sociedad tan avanzada y sofisticada
en esta pauta genera inevitablemente un envés social. La multitud festiva de
los jóvenes de los fines de semana, la de los bares, discotecas y botellones,
se resarce de su encierro individualizante en las instituciones educativas, de
transición y del mercado del trabajo. Salir es un acto de socialidad para
integrarse en una configuración social en la que la competencia se encuentra
difuminada.
El tejido
territorial que contiene los bares y los territorios consagrados para el
botellón alberga un verdadero sistema social no reconocido por los paradigmas
oficiales. Este no tiene finalidades explícitas pero sus sentidos son
inequívocos: celebrar la vida, consagrar al colectivo en la larga espera de su
integración en el mercado laboral y resarcirse del tiempo institucional vivido,
que es extraordinariamente lento. Se trata del envés nocturno de un sistema que
relega a una clase de edad. Representa la materialización de climas eufóricos y
prácticas de vivir en un tiempo liberado en el que se suspenden las normas y la
racionalidad. En este mundo social impera la sensibilidad y la representación o
cualquier forma de organización no es factible.
Desde esta
perspectiva se puede reconstituir al bar como la sede de una socialidad
diferente a la imperante en el sistema. Se trata de un lugar en el que se
suscita un tipo de relación social que conlleva cierto misterio, en tanto que
carece de una finalidad explícita. En su espacio se entremezclan distintas
gentes para disfrutar de unas actividades carentes de exigencia alguna. Allí la
gente se explaya y vive un momento especial de distensión. Las bebidas mágicas
contribuyen a los climas que facilitan el hablar por hablar, liberado de
consecuencia alguna. En su estancia disminuyen las diferencias sociales y cada
uno se integra en el alma colectiva de cada establecimiento. Se vive un momento
de excepción en la vida reglamentada estrictamente y definida por las
obligaciones.
No es de extrañar
que la taberna siempre haya sido sospechosa para el poder, en tanto que sistema
social que privilegia una resistencia dúctil, basada en la parodia, el chiste y
la apoteosis del humor. Es el lugar de expansión del yo encerrado en el
domicilio electrónico y sus obligaciones audiovisuales y los empleos gobernados
por la administración de los méritos.
Todo ello ha cristalizado en el tiempo de finde, que es un tiempo de
fiesta múltiple y diseminada por todo el espacio social. Estos son los sentidos de la poliédrica
palabra “salir”. Es liberarse del aislamiento para integrarse en un sistema
social que Maffesoli define como “magma afectivo”.
Está claro
que este sistema social privilegia los excesos, los comportamientos inaceptables
y acontecimientos críticos. He sido explorador de esos mundos y conozco el
catálogo de problemas que se suscitan en su interior. Los pequeños actos de
barbarie, los estados de alienación vinculados con la ebriedad, las múltiples
violencias y la crueldad de los fuertes con los débiles. Estos son solo algunos
de los efectos no deseados de este estado de socialidad. Pero las condenas
moralistas de los asentados e integrados, se realizan desde las coordenadas de
sus propias posiciones sociales. Los participantes en el magma afectivo están
ubicados en posiciones provisionales e inestables. Este es el precio de
mantener una estructura social que condena a los jóvenes a una juventud larga,
improductiva y sin fin.
El largo
confinamiento y su secuela de desescaladas han acumulado un potencial festivo
explosivo que ha catalizado el fin del estado de alarma y la disensión en el
sistema político. Sobre ese vacío, el concepto de libertad al estilo madrileño,
ha catalizado las energías contenidas. En estos días recorro las terrazas y los
bares contemplando la energía que albergan en sus espacios. Constituyen la
revancha del confinamiento. El verano anuncia a llegada de multitudes
turísticas prestas a vivir de forma
desinhibida su verano imaginario, que compense su encierro. Los resultados pandémicos
adquieren así su homologación con los accidentes de tráfico. Se conforman como
un precio a pagar por la movilidad de todos.
1 comentario:
En realidad no hay ninguna "pandemia". Sin morbilidad significativa no hay pandemia que valga por muchos galimatías burocráticos que monte la OMS
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