He conocido
a una persona que ha suscitado un terremoto en mi esquema referencial. Se trata
de un joven que ha trabajado durante el año de pandemia de camarero con un
contrato de días, que se renovaba tras tiempos intermedios en los que lo hacía
en negro. Pues bien, ha terminado infectado por la Covid. Cuando comunicó sus
síntomas a la empresa fue cesado y sus contratos fugaces quedaron
interrumpidos. Le recomendaron que se cuidase y le aseguraron que le tendrían
en cuenta cuando se recuperase. Pero él es consciente de que existe una enorme
bolsa de candidatos dispuestos a rotar y ocupar el lugar de los caídos en la
insigne labor de servir a los huidos fugazmente de sus domicilios. Desde
entonces espera pacientemente la oportunidad de que algún tripulante se infecte
y sea llamado a cubrir su hueco. Esta persona es una víctima múltiple y
multidimensional de la pandemia.
Tras
recuperarse en tres días, se encuentra en la espera de ser llamado, teniendo
que cumplir con sus gastos de la habitación en la que duerme, que es de unos
parientes lejanos que lo acogen, pero a cambio de aportar ciento cincuenta
euros al mes. También tiene que afrontar su deuda con una clínica odontológica,
en la que ha sido tratado para construir una sonrisa que cumpla el requisito
requerido en su trabajo. La cuantía de las cuotas que paga es de noventa euros
al mes, y le quedan casi dos años de deuda. Para esta persona las deudas tienen
un horizonte temporal que va mucho más allá que los contratos. Se trata de una
figura contemporánea central, los endeudados. Según pasan los años, el riesgo
radica en que una parte creciente de sus ingresos se destinan a pagar las deudas,
aún a pesar de que estas no dejan de crecer.
Su posición
social se encuentra determinada por la recombinación fatal de la precarización
y la deuda personal. La vulnerabilidad que le reportan sus saldos negativos
alcanza cotas inimaginables. Así se explica que acepte unas condiciones
laborales pésimas sin rechistar. Pero, además, en una situación así, tiene que
construirse una coraza subjetiva que le proteja de su propia realidad. Su
posición social le impele a seguir la pauta proverbial que le recomiendan los
psicólogos positivistas, que consiste en no tener malos pensamientos, que
quiere decir que no piense sobre su realidad. Así ha adquirido la competencia
de huir de sí mismo y de sus condiciones, de neutralizar el futuro y
convertirse en un fervoroso adicto del azar. Solo este puede presentarse para
liberarlo de sus condiciones de existencia, mediante un golpe de suerte
inesperado y prodigioso.
El sistema
sanitario trata las enfermedades, distanciándose de las condiciones sociales de
sus pacientes. La asistencia se funda en un modelo equivalente a un taller de
reparaciones. El problema de muchos pacientes radica en que tras la consulta u
hospitalización, no tienen otra alternativa que regresar a su vida, que se
encuentra determinada por sus condiciones sociales, las cuales influyen en buen
grado en sus problemas de salud. Estas, en las que viven muchos pacientes,
carecen de tratamiento. Así se configura un círculo vicioso que va erosionando
lentamente al propio portador provisional de patologías. La pauta recomendada
es no pensar en ellas y escapar ficticiamente de ese mundo vivido.
La Covid ha
reforzado la ignorancia de las condiciones sociales. El paciente Covid se
encuentra clasificado por su estado clínico, por las estigmáticas Patologías
previas, así como por su edad. No hay más. Se trata de cuerpos en espera de ser
tratados en el caso de una evolución negativa. Estos cuerpos son separados de
sus condiciones, asignándoles un valor que escapa de su individualidad,
referenciándose en los paquetes estadísticos en los que se encuentran
inscritos. La persona que nos ocupa es un joven con síntomas leves, y que, tras
algunos días, ha alcanzado el estatuto celebrativo de curado. Su caso es una
cifra que se suma a los curados para ser exhibida en las televisiones de modo
triunfalista.
Pero su
evolución clínica contrasta con el impacto de la infección en su vida. Ha
perdido su vínculo laboral y sus ingresos, y se encuentra alojado en una gran
bolsa de personas en espera de tener una oportunidad para rotar, hasta ser
reemplazado por el siguiente. La debilidad de su posición se refuerza por la
amenaza que experimentan sus propios empleadores, que deben conservar la
empresa hasta la llegada de la mitológica nueva normalidad. En esta situación
se acentúa su autoritarismo, así como su legitimidad para decidir quién va a
bordo y en qué condiciones. Las relaciones basadas en la fuerza, arraigadas en
este sector, adquieren todo su
esplendor.
Así se
configura el efecto del barco. Él acepta que viaja en una nave que transita
entre tempestades con el riesgo de naufragar. Su identificación con el capitán
es absoluta y acepta a regañadientes ser excluido. En su caso, se puede afirmar
que es tirado al mar por la borda. Pero espera ser rescatado cuando la tormenta
amaine y la incidencia acumulada se aminore. Su indefensión aprendida terminó
por suscitar en nuestra conversación momentos de cólera contenida por mi parte.
