El silencio es paz.
Tranquilidad. El silencio es bajar el volumen de la vida. El silencio es presionar el botón de
apagado.-
Khaled Hosseini
Durante toda mi vida me he esforzado por liberar tiempos y
espacios en los que pudiera distanciarme de los ruidos desagradables. Siempre
he estado muy necesitado de esas pausas. La protección de una audición amable
ha sido una de mis prioridades. El oído desempeña un papel de juez de mi vida.
Rechaza imperativamente las voces desagradables; las músicas estridentes
lejanas a mi estado personal; los tonos agrios y las riñas; las fiestas cuando
me encuentro separado por una frontera de las mismas; los ruidos derivados de los grandes colosos
de la época, los automóviles, las televisiones
lejanas y ubicuas, así como las máquinas de las obras que me tienen cercado
desde mi infancia.
Por el contrario, siempre he buscado las posiciones en las
que pueda disfrutar de la música, la conversación pausada, las risas
compartidas, los estados de euforia, la naturaleza y en particular, el mar. En
mis devaneos por conseguir lugares silenciosos en los que pueda disfrutar
pausas, mi capacidad de cálculo se ha multiplicado para evitar que los no
deseados interfieran a los deseados. Las búsquedas en los paseos marítimos, en
las zonas de costa, en grandes parques y bosques, me configuran como un cazador
de un bien tan valioso e imprescindible como es el silencio o los sonidos
sosegados y placenteros. Mis paseos por el Retiro o la Casa de Campo se pueden
definir según la dicotomía pájaros/motores. Busco a los primeros tratando de
neutralizar los segundos.
El pasado viernes 23 de abril tuve una colisión monumental
con la nueva sociedad de control, en su versión de sociedad epidemiológica
avanzada y totalizante. Me encontraba a las siete de la tarde en el parque del
Retiro de Madrid, en la zona de Las Campanillas. Estaba paseando con mi vieja
perra en este lugar relativamente silencioso. Me encanta verla corretear por el
césped entre los árboles, y, en estos paseos, mantenemos una intensa
comunicación que excluye los sonidos. Nos buscamos cuando nos alejamos y
jugamos a nuestra versión del proverbial escondite. El juego tiene lugar sin
sonido alguno.
En esta situación de disfrute sensorial en mi paraíso
interior un ruido inesperado me sacudió. Se trataba de un sistema de megafonía
que han instalado en todo el parque y que permite a los vigilantes del mismo
avisar al público sobre los riesgos y las decisiones de las autoridades. El
volumen de los altavoces me pareció extremadamente agresivo en ese lugar y
momento. Esta violación de mi estado personal de desconexión con el mundo de
los ruidos, en el que las máquinas emiten una sinfonía de sonidos concertada, siendo
la bocina y el claxon las estrellas de esos conciertos, me suscitó un intenso
sentimiento de inquietud y perturbación. La aparente soledad en este paraje,
resultaba engañosa, en tanto que el poder se había instalado sobre ella por vía
aérea y acústica.
La megafonía es un instrumento esencial para el control de
la población. Es una comunicación en la que el emisor deviene incontestable
sobre un receptor sin posibilidad de réplica. En la comunicación por altavoces,
el sentimiento de insignificancia adquiere una grandiosidad destructiva. Es el
momento en el que cada receptor se percibe como un átomo desprovisto de la potestad de contestar.
Es la apoteosis de la no conversación,
una forma de lo social destinada a amasar y compactar a los receptores, persuadidos
por su posición cautiva, en tanto que no pueden escapar al sonido avasallador
del emisor. El volumen de la voz es muy violento, pero el tono conminativo es
todavía más omnipotente. Suena como a metálico, sugiere una advertencia de que
es obligatorio obedecer a sus mensajes.
El altavoz es una herramienta de los poderes disciplinarios.
