Hoy las imágenes no son solo copias,
sino también modelos. Huimos hacia las imágenes para ser mejores, más bellos,
más vivos […] El medio digital consuma aquella inversión icónica que hace
aparecer las imágenes más vivas, más bellas, mejores que la realidad, percibida
como defectuosa
Byung-Chul
Han
La explosión
de la imagen es el aspecto central de nuestro tiempo. En mi propia biografía he
podido experimentar esta mutación esencial. El viejo álbum familiar, portador
de las fotografías hechas en grandes ocasiones, deviene en una multiplicación
prodigiosa que irrumpe la cotidianeidad y la transforma integralmente. Cada
cual es ahora una realidad asociada a las múltiples fotos que alimentan los
distintos perfiles requeridos por las redes, que es menester cambiar para
manifestar su existencia a los demás.
Me
impresiona muchísimo contemplar a las personas fotografiándose en lugares
bellos, que solo son considerados como fondo para sus propias imágenes. La
centralidad de la televisión ha propiciado la explosión de las redes sociales,
conformando una nueva sociedad postmediática. Me asombraba, ya en mi tiempo de
profesor, la pasión por la imagen de mis alumnos. Algunos me decían que
preferían escuchar y ver largas conferencias de autores que leer sus textos.
Instagram y Youtube se asientan en el centro simbólico de la sociedad y
reorganizan todas las estructuras y las instituciones.
He leído un
texto magnífico de Baudrillard sobre la fotografía. Es un artículo publicado en
2004 en el nº 9 de Cuadernos de la Información y Comunicación. Su título es
“Porqué la ilusión no se opone a la realidad”, y está traducido por Eva Aladro.
Me ha parecido tan sugerente que he extrañado mi antiguo oficio de profesor.
Este texto hubiese sido un material excelso para alguna clase que hubiera
facilitado penetrar en el presente, consumando así un milagro tratándose de la
venerable sociología. Es por esta razón por la que he decidido publicarlo aquí.
Si algún lector experimenta algo semejante a lo que ha impactado en mí mismo,
será suficiente estímulo.
El texto es
un prodigio de temporalidad, en tanto que su trama argumental anticipa el
tiempo presente. Se encuentra extraordinariamente vivo y puede generar
múltiples vínculos con realidades vividas hoy. Me ocurre ahora al leer a este
autor desde la perspectiva del tiempo transcurrido. La lectura me ha generado
múltiples dilemas, preguntas, dudas y reafirmaciones. La explosión de la imagen
reconvierte la privacidad y la libera de su oscuridad. En todas las partes las
cámaras son las protagonistas incuestionables de lo vivido por los sujetos
tentados por la reconfiguración de sus realidades mediante el Photoshop. En
este sentido, parafraseando a Byung-Chul Han, vivir el presente es producir y
domesticar las imágenes de uno mismo.
PORQUÉ LA ILUSIÓN NO SE OPONE A LA
REALIDAD
JEAN BAUDRILLARD
La
fotografía es nuestro exorcismo. La sociedad primitiva tenía sus máscaras, la sociedad
burguesa, sus espejos, y nosotros tenemos nuestras imágenes. Con la técnica
creemos constreñir al mundo. Pero a través de la técnica es el mundo quien se
impone a nosotros, y el efecto sorpresa de ese vuelco es verdaderamente
considerable.
Creemos
fotografiar una determinada escena por puro placer, pero en realidad es ella la
que quiere ser fotografiada. No somos más que comparsas de su puesta en escena.
El sujeto no es sino el agente de la irónica aparición de las cosas. La imagen
es el médium por excelencia de esa enorme publicidad que se hace el mundo, que
se hacen los objetos —obligando a nuestra imaginación a borrarse, a nuestras
pasiones a travestirse, rompiendo el espejo que les tendíamos, por lo demás con
hipocresía, para captarlos—.
El milagro,
hoy, es que las apariencias —desde hace mucho tiempo reducidas a una esclavitud
voluntaria— se revuelven hacia nosotros y contra nosotros, soberanas, a través
de la misma técnica que usábamos para expelirlas. Llegan por lo demás hasta el
aquí y ahora de su lugar, del corazón de su banalidad, e irrumpen por todas
partes, multiplicándose solas con alegría.