Desde mi confortable posición aparece como insólito su comportamiento. Tras
despedirnos me alejé mascullando “estos jóvenes semiesclavos son la última
versión de San Francisco de Asís”.
Pero, aún
más, la hostelería se ha convertido en el espacio más controvertido de la
pandemia. Es la válvula de escape a la prohibición epidemiológica de la vida,
así como el sector en donde tiene lugar la intensa contienda política, de la
que deviene en bandera de los que apuestan por minimizar las restricciones en
favor de la economía, en oposición a los prohibicionistas, que persiguen
secuencialmente el fantasma de los contagios, y que ahora ubican en los
interiores de los bares y restaurantes. En esta contienda, se producen
escaladas incesantes de argumentos referenciados, bien en la épica de la vida
social que sustenta la economía, o bien en la salud, entendida como la
encarnación de la mística de la incidencia acumulada, en tanto que cuando esta
descienda se harán visibles los estragos causados en la salud en este tiempo de
monopolio Covid.
Un efecto
perverso de la historia de este muchacho, radica en que los camareros rotantes
son desposeídos de su situación laboral para inscribirse en la narrativa
gloriosa de la resistencia al poder epidemiológico. El sector es simbolizado en
términos de gloria como símbolo de la defensa de la sociedad frente al poder
epidemiológico intruso. En ese halo épico se disuelve su situación personal de
vulnerabilidad laboral, pasando a detentar el papel ficticio de héroe por
accidente. Así se asemeja al estatuto de la infantería sacrificados en las
guerras, que son representados en estatuas nominadas “al soldado desconocido”. Es
seguro que su figura va a ser elogiada en la próxima campaña electoral
madrileña, arrancándolo de sus verdaderas condiciones para ser convertido en un
ser mistificado.
Las personas
que conforman las grandes bolsas de precarios rotantes de las empresas de
hostelería y turismo, se alojan en un limbo múltiple que tiene varias caras que
se recombinan entre sí. La epidemiología y la asistencia sanitaria no los trata en su especificidad y los
desagrega por patologías. La izquierda los diluye en categorías mucho más
cuantiosas en cuanto que trabajadores. Los sindicatos se han emancipado de
ellos desde muchos años atrás. Los medios los desplazan siempre al fondo de las
imágenes. El estado es comprensivo y tolerante con los empresarios en tanto que
motores de la sagrada economía. Los sociólogos y antropólogos minimizados se
debaten en el dilema de investigarlos mediante métodos cuantis o cualis.
Así, este
limbo termina siendo una tierra de nadie que los aloja para protegerlos de las
miradas exteriores. En este territorio se prodiga la intimidad de su situación.
Sus biografías, sus dramas personales, no son alfabetizados política y
mediáticamente. Son un espectro que comparece como fondo de la imagen cuando se
alude al fantasma de la precariedad. Esta tierra es un lugar de paso, porque,
en tanto que inhóspita, todos tienden a escapar de ella. Los viejos camareros
que han servido muchos años en restaurantes o se han empleado en hoteles,
tienden a desaparecer para ser reemplazados por los contingentes que rotan por
estas tierras. Es seguro que nadie se hace viejo como empleado de la
hostelería. La referencia a las kellys, desaparecidas en la pandemia, es
inevitable. ¿Qué será de ellas?
Estas gentes
se sumergen en el anonimato y la fragilidad vital ahora congelada. Sus dramas
biográficos generan un dolor mudo que contrasta con las risas y comportamientos
celebrativos de la izquierda y de las élites salubristas, que comparecen en las
televisiones ebrios de satisfacción por su nuevo lugar en el orden político.
Cuando hablan de desigualdades se refieren a gentes muy pobres modeladas por el
imaginario de los pobres de Viridiana. Pero no consideran a estas personas en
situación de extrema indefensión, que esculpen sus sonrisas endeudándose en
clínicas privadas, remodelan sus cuerpos en los gimnasios y en la proliferación
de tatuajes, se liberan frente a los espejos mediante las metamorfosis
estéticas de las peluquerías y las ropas de los mercados low cost, se esfuerzan
en la constitución de un yo virtual sobrecargado de ficción, y apuran en su
tiempo libre las ganas de vivir mediante distintas prácticas placenteras. Estos
sectores sociales, el proletariado de servicios blanqueado del penúltimo
capitalismo, no son comprendidos, siendo sus subjetividades menospreciadas por
la izquierda profesional honorable. He habitado largos años estos mundos de las
noblezas de estado.
La última
amenaza que pesa sobre estas gentes es la de que sus malestares acumulados
generen comportamientos que sean tratados por la psicología, que practica el
noble arte de afrontar los problemas de los asistidos sin modificar sus
condiciones de vida. Ya se solicita el aterrizaje de miles de psicólogos
portadores de las recetas mágicas de tratar problemas económicos y sociales
mediante la terapia. Este es el último estadio de la desdicha de las huestes
invisibles de la hostelería: su reconstitución como objeto terapéutico. Los
soldados desconocidos de esta guerra son desenterrados de sus cementerios colectivos. La medicina biológica estrena pareja con la flamante psicología incolora e inodora.
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