No puedes cruzar el mar simplemente mirando al agua
Rabindranath Tagore
La vacunación, proclamada como la solución providencial a la pandemia, está resultando un cataclismo, que supone un salto en la incompetencia acreditada por el complejo de las autoridades, los expertos epidemiólogos y el aparato/dispositivo mediático. La calidad y pertinencia de las decisiones no deja de empeorar, pero la comunicación pública con respecto a los efectos de la AstraZéneca ha actuado como catalizador de un proceso fatal, en la que los errores y sus efectos se recombinan entre sí generando una situación inmanejable. Todas las miserias intelectivas de los cargos políticos se amalgaman con la autorreferencialidad radical de los salubristas, que entienden la sociedad como un laboratorio, en el que pueden controlar y manejar los efectos de sus decisiones.
En estos meses se pone de manifiesto la cuestión fundamental, esta es la incapacidad de aprender del conglomerado político-experto. Es sabido que la condición esencial para resolver una situación crítica estriba en la capacidad de aprendizaje de los actores. Aprender es la condición sine qua non, sin la cual cualquier proceso tiende a ser bloqueado. La campaña de vacunación muestra a las claras la ausencia de un plan, además de la capacidad para modificarlo en función de las contingencias que aparezcan. No hay piloto que gobierne la nave de las vacunaciones. La ausencia de una inteligencia rectora se hace patente de modo desmesurado, socavando así las esperanzas de la fatigada población, que ha sido seducida y abandonada por los predicadores mediáticos y los expertos salubristas, que la han adoctrinado generando expectativas gaseosas. Estos muestran inequívocamente su incapacidad de aprender nada, así como la maldición ratificada de los atriles, que es una posición desde la que la visión de las realidades se hace imposible.
La situación legada por la pandemia se desdobla en dos esferas diferenciadas: la sanitaria y la política. El control de la situación amplifica las competencias de los poderes ejecutivos, multiplica sus cuotas de pantalla y genera un mercado formidable de medicamentos y atención médica. Este factor estimula la lucha política sin cuartel en el atomizado sistema de gobiernos centrales, autonómicos y municipales. Las élites partidarias movilizan todos sus recursos para obtener el control de las decisiones, en busca de los supuestos réditos electorales derivados de lo que se entiende como la resolución de la pandemia en términos de una redención vacunal de la población. El campo político deviene en un territorio donde se lucha para el exterminio de los rivales. No ha habido un solo momento de tregua.
Los expertos no se alinean explícitamente, pero son absorbidos por los contendientes, que manipulan sus posicionamientos estrictamente sanitarios. Así, la gran mayoría de los salubristas se ubica en las proximidades de los gobiernos progresistas, que priorizan lo estrictamente pandémico sobre lo económico. Las élites salubristas, convertidas en vedettes en las televisiones, se presentan como autoridad sacerdotal no contaminada por las contiendas políticas, emitiendo sus juicios y dictámenes en nombre de la ciencia, convertida en un conjunto de certezas y verdades inmóviles e incuestionables. Pero sus recomendaciones son corregidas según los equilibrios propios del campo político. Ellos se conforman con su aparente aceptación canónica ajena a la contienda política, que supone el crecimiento de los diezmos y primicias corporativamente compartidas.
De esta situación nace un sistema de significación subrepticio, en el que las decisiones son explicadas en referencia a los expertos y la ciencia, pero que su lógica no se corresponde con la severidad rigorista de las propuestas salubristas. Los operadores políticos muestran su capacidad para construir argumentaciones ad hoc para cualquier decisión, invocando al sínodo epidemiológico, pero modificando sus prescripciones. Este factor incide sobre la inteligencia pública, que decrece alarmantemente al agotarse en fabricar las fachadas de las decisiones, que son determinadas por los cálculos electorales y la correlación de fuerzas existente en el campo político. Así se puede hacer inteligible la ineficacia resultante, así como la incoherencia entre las distintas decisiones y las modificaciones súbitas de los criterios. Este proceso puede ser denominado como “la construcción sociopolítica de la veleidad”.
La verdad es que somos gobernados por un puñado de politólogos expertos en la comunicación política, convertida en saber providencial para maximizar las cosechas electorales de sus clientes. En este contexto, lo pandémico es subordinado a la contienda electoral, lo que supone inequívocamente una desviación de fines de los gobiernos, que trabajan para su propia reproducción, desplazando a un segundo plano los objetivos del gobierno. Este modo de operar tiene como consecuencia la expansión y asentamiento de una perversión institucional. Las decisiones tienen esa significación, conseguir la modificación de los equilibrios institucionales. En esta situación se agiganta el papel de los gurús politológicos en la sombra.
Una política fundada en una inteligencia tan débil, termina por desfallecer, aún más, a la administración pública, y, por ende, al sistema sanitario. El año de pandemia ha disminuido las menguadas capacidades de las organizaciones estatales, que devienen en víctimas de la política zigzagueante y veleidosa de los gobiernos, así como de la incapacidad escandalosa de los parlamentos, focalizados en las contiendas partidarias sin límites. Los profesionales y cuadros de las administraciones, son contagiados por esa crisis de la inteligencia e inteligibilidad, convirtiéndose en esperanzados creyentes en la adición de los recursos, que magnifican el verbo reforzar. Todos esperan vanamente la llegada de los refuerzos, en tanto que la crueldad de la contienda política-mediática absorbe todos los focos y las energías de sus señorías múltiples. Las elecciones de Madrid y Cataluña en un contexto así, son acontecimientos manifiestamente catastróficos, en tanto que alimentan los mercados audiovisuales de la comunicación política en detrimento de la anémica administración.