La alegría
de fotografiar es una alegría objetiva. Quien no ha probado jamás el gozo
objetivo de las imágenes —por la mañana, en una ciudad, en un desierto —jamás
comprenderá nada de la delicadeza patafísica del mundo—.
Si una cosa
quiere ser fotografiada, significa que no quiere consignar susentido, que no
quiere reflejarse. Solo quiere ser captada directamente, violada en el sitio,
iluminada en su detalle. Si una cosa quiere convertirse en imagen no es para
durar, sino más bien para desaparecer. Y el sujeto no es un buen médium si no
entra en este juego, si no exorciza su propia mirada y su propio juicio, si no
goza con su propia ausencia.
Es la trama
misma de los detalles del objeto, de las líneas, de la luz, la que
debe
significar esta interrupción del sujeto, y por tanto la irrupción del mundo, lo
que crea el suspense de la foto. A través de las imágenes el mundo impone su discontinuidad,
su fraccionamiento, su instantaneidad artificial. En este sentido, la imagen
fotográfica es la más pura, porque no simula ni el tiempo ni el movimiento y se
atiene al irrealismo más riguroso. Todas las otras formas de imagen (cine,
vídeo, síntesis, etc...) son sólo formas atenuadas de la imagen pura y de su ruptura
con lo real.
La
intensidad de la imagen se mide por su negación de lo real, por su invención de
otra escena diferente. Tomar una imagen de un objeto es quitarle una por una
todas sus dimensiones: el peso, el relieve, el perfume, la profundidad, el tiempo,
la continuidad, y obviamente el sentido. Es al precio de esta desencarnación
como la imagen adquiere ese poder de fascinación, como se convierte en médium de la objetualidad pura, como se hace trasparente
a una forma de seducción más sutil.
Reagregar
una por una todas las dimensiones —el relieve, el movimiento, la emoción, la
idea, el sentido y el deseo— para volver mejor, para volver más real el
conjunto, es decir mejor simulado, es un contrasentido total en términos de
imagen. Y la técnica misma se ve atrapada en su propia trampa.
El deseo de
fotografiar viene quizás de esta constatación: visto en una perspectiva de
conjunto, desde el punto de vista del sentido, el mundo es muy desilusionante.
Visto en detalle, y por sorpresa, es
siempre de una evidencia perfecta. Vértigo del detalle perpetuo del objeto.
Excentricidad mágica del detalle. En la foto, las cosas se vertebran a través
de una operación técnica que corresponde a la concatenación de su banalidad.
Así es una imagen por otra imagen, una foto por otra foto: una contigüidad de
fragmentos. No de «visiones del mundo», no de mirada: la refracción del mundo,
en su detalle, con las mismas armas.
La ausencia
del mundo en todo detalle, como la ausencia del sujeto dibujada en cada rasgo
de un rostro. Esta iluminación del detalle se puede obtener también con una
gimnasia mental, o a través de la sutileza de los sentidos. Pero aquí la
técnica los pone en funcionamiento sin herir cuerpo alguno. Es una trampa, quizás.
Los objetos
son de tal forma que, en su interior, cambian con su propia desaparición. En
este sentido es como nos engañan y determinan la ilusión. Pero también en este
sentido son fieles a sí mismos y por lo que nosotros debemos ser fieles a
ellos: en su detalle minucioso, en su representación exacta, en la ilusión sensual
de su apariencia y de su concatenación. De ahí por qué la ilusión no se opone a
la realidad, sino que constituye otra realidad más sutil que surge inmediata
del signo de su desaparición. Todo objeto fotografiado no es otra cosa que la
huella dejada por la desaparición de todo el resto. Es un crimen casi perfecto,
una solución casi total del mundo que no deja resplandecer otra cosa que la ilusión
de tal o tal otro objeto, del cual la imagen crea entonces un enigma inaferrable.
A partir de esta excepción radical, se tiene sobre el mundo una vista inexpugnable.
