La intensificación de la campaña electoral comienza a tener efectos nocivos sobre mí. Una oleada inmensa de ruido, zafiedad, mentiras, simulaciones, redundancias, palabras huecas, sonidos programados, imágenes devenidas en ardides, puestas en escena vaciadas y actores que alcanzan lo sublime en el arte de fingir, me rodea por tierra mar y aire. Sus ecos se cuelan por todas las rendijas de mi cotidianeidad. Lo peor radica en que todo tiene un olor y sabor a factoría. Es el tiempo de la industria de la comunicación política y sus brujos. Los cabezas de cartel son manufacturados por el complejo industrial de la imagen.
En las primeras elecciones del postfranquismo, los cabezas de cartel eran verdaderos actores políticos. Ciertamente, ya eran formateados por los asesores de imagen y expertos en campañas. Pero estos detentaban un grado de autonomía con respecto al dispositivo de escenificación. Ahora todo ha cambiado y los aparatos mediáticos se han convertido en los operadores de los contendientes, a los que manejan al modo del guiñol. Los programas son sintetizados en un número reducido de tics, imágenes, eslóganes y argumentarios a los que los candidatos deben ajustarse estrictamente. No hay un espacio personal para nadie en esa función enlatada por la politología de todo a cien.
Ayer vi un programa de televisión en el que tuvo lugar eso que llaman “un debate” entre jóvenes candidatos de partidos contendientes. Fue tan desolador y tan elocuente como indicador del fin de una época, de un tiempo sin devenir en el que el bloqueo alcanza una dimensión inconmensurable. La evidencia terrible de la preponderancia absoluta de los operadores de las máquinas mediáticas sobre los candidatos, reducidos al papel de peleles en una función en la que no tienen otra alternativa que desempeñar el papel asignado por los guionistas, se manifestó de una forma cruel.
Este acontecimiento mediático remite a la cancelación definitiva de un ciclo político prometedor, que se ha disipado en los últimos años definitivamente. La tragedia de algunos de sus protagonistas se hace patente. Presentes en las instituciones legislativas y ejecutivas han tenido que renunciar gradualmente a sus propuestas. Distanciados de sus bases sociales descubren que la única carta en el juego en que se han involucrado es la de manejarse en las televisiones. Y estas les tienen radicalmente cercados. Carentes de apoyos tienen que experimentar la última fase de su derrota: la humillación. Los agentes del consenso les emplazan a que renuncien a sus propias propuestas. He visto varios episodios estremecedores de sumisión de varios líderes de lo que fue la nueva izquierda ante cruentos gurús mediáticos que administran sádicamente su superioridad en ese escenario.
He empezado a escribir sobre el “debate” de ayer, pero voy a tomarme una distancia esperando un par de días. Mientras tanto, me empiezo a pertrechar de textos, sonidos, imágenes y sensaciones agradables para mi espíritu asediado. En esta fuga de la sociedad masa siempre me acompaña María Callas. En 2015 escribí unaentrada sobre ella. Su persona despierta en mí una fascinación y una inquietud indescriptible. Justamente lo asimétrico a los ruidos de la campaña industrial, que me produce un desasosiego al comprobar que esas máquinas también fabrican a sus receptores y destinatarios. Solo desde esa perspectiva es inteligible el ascenso de Trump y otras especies semejantes en versiones locales, regionales y nacionales. De una actividad así no puede resultar nada bueno. El lobo, aquí en Madrid la loba, terminará por comparecer.
No puede faltar Offenbach en mi fuga de hoy
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