La
servidumbre voluntaria es un concepto formulado por Étienne de la Boétie en el
siglo XVI, en un libro “Discurso de la servidumbre voluntaria”, que parece
resistir el paso del tiempo y la sucesión de distintas épocas. Este autor distingue entre obediencia y
servidumbre. Esta se produce cuando la sumisión al poder no se encuentra
determinada solo por la fuerza o el carisma de quien lo detenta. La servidumbre
es el resultado de un comportamiento mecánico en el que el sometimiento se
internaliza y desproblematiza para integrarse en la subjetividad. En una
relación de esta naturaleza, la aceptación de los súbditos tiene como
contrapartida la acción del poder lesiva para sus mismos intereses.
La Boétie se
muestra sorprendido por la inacción de las personas sometidas, haciendo énfasis
en que el poder perverso se sostiene precisamente en la aceptación del
sometimiento. El tirano funda su autoridad en la aceptación de los súbditos,
obteniendo su fuerza en ellos mismos. En palabras del autor“[…]no querría sino entender cómo puede ser que tantos hombres, tantos
burgos, tantas ciudades, tantas naciones aguanten alguna vez a un tirano solo, el cual solo tiene el poder
que aquellos le dan; el cual no tiene el poder de hacerles daño en tanto que
aquéllos tienen la voluntad de soportarlo; el cual no podría hacerles mal
alguno sino mientras prefieran sufrirle que contradecirle […] Este amo, sin
embargo, no tiene más que dos ojos, dos manos, un cuerpo y nada más que no
tenga el último de los habitantes de nuestro infinito número de ciudades. Lo
que tiene más que vosotros son los medios que vosotros le proporcionáis para
destruiros. ¿De dónde saca los innumerables argos (hombre fabuloso de cien
ojos) que os espían, si no es de vuestras filas? ¿Cómo tiene tantas manos para
golpearos si no las toma prestadas de vosotros? Los pies con los que pisa vuestras
ciudades ¿acaso no son también los vuestros? ¿Acaso tiene poder sobre vosotros
que no sea por vosotros mismos? ¿Cómo se atrevería a echarse sobre vosotros
mismos si no hubiera inteligencia con vosotros? ¿Qué mal podría haceros, si no
fueseis encubridores del ladrón que os roba, cómplice del asesino que os mata,
y traidores a vosotros mismos? […] Decidíos, pues, a no servir más y seréis
libres”
El tiempo
presente es equívoco, en tanto que coexiste una memoria de las conquistas
democráticas que fijan límites a los poderes establecidos, al tiempo que renace
un variado repertorio de formas de dominación inquietantes, que se ubican en
distintas esferas de la vida social. Los poderes que sustentan estos
sometimientos han modificado su domiciliación. Las distintas formas de sujeción
se ubican en el mercado reconstituido en los últimos cuarenta años. Esta
estructura se configura como una nueva divinidad que tiene sus propias
dimensiones, mostrándose como una configuración suprahumana, en el sentido de
que sus actuaciones se sitúan por encima de sus fieles servidores.
Los
discursos de la época devienen sacrificiales, en tanto que es menester salvar
la empresa u otras entidades divinizadas, desentendiéndose de las personas
específicas involucradas en esas relaciones. Estos son sacrificados en aras a
la conservación del mercado politeísta, siendo reconsiderados como meros
recursos humanos, cuyo valor reside en cifras.
La reconversión de los humanos en la dimensión crucial de esta galaxia
de deidades que es el mercado, los datos, es el fenómeno más inquietante del
opaco siglo XXI. Cada cual es transformado en un conjunto de datos que se
reconstituye permanentemente, siendo tratados estos según los patrones
cambiantes de las estructuras sistémicas. Cada persona es análoga a las
acciones de la bolsa, que dependen siempre de equilibrios exteriores
fluctuantes.