No se trata
de producir. Todo queda encerrado en el arte de la desaparición. Solo lo que
sucede en el modo de desaparecer es verdaderamente diferente. Más: sucede que
esta desaparición deja huellas, que es el lugar de aparición del Otro, del
mundo, del objeto. Además es el único modo que posee el Otro para existir: nuestra
propia desaparición. «We shall be your favorite disappearing act!» (¡Seremos tu
acto favorito de la desaparición!). El único deseo profundo es el deseo de
objeto (incluido el sexual). Es decir, no de aquello que nos falta, ni de
aquello (aquel, aquella) que nos echa de menos —esto ya es más sutil—sino de
aquel o aquella que no nos echan de menos, de aquello que puede existir
tranquilamente sin nosotros. Aquello que no nos echa en falta: ése es el Otro,
la alteridad radical.
El deseo lo
es siempre de esta perfección extraña, y al mismo tiempo incluye en sí el
romperla y destruirla. No nos apasiona nada ni nadie a quien no queramos al
mismo tiempo dividir y romper su perfección y su impunidad. Fotografiar no es
captar al mundo como objeto, sino convertirlo en objeto, reasumir su alteridad
escondida bajo su supuesta realidad, hacerlo despuntar como atractor extraño y
fijar esta atracción extraña en una imagen. Volver a ser en el fondo «una cosa
entre las cosas», todas ellas extrañas entre sí pero cómplices, todas ellas
opacas pero familiares —más que un universo de sujetos opuestos y trasparentes
unos a los otros—.
Es la foto
la que nos acerca más a un universo sin imágenes, es decir a la apariencia
pura. La imagen fotográfica es dramática a causa de la lucha entre la voluntad
del sujeto de imponer un orden, una visión, y la del objeto de imponerse en su
discontinuidad y su inmediatez. En el mejor de los casos es el objeto quien
gana, y la imagen-foto es la de un mundo fractal del cual no hay ecuación ni
salida en ningún lugar. Es muy diferente al arte y al mismo cine, a cuyo través
la idea, la visión o el movimiento bosquejan siempre la figura de una
totalidad.
Contra la filosofía del sujeto, la de la mirada, la de la distancia del mundo para captarlo mejor, se halla la antisofía del objeto, la desconexión de los objetos entre sí, la sucesión aleatoria de los objetos parciales y de los detalles. Como una síncopa musical o el movimiento de las partículas. La foto es lo que más nos acerca a la mosca, a su ojo fasciculado y a su fragmentario vuelo lineal. Para que el objeto sea captado, es necesario que el sujeto se reprima. Pero precisamente es así como éste encuentra su última aventura, su última fortuna, la de la desposesión de sí mismo en el reverberar del mundo, en el que ocupa ya el lugar ciego de la representación. El objeto tiene un valor para el juego mucho más grande, pues, no habiendo atravesado la fase del espejo, no tiene nada que ver consu propia imagen, con su identidad o con su semejanza —despojado del deseo y no teniendo nada que decir, escapa al comentario y a la interpretación—.
Si se llega
a captar algo de esta desemejanza y de esta singularidad, cambia algo del punto
de vista del mundo «real« y del principio mismo de realidad. Lo que está en
juego es hacer de tal modo que el objeto, en lugar de que se le impongan la
presencia y la representación del sujeto, se convierta en el lugar de su
ausencia y de su desaparición. El objeto puede ser por otra parte una situación,
una luz, un ser vivo. Lo esencial es que haya una ruptura de aquella maquinaria
demasiado bien concebida de la representación (y de la dialéctica moral y filosófica
que va unida a ella), y que por efecto de un puro advenimiento de la imagen el
mundo surja como evidencia insoluble.
Es una
inversión del espejo. Hasta ahora el sujeto era el espejo de la representación.
El objeto no era más que el contenido. Esta vez es el objeto quien dice: «I
shall be your mirror¡ (¡Yo seré tu espejo!)».
La foto
tiene un carácter obsesivo, caracterial, estático y narcisista. Es una actividad
solitaria. La imagen fotográfica es discontinua, puntual, imprevisible e irreparable,
como el estado de cosas en un momento dado. Cada retoque, cada pentimento»,
cada puesta en escena adquiere un carácter abominablemente estético. La soledad
del sujeto fotográfico, en el espacio y el tiempo, está correlacionada con la
soledad del objeto y con su silencio caracterial.