Es habitual en las organizaciones totales. En el hospital anuncian los ciclos
diarios. El silencio de la noche, con la excepción de conversaciones lejanas y
esporádicas, cede al amanecer, que es anunciado por la puesta en marcha de la
limpieza, los desayunos, las medicaciones, las revisiones médicas, los
traslados a las pruebas y las visitas de los familiares. La tarde también tiene
su propio perfil audio, que se desvanece tras la cena. También la cárcel,
espacio en el que lo auditivo alcanza una intensidad desmesurada. La celda es
un receptor de sonidos. Escribí en 2017 en este blog una entrada que se definía
la cárcel como la sinfonía de los cerrojos.
Es imposible separar la comunicación por megafonía del
poder, la jerarquía y el control. Goebbels fue el genial inventor de la
combinación de los altavoces con las geometrías de las multitudes concentradas
en los desfiles y las manifestaciones de masas. Su invento se perfecciona y se
reproduce mucho más allá de su final. Me impresiona mucho la puesta en escena
de las intervenciones de las autoridades de todo signo, que concitan la
presencia de productores de imágenes, sonidos y efectos especiales que se
expresan en macropantallas y altavoces que tienen como efecto de que cada
espectador se sienta simultáneamente muy pequeño con respecto a los emisores y
muy grande por formar parte de la emoción común derivada de la concentración y
contigüidad de los cuerpos.
Los que me conozcan como profesor podrán recordar mi
aversión total a la megafonía. Para una clase de sociología es una barrera
formidable. Lo mismo en los congresos, en los macrocentros comerciales o en el
estadio. Los altavoces imprimen un sello a las comunicaciones mediante su
insalvable unidireccionalidad. Instituyen una distancia imposible entre las
partes y compactan a los destinatarios solicitando su adhesión liberada de su
respuesta. Constituyen la apoteosis de lo radicalmente anti democrático. El
excedente de la combinación luces y sonido denota un problema crucial en la
sociedad de masas. Siempre he admirado el teatro y sus distancias cortas, en el
que las voces se producen en la inmediatez del público.
Ahora han llegado hasta el Retiro y han evacuado mi refugio acústico
y sensorial. Hice una rápida comprobación para confirmar el alcance del
sistema. Mi desolación se incrementó al confirmar que alcanza a todo el
territorio del parque, no hay escapatoria ni rincón alguno en el que se pueda
eludir. Aún más, hoy mismo he confirmado que se oye perfectamente desde las
calles exteriores. En Sainz de Baranda esquina Maíquez, se escuchaba
perfectamente. El poder municipal medicalizado se implanta irremediablemente
sobre el territorio. Lo peor radica en que al principio se emiten mensajes
acerca de los riesgos, pero es inevitable que aparezcan mensajes publicitarios.
Me imagino una mañana hermosa y solitaria, con una luz intensa, en la que mi
paseo se vea interrumpido por una recomendación de Securitas Direct, La Mutua o
emisores semejantes.
La salud se está convirtiendo en una pesadilla y está
configurando un poder somatocrático terrible, que se extiende a todo el territorio sin excepción.
La llegada por el aire de sus sonidos me evoca a las siguientes fases. Imagino
un dron sobre mí en un plácido paseo que me advierta de que las calorías
aportadas por mi desayuno se han desvanecido por los pasos que he dado, y me
recuerda que me quedan solo quinientos pasos. Lo que llaman Promoción de la
salud está generando una distopía medicalizada turbadora. En tanto que se
instalan las megafonías como extensión de la autoridad central, la Rosaleda
muestra su primavera peor desde siempre. El poder municipal la ha descuidado,
homologándola a los árboles, los jardines y todo lo que forma parte de lo
natural. Es un mal presagio para el futuro. Es inevitable levantar el vuelo y
buscar un espacio libre de altavoces, en donde poder pulsar provisionalmente el botón de
apagado.
Gracias Juan por sus escritos reflexivos y profundos!
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