Sobre esa
dependencia, los poderes del presente han desarrollado ricos y variados
repertorios de formas de sujeción. Las democracias contemporáneas coexisten con
múltiples sistemas de autoridad ubicados en distintas instituciones y espacios
del sistema social. Estos tienen como efecto el mantenimiento y la
reactualización de las desigualdades sociales. La abundancia, resultante del
incremento de productividad de la era industrial, oculta la persistencia de
múltiples formas de sometimiento. Así se produce una mutación de la obediencia,
que parece reducir los aspectos explícitamente coercitivos en favor de un
modelo en la que cada cual tiene que aceptar imperativamente el juego que se le
propone. La no aceptación de las reglas desencadena la expulsión del sujeto del
sistema parcial en el que se encuentra.
La nueva
servidumbre se funda en un nuevo modelo, en el que las personas son desposeídas
de una ubicación estable y permanente, para ser realojadas en un medio en el
que impera una competición sin tregua con los demás. Los procesos de radical
desregulación, reestructuración y desimbolización que operan en el nuevo
capitalismo neoliberal reconfiguran el medio en el cual se encuentra cada uno,
que carece de un suelo sólido, siendo rigurosamente dependiente de un juego
exterior a él mismo. Así, en este medio incontrolable, tiene lugar el desamparo
del sujeto gobernado, cuya única alternativa es maximizar su capacidad de adaptación.
Este es el hábitat en el que impera la coacción permanente, cuyo resultado es
el modelo de la servidumbre voluntaria reactualizada.
Cada uno,
reconstituido como recurso humano, debe adaptarse a la situación requerida, que
lo reconfigura primero como estudiante de largo recorrido, tiempo que debe ser
reconocido en el largo tránsito por las selvas de las titulaciones, los
niveles, las prácticas y las pasarelas. Tras esta etapa debe recorrer el largo
camino representado por la precariedad, en la que debe desempeñarse como eterno
interino en espera de destino, en el largo período del postbecariado. La
integración en la sociedad se realiza en tanto que el sujeto alcance la
condición de endeudado. Este es el acontecimiento vital que culmina el proceso
de dependencia. En este largo proceso se cuece a fuego lento una subjetividad
adaptativa que contribuye a la nueva servidumbre voluntaria. Cada cual debe
comparecer todos los años ante las agencias de la evaluación para presentar su
cesta de méritos y aceptar su tratamiento en el sistema de pesos y medidas que
estas imponen.
En un
proceso temporal tan dilatado, el sujeto comparece desamparado. El objetivo de
las mediciones de sus méritos tiene como propósito, precisamente, compararlo
con los demás para estimular la competencia. Así se fragua una subjetividad
domesticada que no tiene otra alternativa que aceptar la situación y jugar el
juego que se les propone. Este reconvierte los vínculos laterales con los otros
individualizándolo severamente. Así se constituye la pasividad, la dependencia
y la aceptación de un destino mutilado para la mayoría de no ganadores. El
resultado es la constitución de un consentimiento sin límites a los operadores
de la competición. La indefensión termina por arraigarse en las mentes de los
jugadores. Se otorga el respaldo a un juego que prescinde de él mismo.
La cuestión
más relevante de este juego radica en que el nuevo poder auditor representa un
intervencionismo en la vida muy superior al de cualquier otra época. Cada cual
vive sometido a sus inspecciones y reglas que moldean la vida en todas las
esferas. El estado basado en la auditoría permanente de sus súbditos gobierna
según el modelo de gobierno a distancia. Cuadricula el espacio en el que vive
cada cual, diseñando las alternativas para cada sujeto y espera que este decida
y ejecute sus acciones constreñido a ese campo. Nunca ha existido un poder tan
productivo y arraigado en la vida privada de sus súbditos. Sus normas requieren
una movilización total para cumplir con las auditorías personales anuales. Las
vidas se encuentran modeladas por las cestas de méritos y las valoraciones de
las que son objeto.