El objeto
debe ser fijado, mirado intensamente e inmovilizado por la mirada. No es él el
que debe posar, es el operador quien debe retener su propia respiración para
hacer el vacío en el tiempo y en el cuerpo. Pero debe retener la respiración
también mentalmente y no pensar en nada, a fin de que la superficie mental esté
tan virgen como la película. No se debe considerar ya un ser representativo,
sino un objeto que trabaja en el interior de su propio ciclo, sin tener para
nada en cuenta la puesta en escena, en una especie de circunscripción delirante
de sí y del objeto. Aquí hay un encantamiento que se puede también encontrar en
el juego —el de superar la propia imagen y consignarnos a una especie de feliz
fatalidad—. Jugando somos nosotros pero al mismo tiempo no somos nosotros. Así
se crea el vacío dentro y en torno a sí mismo, en una especie de clausura
iniciática. No nos proyectamos ya en una imagen —se produce el mundo como
suceso singular, sin comentarios—.
La foto no
es una imagen en tiempo real. Conserva el momento del negativo, el suspense del
negativo. Es este ligero desplazamiento el que permite a la imagen existir en
cuanto tal, como ilusión diferente al mundo real. Es este ligero desplazamiento
el que le da la fascinación discreta de una vida anterior, cosa que no tienen
las imágenes numéricas o vídeos que se desarrollan en tiempo real. En las
imágenes de síntesis lo real ha desaparecido ya. Y, por este motivo, no son ya
imágenes en sentido propio.
Hay una
forma de estar de la foto, de suspense, de inmovilidad fenomenal que interrumpe
la precipitación de los sucesos. Detenerse en una imagen es detenerse en el
mundo. Este suspense no es nunca definitivo, sin embargo, porque las fotos
reenvían las unas a las otras y no hay otro destino para la imagen que la
imagen. Y sin embargo cada una de ellas es distinta a todas las demás.
Es a través
de este tipo de distinción y de complicidad secreta como la fot ha reencontrado
el aura que había perdido con el cine. Pero también el mismo cine puede reencontrar
esta cualidad propia de la imagen —cómplice, pero casi extraña a la narración—
que tiene su propia intensidad estática, si bien animada con toda la energía
del movimiento —cristalizando todo el despliegue en una imagen fija—, según un
principio de condensación que va contra el principio de alta disolución y de
dispersión de todas nuestras imágenes actuales. Como en GODARD, por ejemplo.
Es raro que
un texto se ofrezca con la misma evidencia, la misma instantaneidad, la misma
magia que una sombra, una luz, una materia. Sin embargo en NABOKOV o en
GOMBROWIC, por ejemplo, la escritura reencuentra a veces algo de la autonomía
material, objetiva, de las cosas sin cualidad, del poder erótico y del desorden
sobrenatural de un mundo nulo.
La verdadera
inmovilidad no es aquella de un cuerpo estático, sino la de un peso en el ápice
de un péndulo, cuyas oscilaciones apenas se han detenido y que todavía vibra
imperceptiblemente. Es la del tiempo en el instante —la de la «instantaneidad»
fotográfica tras de la cual circula siempre la idea del movimiento, pero sólo
la idea— en que la imagen es el testimonio presente del movimiento sin hacerlo
ver jamás, lo que le quitaría la ilusión. Es con esta inmovilidad con la que
sueñan las cosas, con la que soñamos nosotros. Y es bajo ella donde siempre se
detiene más el cine, en su nostalgia del ralentí y de la imagen fija como ápice
de la dramaticidad.
Lo mismo
puede decirse del silencio. Y la paradoja de la televisión habrá sido
probablemente la de restituir toda su fascinación al silencio de la imagen. Silencio
de la foto. Una de sus cualidades más preciosas, a diferencia del cine o de la
televisión, a quien es preciso siempre imponerle el silencio, sin conseguirlo.
