He sido
frecuentador de consultas médicas debido a mi diabetes. He contado en este blog
mi vivencia de estas relaciones en un capítulo específico “Derivas diabéticas”.
He vivido la consulta como un espacio singular, que se encuentra blindado al
exterior y en donde los sentidos de las prácticas que allí tienen lugar se
corresponden con las representaciones profesionales, otorgando al paciente un
papel relegado. Dice una persona tan inteligente como Juanjo Millás, que al
médico hay que acudir para hablar. Conversar sobre la vida diaria del paciente,
que siempre es singular y se produce mediante múltiples situaciones y
comportamientos. Sin embargo, en la
operatoria clínica se reduce brutalmente la vida a varios estereotipos gruesos.
Esta es subordinada imperativamente a las dimensiones que definen la práctica
médica, focalizada al tratamiento del catálogo sagrado de las enfermedades. Una
vez ubicado en una categoría diagnóstica, la relación es mecanizada.
Este sólido
blindaje a la vida puede definirse recurriendo a un producto estrella del
formidable yacimiento tecnológico del tiempo presente. Este es el Gore Tex, una
membrana que, ubicada en la ropa o los zapatos, permite resguardarse frente a
las contingencias climáticas. Este producto permite impermeabilizarse, además
de ser transpirable y tener poco peso. Así contribuye a la protección en las
actividades de montaña y al aire libre en condiciones climáticas adversas. Esta
membrana es urdida con un material aislante formidable. Del mismo modo, en las
Facultades de Medicina tiene lugar un proceso análogo, que cristaliza en una
membrana infranqueable que protege al profesional frente a la complejidad,
variabilidad y multiplicidad de la vida. Muy pocos consiguen reducir los
efectos del Gore Tex profesional, instalado en las mentes de los novicios
durante la socialización profesional.
La pandemia
ha multiplicado la demanda al sistema sanitario convirtiendo a los
profesionales en agentes de tráfico de pacientes. La prioridad es detectar y
tratar a los pacientes Covid. La avalancha de pacientes encierra fatídicamente
a los profesionales, fortaleciendo su membrana aislante. Esta se especifica en
la reconversión del profesional en un epidemiólogo amateur, que trata a los
pacientes como si fueran partes de colectivos definidos por su valor
estadístico. Como diabético veterano, he experimentado muchas veces esta
desviación fatal. En el encuentro, él entiende que está tratando con una
aplicación de la diabetes, cuya significación es el control de la enfermedad.
En este contexto, Juan, como persona singular, es reconvertido en un numerador,
en una cifra, en una parte de un problema mayor.
En los
primeros años salía de las consultas con la sensación de que formaba parte de
un mundo lejano e inabarcable, de una realidad que me desbordaba y me convertía
en infinitamente pequeño, y, sobre todo, insignificante, en tanto que la
cuestión radicaba en el tratamiento de Doña Diabetes Mellitus, lo cual me
reducía a una realidad infinitesimal. En estos días, los lenguajes no dejan
lugar a dudas. Los epidemiólogos hablan de número de casos. Cada infectado
entra en un mundo enorme que trasciende su propia vida, el de la incidencia
acumulada. Después puede llegar a formar parte de los asintomáticos, los
hospitalizados, los ingresados en la UCI, los fallecidos o los felizmente dados
de alta. En ese tránsito la individualidad se difumina inexorablemente. De ahí
la denominación de “casos”.
La versión
epidemiológica del Gore Tex es mucho más consistente. En tanto que considerados
como casos, el valor asignado a cada uno depende de la relación entre las magnitudes
del problema: entre los infectados, hospitalizados, curados y fallecidos. En
este proceso se produce el milagro de la insignificancia de cada persona. Su
proceso singular se difumina y es ubicado en el exterior de los discursos
públicos. La epidemiología, se atrinchera tras sus fortificaciones interiores
protegidas por la membrana, por el impermeable científico. El resultado de esta
inversión es la devaluación radical del paciente, un ser social que ahora es
entendido como un cuerpo manipulable y salvable por el aparato asistencial.
En esta
secuencia, el paciente adquiere el perfil de sospechoso de incumplir las
prescripciones profesionales, y, por consiguiente, devenir en un agente
infeccioso, en un peligro público. Así se reconstituye el ancestral
autoritarismo profesional, erosionado principalmente por las lógicas imperantes
en las sociedades de consumo de masas. El principio de la autonomía del
paciente queda en suspensión y el consentimiento informado deviene en una
quimera. La Covid instaura un principio de regresión en la asistencia sanitaria
y en la relación médico-paciente. En estos meses, algunos logros históricos se
han disipado y puede anunciarse su funeral grande.
Porque en
esta situación parece pertinente interrogarse acerca de la mitológica humanización
de la asistencia. En el estado de excepción sanitario, el paciente retorna al
estatuto de la pasividad y la demanda se entiende en términos rigurosamente
profesionales. La autonomía del paciente queda suspendida sine die. Este es
entendido en función de las utilidades del sistema. Las guerras producen
consecuencias que tienen una reversibilidad menguada. La guerra Covid está erosionando los sistemas sanitarios, que
desbordados por el alud de infectados, se cierran sobre sí mismos. Algunos
indicadores parecen perturbadores. En particular, la limitación del acceso
mediante la decisión profesional. En los últimos meses he presenciado dos
consultas telefónicas solicitando una cita para un problema relevante para el
paciente, y la conversación se ha planteado en términos que desbordaban sus
capacidades. Todo terminó en una solución aparentemente consensuada, pero no
aceptada por el paciente una vez su lejano interlocutor se ausentó.
El sistema
desbordado por el volumen fluctuante de la demanda, toma decisiones que es
imposible consensuar, pero que afectan a importantes segmentos de población,
que es privada de una parte esencial de sus derechos. Así se instala un estilo
autoritario en las decisiones macro, que eliminan las dudas y también a los
interlocutores. Por poner un ejemplo elocuente, las autoridades epidemiológicas
no son sensibles a la aceptación de los costes del tiempo transcurrido, entendiendo
los episodios de desobediencia como parte del concepto “fatiga pandémica”.
Pero, en tanto que los epidemiólogos viven su edad de oro, decidiendo sobre las
vidas de los infectados y candidatos a serlo, las gentes viven un drama con su
vida suspendida y su futuro cuestionado.
Esta lógica
de preponderancia sin contrapartidas de los decisores que prevalece en lo
macro, desciende a todo el sistema, instalándose en lo micro y afectando a los
encuentros cara a cara y uno a uno en las consultas. El paciente es
desvalorizado y su cuerpo transformado en un objeto testeado por las pruebas y
protegido mediante las medicaciones y vacunas. En este contexto decae la conversación
y la relación se industrializa. El peligro de convertirse en un objeto es
patente. Pero, el aspecto más negativo, radica en que la membrana Gore Tex,
instalada en los primeros tiempos y puesta a prueba y reforzada con el paso de
los años, se fortifica alcanzando niveles preocupantes.
El resultado
es la generalización de condenas morales a los pacientes, así como una
desconsideración de sus condiciones. Cuando a algún amigo médico le cuento que
la Covid y sus respuestas me han arruinado ya dos primaveras, y que eso a mi
edad es muy grave, sonríe y me dice que son cosas mías. Si sigo con la jodida
glicosilada por debajo del 7.5 va todo bien, lo otro es superfluo. Cuando me
despido me alejo mascullando ¡joder el Gore Tex de estos tipos¡
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