En este
estado general de movilización, las autoridades auditoras inventan una figura
esencial, que son los directores de la vida de sus activos súbditos. Una legión
de gerentes, expertos, directores de la vida, entrenadores, peritos de la
intimidad y conductores del yo acompañan a cada uno en el largo proceso de
integración social. Estos ejecutan mediante los encuentros cara a cara, el
moldeado de las personas, para que maximicen sus resultados en la siguiente
edición de la auditoría. Así se labora la lenta aceptación de la realidad, en
la que cada cual acepta la máxima de “esto es lo que hay”. Esta significa una
renuncia a modificar la situación y a reencontrarse con los otros. Las palabras
de la Boétie respecto al prodigio de los hombres fabulosos de los cien ojos se
hacen comprensibles y verosímiles.
El poder
auditor que instaura la vida como un estado de movilización permanente para la
evaluación sin fin, que se emancipa de los resultados, de modo que la gran
mayoría de los inspeccionados no alcanza nunca la autonomía, es particularmente
cruel, en tanto que exige un esfuerzo desmesurado a sus súbditos sin
contraprestación alguna. Así instituye la servidumbre voluntaria generalizada
de las personas que terminan por asumir que ellos mismos se encuentran en deuda
con las exigencias de las agencias de inspección y evaluación. Esta deuda
percibida es internalizada de modo que constituye el estado de obediencia
debida. El capitalismo neoliberal entendido como el estado auditor de las
personas, es extremadamente exigente con sus laboriosos súbditos entregados a
las actividades de construcción de sus currículums laborales y sus biografías
privadas, también regidas por los méritos.
Concluyo con
una paradoja turbadora. Los órdenes políticos nacidos de la revolución rusa,
suscitaron una obediencia modelada principalmente por la apoteosis del estado,
la unanimidad imperativa y la vigilancia industrializada sobre cada uno,
desempeñada por dispositivos policiales macroscópicos. De ellos resulta el
miedo generalizado, que termina por arraigarse en la vida diaria. Pero un
factor esencial de este poder es que pedía muy poco a sus súbditos. Solo tenía
que cumplir estrictamente con sus obligaciones tuteladas. No pedía esfuerzo
alguno. Recuerdo en una estancia en Nicaragua ya sandinista, que en el hotel en
el que me alojaba, en el desayuno, un nutrido grupo de jóvenes barría un patio.
Cada uno tenía una superficie muy pequeña, de modo que el ritmo era más que
pausado. Esta anécdota ilustra acerca de la naturaleza de ese sistema. Se pedía
muy poco a cada cual a cambio también de muy poco en cuanto a bienes
materiales. De ese modo se fraguaba una vida sin muchas presiones externas. La
cotidianeidad transcurría tranquila, en tanto que el sujeto acredite su
obediencia.
Pero el
capitalismo neoliberal funciona justamente de modo contrario. Implica unas
exigencias cuantiosas, auditadas anualmente, que carecen de contrapartida. La
producción y renovación de los méritos invade la vida del el súbdito,
configurando su integración social como un horizonte siempre lejano. Se pide
mucho a cambio de muy poco. Esta ecuación genera unas tensiones y malestares no
expresados explícitamente, pero presentes en las ínclitas vidas de sus
súbditos. Sobre esta contradicción se forja la subjetividad del endeudado que
modela la servidumbre voluntaria, que adquiere un perfil diferente al enunciado
por le Boétie, pero que representa esencialmente lo mismo: la constitución de
un poder que funciona sobre el consentimiento de sus súbditos, que es
voluntariamente esculpido por sus agentes.
Me encanta
contemplar en las fotocopiadoras a los aspirantes a ingresar en el mercado de
trabajo, portadores de sus currículums abreviados que son reproducidos
constantemente para alimentar a los poderes auditores de personas. Cuando
contemplo a la persona me pregunto acerca de su trayectoria como caminante
permanente entre inspecciones para obtener un menguado premio, como es un
trabajo temporal, que sirve, sobre todo, para engrosar la cesta de méritos, el
pasaporte en estas extrañas instituciones que sirven a un poder desmesuradamente
exigente con sus laboriosos súbditos.
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