Silencio de la imagen, que vence (¡o debería vencer!) a todo comentario. Pero silencio
también del objeto, que ella arrebata al contexto ensombrecedor y ensordecedor
del mundo real. Sea cual sea el rumor y la violencia que la rodeen, la foto restituye
el objeto a la inmovilidad y al silencio. En plena confusión urbana, ella recrea
el equivalente del desierto, un aislamiento fenomenal. La foto es el único modo
de recorrer la ciudad en silencio, de atravesar el mundo en silencio.
La
fotografía da cuenta del estado del mundo cuando nosotros estamos ausentes. El
objetivo explora esta ausencia. También en los rostros o en los cuerpos
cargados de emoción está aún esa ausencia que ella explora. Se fotografían así
mejor aquellos para los que lo otro no existe o no existe ya —los primitivos, los miserables, los objetos-. Sólo lo
inhumano es fotogénico. Es a este precio como funciona una estupefacción
recíproca, y por tanto una complicidad nuestra con el mundo y del mundo con
nosotros.
Los seres
humanos son demasiado sentimentales. También los animales, los vegetales, son demasiado
sentimentales. Sólo los objetos no tienen aura sexual o sentimental. No hay por
tanto otra solución que violentarlos a sangre fría para fotografiarlos. No
habiendo problemas de semejanza, son maravillosamente idénticos a sí mismos. A
través de la técnica no se puede añadir otra cosa que la evidencia mágica de su
indiferencia, la inocencia de su puesta en escena y evidenciar lo que encarnan:
la ilusión objetiva y la desilusión subjetiva del mundo.
Es muy
difícil fotografiar individuos o rostros. El hecho es que la puesta apunto
fotográfica es imposible ante alguien cuya puesta a punto psicológica deja tanto
que desear. Cualquier ser humano es el lugar de una puesta en escena similar,
el lugar de una (de)construcción tan compleja que el objetivo la estropea a pesar
de su carácter. Está de tal manera cargado de sentido, que es casi imposible
quitarle la envoltura para encontrar la forma secreta de su ausencia.
Se dice que
hay siempre un instante que captar, en el cual el ser más banal, o más
enmascarado, muestra su identidad secreta. Pero lo que es interesante es su
alteridad secreta. Y más bien que buscar la identidad tras la máscara, hay que buscar
la máscara tras la identidad, —la figura que nos posee y nos desvía de nuestra
identidad— la divinidad enmascarada que efectivamente habita a cada uno de
nosotros por un instante, por un día, o a uno por otro.
Para los
objetos, los salvajes, las bestias, los primitivos, la alteridad es segura, la
singularidad es segura. Una bestia no tiene identidad y sin embargo no está
alienada —es extraña a sí misma y a sus propias miras—. De improviso adquiere
la fascinación de los seres extraños a su propia imagen, que gozan a través de
ella de una familiaridad orgánica con el propio cuerpo y con todos los demás.
Si se reencuentra esta connivencia y esta extrañeza al mismo tiempo, entonces
nos acercamos a la cualidad poética de la alteridad —la del sueño y del sueño
paradójico, la identidad que se confunde con el sueño profundo—.
Los objetos, como los primitivos, tienen una grandeza fotogénica anticipa-da respecto a nosotros. Liberados de golpe de la psicología y de la introspección conservan toda su seducción frente al objetivo. Liberados de la representación, conservan toda su presencia. Para el sujeto es mucho menos cierto. Por eso—¿es el precio de su inteligencia, o el signo de su estupidez?— el sujeto a menudo consigue, a costa de esfuerzos inauditos, renegar de su alteridad y existir sólo en los límites de su identidad. Lo que necesitamos, por tanto, es volverlo un poco más enigmático a sí mismo, y volver a los seres humanos en general un poco más extraños (o extranjeros) los unos a los otros. No se trata de tomarlos por sujetos, sino de hacerlos ser objetos, hacerlos ser otros —es decir, tomarlos por lo que son.
«Es preciso
captar a las personas en su relación consigo mismas, es decir en su silencio»
(H. CARTIER-BRESSON).