La vacunación se inscribe en este contexto de desvarío institucional. Representa la subalternidad del nuevo estado al servicio del mercado, que en esta ocasión es representada por el inmenso poder económico y simbólico de los mercaderes de fármacos, que representan a la investigación científica en movimiento. Así se puede comprender la ausencia de un plan adecuado y realista, así como de las capacidades para corregirlo. En el capitalismo del espectáculo todo se sustenta en la manipulación de las emociones de los entretenidos y saturados súbditos. La regresión de los gobiernos, emancipados de sus propias finalidades, que son reemplazadas por las escenificaciones dirigidas al fin de su reproducción, tiene como consecuencia la generalización de la ineficacia.
Así se puede comprender el ritmo lento, el incumplimiento de los plazos por parte de las empresas, la provisionalidad e inestabilidad de los criterios de vacunación, las extravagancias autonómicas; la aparición de los efectos negativos, la información verdaderamente catastrófica, la desorientación de los candidatos a ser vacunados, la expansión de los temores colectivos y el autoritarismo en la gestión del proceso. La vacunación es trasmutada en una operación electoral, en la que cada gobierno trata de transformarla en un argumento que refuerce su propia posición para la siguiente cosecha.
Pero esta operación macroscópica de la vacunación tiene lugar en una situación de hastío pandémico. Los vacunables han sido gobernados como niños durante un largo año; suspendiendo la facultad de autodeterminarse en sus vidas personales; siendo sometidos a restricciones severas en su cotidianeidad, tutelados integralmente por el estado epidemiológico; agotados como espectadores de la pandemia construida mediáticamente como un episodio épico; saturados de comunicación experta incesante; adoctrinados intensivamente por el cuerpo sacerdotal salubrista; inscritos en un orden autoritario representado por la apoteosis policial. En este tiempo, los atribulados súbditos han reaccionado como cabía esperar. De un lado han aprendido a sortear las reglamentaciones restrictivas, y, de otro, se han cultivado en el arte de la fuga. Así, el consentimiento a la política de las autoridades se ha resquebrajado gradualmente.
De ahí resulta una situación que se puede denominar como “polvorín epidemiológico”. Este está constituido de una amalgama de malestares sordos que convergen en un desfondamiento. La erosión de la racionalidad epidemiológica se manifiesta prístinamente en la crisis de confianza derivada de la percepción del riesgo en la vacuna AstraZéneca. Las retóricas salubristas que valoran los resultados en función de la población total, haciendo énfasis en la insignificancia estadística de los sacrificados, han tenido como consecuencia la expansión de los temores. Se hace patente la insensibilidad de los epidemiólogos a las minorías estadísticas. Así se construye una argumentación torpe y que genera estragos en la credibilidad del pueblo vacunable. Las venerables ciencias de la salud navegan en dirección contraria a las aspiraciones de personalización imperantes en este tiempo en grandes contingentes de la población.
Los medios de comunicación audiovisuales cierran el círculo instituyendo una metamorfosis de la realidad. Esta transmutación significa una inversión de la realidad. Convertidos en sedes del pensamiento oficial y en los ojos y oídos del estado epidemiológico, realizan una labor de vigilancia y señalamiento de los incumplidores. Son el escaparate en el que los expertos exponen sus discursos, que son escenificados y reelaborados por el venerable cuerpo de los realizadores, que lo convierten en el espectáculo de la Covid y la producción de sus miedos. En esta narrativa la vacunación es una operación sublime de salvación colectiva. Así, cualquier matización, puntualización o diferencia implica una severa condena moral. Los héroes expertos son liberados de cualquier evaluación. Por eso los denomino como cuerpo sacerdotal. Estos detentan el estatuto de lo místico que se sobrepone a la razón.
Al tiempo, se constituye un suelo en el que tiene lugar una contienda cruel entre sujetos mortales, los líderes políticos institucionales que se juegan su supervivencia en las siguientes elecciones. Así se fabrica el relato de la puja entre las últimas versiones de Godzilla y Kong, representados en los ínclitos personajes encarnados en Ayuso, Casado, Sánchez, Iglesias y otros héroes de sus nutridas escoltas. Los capítulos se suceden ante la encantada audiencia, en espera del próximo desenlace. Así se evacua de sentido la realidad. Eso es una transmutación del sentido. Nada más perverso y letal para la inteligencia, porque estos contendientes son, sin excepción, depredadores supremos de recursos y de organizaciones públicas. Así contribuyen a la función en la que una gran parte de las medidas de gobierno no puede materializarse por las anémicas administraciones.
Lo dicho, que no se puede cruzar el mar mirando solo al agua. Todos los días espero en twitter la comparecencia de Juan Gérvas y otros héroes sanitarios, que con sus comunicaciones restituyen el sentido en la situación pandémica resultante de la recombinación de la apoteosis de ineficacias, la destrucción gradual de organizaciones públicas, la milagrería epidemiológica experta, los delirios derivados de la contienda electoral y la transfiguración mediática. Estas comunicaciones son una luz en el tenebroso mundo oficial.
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