Vivimos en
general sobre el aparato constituido por la voluntad y la representación, pero
la palabra «fin» de la historia está en otra parte. Cada uno está probablemente
ahí con su voluntad y su deseo pero, en secreto, las decisiones y los
pensamientos le provienen de otra parte —y es en esta interferencia muy extraña
donde reside nuestra originalidad—. No reside en los espejos en que nos reconocemos,
ni en el objetivo que quiere reconocernos. La trampa está siempre en la
semejanza, y la grandeza de una imagen es que sepa desafiar a toda semejanza,
que vaya a buscar a otra parte lo que viene de otra parte.
Hubo un
tiempo en el que enfrentarse con el objetivo era dramático, en el que la imagen
misma era todavía un riesgo, una realidad mágica y peligrosa. Todo entonces
expresaba la ausencia de complacencia hacia la imagen —miedo, desconfianza,
ira— lo que daba a cualquier campesino o burgués de comienzos de siglo rodeado
de su familia la misma seriedad mortal y selvática de un primitivo. Su ser se
inmovilizaba, sus ojos se dilataban ante la imagen, tomando espontáneamente la
expresión del muerto. De improviso hasta el mismo objetivo se vuelve salvaje.
Se excluía toda promiscuidad entre el fotógrafo y su objeto (contrariamente a
las prácticas actuales). La distancia es insuperable y la foto es el
equivalente técnico del exotismo radical del que habla SEGALEN. Ello confería
al suceso fotográfico una verdadera nobleza —como un lejano eco del shock
primitivo de las culturas—.
En el
período heroico, la relación fotográfica era propiamente aquella del duelo y se
trataba verdaderamente de una cuestión a muerte. La inmovilidad cadavérica del
objeto, su ausencia de expresión (pero no de carácter) es tan potente como la
movilidad del objetivo, la cual mantiene el equilibrio. El destino que tiene en
mente, su universo mental, impresionan directamente la película —efecto
sensible hoy como hace un siglo, cuando se tomó la foto—. Somos nosotros los
que captamos al salvaje o al primitivo en su rostro objetivo, pero él es quien
nos imagina.
Esta muerte,
esta desaparición que corresponde a aquella, virtual, del objeto en la época
heroica, está siempre presente en el corazón antropológico de la imagen, según
BARTHES. El «punctum»: aquella figura de la nada, de la ausencia y de la
irrealidad, opuesta al «studium», que es todo el contexto de sentido y de
referencia. Es esta nada en el corazón de la imagen la que constituye su magia y
su poder, una magia y un poder que expelemos en la mayoría de los casos a fuerza
de significaciones.
En los
festivales, en las galerías, en los museos, en las exposiciones, las imágenes
hacen que fluyan mensajes, testimonios, sentimentalidad estética, estereotipos
de reconocimiento. Es una prostitución de la imagen frente a aquello que ella significa,
aquello que quiere comunicar —una toma de rehén, sea a través del operador o a
través de la actualidad mediática—. En la profusión de nuestras imágenes la
muerte y la violencia están por todas partes, pero son sin embargo patéticas, ideológicas,
espectaculares: nada que ver con el «punctum», con ese trato y esa disposición
fatal interior a la imagen que ha sido expulsada de ella.
En el lugar
de la imagen que encierra simbólicamente la muerte, está la muerte que se
cierne sobre la imagen (bajo la forma exterior de la exposición, del museo o de
las necrópolis culturales que exaltan el arte fotográfico).La imagen está fuera
de campo, fuera de escena. La puesta en escena fotográfica, sea la interna a la
imagen o la de la institución, es un contrasentido. Sepultada bajo los
comentarios, emparedada en la celebración estética, destinada a la cirugía
estética y museística, la alucinación interna a la imagen está acabada. No es
ya ni siquiera el «studium» opuesto al «punctum», es simplemente el médium que
circula. Y la forma fundamentalmente peligrosa de la imagen se resuelve en la
circulación cultural de las obras maestras.
Lo que me
desagrada es la estetización de la fotografía —que se haya convertido en una de
las bellas artes y haya entrado en el ámbito de la cultura—. La imagen
fotográfica, gracias a su base técnica, ha venido de más allá o de más acá de
la estética y constituye por ello una revolución considerable en nuestro modo de
representar. Su irrupción ha puesto en duda el mismo arte en su monopolio estético
de las imágenes. Ahora, en nuestros días, el movimiento se ha invertido: es el
arte el que devora la foto más que al contrario.
La foto se
inserta profundamente en otra dimensión, una dimensión no estética en sentido
propio —algo como la dimensión del trompe l’ oeil que acompaña a toda la
historia del arte, pero que queda casi indiferente a las peripecias de ésta. El
trompe l’ oeil es sólo aparentemente realista, de hecho está ligado a la evidencia
del mundo y a una semejanza tan escrupulosa que se convierte en mágica. El trompe
l’ oeil, como la foto, conserva algo del estatuto mágico de la imagen, y por
tanto de la ilusión radical del mundo. Forma salvaje, irreductible, más cercana
al origen y a los tormentos de la representación —ligada a la apariencia y a la
evidencia del mundo, pero a una evidencia engañosa— y por tanto opuesta a toda
visión realista y menos válida en términos de juicio y de gusto que en términos
de pura fascinación todavía hoy.
Es a fuerza
del juego irreal con la técnica, a través de su découpage, de su inmovilidad, de
su silencio, de su reducción fenomenológica del movimiento, y eventualmente del
color, como la foto se impone como imagen más pura y más artificial. No es
bella, es peor, y es en cuanto tal como adquiere la fuerza de objeto en un
mundo que ve precisamente extenuarse el principio estético.
Es la
técnica la que da a la foto su carácter original. Es a través del tecnicismo como
nuestro mundo se revela radicalmente no objetivo. Es el objetivo fotográfico el
que, paradójicamente, revela la no-objetividad del mundo —ese algo que no se
resolverá en el análisis ni en la semejanza—.Es la técnica la que nos lleva más
allá de la semejanza, al corazón de la apariencia de la realidad. De repente
también la misma visión de la técnica se transforma: se convierte en el lugar
de un doble juego, en cuanto espejo de aumento de la ilusión y de las formas.
Hay una complicidad entre el aparato técnico y el mundo, una convergencia entre
una técnica objetiva y el mismo poder del objeto. Y la foto constituiría el
arte de infiltrarse en el interior de esa complicidad no para dominar su
proceso, sino para jugar en él y hacer evidente la idea de que la apuesta no
está aún cerrada.
El mundo en
sí mismo no se parece a nada. En cuanto concepto y discurso tiene un parecido
con muchas otras cosas —como objeto puro, no es identificable—.
La operación
fotográfica es una especie de escritura refleja, de escritura automática de la
evidencia del mundo, y sólo hay una.
En la
ilusión genérica de la imagen el problema de lo real no se plantea ya. Está
borrado por su mismo movimiento, que pasa repentina y espontáneamente más allá
de la verdad y la falsedad, más allá de lo real y lo irreal, más allá del bien
y del mal.
La imagen no
es un médium del cual haya que encontrar el mejor uso. Es aquello que escapa a
todas nuestras consideraciones morales. Es por su esencia inmoral, y el
devenir-imagen del mundo es un devenir-inmoral. A nosotros nos toca huir de
nuestra representación y convertirnos en el vector inmoral de la imagen. Somos
nosotros los que volvemos a ser objeto o volvemos a ser otro en una relación de
seducción con el mundo. Dejar jugar la complicidad silenciosa entre el objeto y
los objetivos, entre las apariencias y la técnica, entre la cualidad física de
la luz y la complejidad metafísica del instrumento técnico, sin hacer
intervenir ni la visión ni el sentido. Pues es el objeto quien nos ve, es el
objeto quien nos sueña. Es el mundo quien nos refleja, es el mundo quien nos
piensa. Esta es la regla fundamental.
La magia de
la foto reside en el hecho de que el objeto es quien hace todo el trabajo. Los
fotógrafos no lo admitirían nunca, y sostendrán que toda la originalidad reside
en su inspiración, en su interpretación fotográfica del mundo. El hecho es que
ellos hacen fotos feas o fotos demasiado bellas, confundiendo su visión
subjetiva con el milagro reflejado del acto fotográfico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario