En esta
entrevista, Agamben alude al salto en la medicalización que la Covid está
reforzando. Se trata de una medicalización obligatoria, en la que los
comportamientos devienen en leyes y su incumplimiento camina hacia la
penalización. Está publicada en https://artilleriainmanente.noblogs.org/?p=2147.
Por su gran
interés, reforzado por la ausencia de deliberación sobre el devenir de la
pandemia, en tanto que solo se producen discursos acerca de su control
sanitario, excluyendo otras dimensiones, publico el texto, que no tiene
desperdicio, en tanto que suscita varias cuestiones esenciales que permanecen
en un silencio social estruendoso.
Esta
entrevista fue realizada por Andrea Pensotti y publicada originalmente en la
revista Organisms.
Journal of Biological Sciences, vol. 4, núm. 2, 2020 (Universidad de la
Sapienza de Roma); el sitio web L’Intellettuale
Dissidente la reprodujo en italiano el 24 de febrero de 2021.
En
medicina, los conceptos de personalización y predicción están ganando terreno:
gracias a las nuevas herramientas de diagnóstico y al big data, es posible predecir, de
forma individual, el riesgo de desarrollar determinadas enfermedades a lo largo
de la vida. Una vez conocidos estos riesgos, se puede orientar a las personas
hacia estilos de vida adecuados. Además de estos screening de
predisposición genética, las nuevas tecnologías conocidas como wearables permiten
la monitorización constante de ciertos parámetros vitales. Hoy en día son
utilizados principalmente por los deportistas en busca de una mejora continua
de su rendimiento, pero pronto se extenderán a todos los ciudadanos. Este
enfoque de la medicina parece conducirnos hacia lo que usted ha definido como
vida reducida a condición biológica, «nuda vida». Sin embargo, muchos
científicos tienen fuertes dudas sobre la viabilidad —ética y técnica— de tal
escenario. ¿Puede compartir con nosotros una reflexión sobre este argumento?
Además, ¿qué cree que debería hacerse para invertir el rumbo?
En la
perspectiva que usted esboza, es decisivo el umbral en el que la
personalización, la predicción y el cribado no se traducen simplemente en
consejos y sugerencias de estilos de vida, sino que se convierten en una
obligación jurídica. Este umbral se ha traspasado, y lo que antes se
consideraba un derecho a la salud se ha convertido en una obligación que hay
que cumplir a cualquier precio. La causa más frecuente de mortalidad en nuestro
país son las patologías cardiovasculares, y es bien sabido que tal vez podrían
reducirse si practicáramos una forma de vida más saludable y siguiéramos una
alimentación particular. Pero a ningún médico se le había ocurrido que las
formas de vida y de alimentación que aconsejaban a sus pacientes pudieran ser
objeto de una normativa jurídica, que decretara ex lege cómo
se debe vivir y qué se debe comer, transformando toda la existencia en una
obligación sanitaria. Además, esto quedaba excluido por el juramento
profesional del médico, que menciona expresamente el «respeto a los derechos
civiles relativos a la autonomía de la persona». Esto es lo que ha sucedido
ahora con el Covid-19 y, al menos por el momento, la gente no sólo ha aceptado
renunciar a sus libertades constitucionales, a las relaciones sociales y a sus
convicciones políticas y religiosas, sino que ha dejado morir a sus seres
queridos solos y sin funeral. En este sentido, se podría decir que la existencia
humana ha sido reducida a un dato biológico, a una nuda vida que hay que salvar
a toda costa, a pesar de que la IFR, la tasa real de mortalidad de la
enfermedad es, según los estudios reseñados en su revista, inferior al 1 %. Lo
que ha sucedido es que, a través de un proceso de creciente medicalización de
la vida, la unidad de la experiencia vital de cada individuo, que siempre es
inseparablemente tanto corporal como espiritual, se ha escindido en una entidad
puramente biológica por un lado y una existencia social, cultural y afectiva
por el otro. Esta fractura es, según todas las evidencias, una abstracción,
pero una abstracción poderosa, a la que los hombres han sacrificado sus
condiciones normales de vida. He dicho que la escisión de la vida es una
abstracción, pero usted sabe que la medicina moderna, a mediados del siglo XX,
logró esta abstracción gracias a los dispositivos de reanimación, que
permitieron mantener durante mucho tiempo un cuerpo humano en estado de pura
vida vegetativa. La cámara de reanimación, con sus mecanismos de respiración y
circulación sanguínea artificiales y sus tecnologías de mantenimiento de la
temperatura corporal, mediante las cuales se mantiene indefinidamente en
suspenso un cuerpo humano entre la vida y la muerte, es una zona oscura, que no
debe salir de sus confines estrictamente médicos. Lo que ha sucedido en cambio
con la pandemia es que esta vida puramente vegetativa, este cuerpo
artificialmente suspendido entre la vida y la muerte se ha convertido en el
nuevo paradigma político, sobre el que los ciudadanos deben regular su
comportamiento. El mantenimiento a cualquier precio de una nuda vida
abstractamente separada de la vida intelectual y espiritual e impuesta como
criterio no de vida, sino de mera supervivencia es el hecho más sorprendente de
la situación que estamos viviendo.
En
2016 Nature publicó
los resultados de una Investigación de la que se desprendía que más de 1500
científicos no habían sido capaces de reproducir los datos obtenidos por sus
colegas. Un problema similar se encontró en 2011 el doctor Glenn Bagley, por
entonces director del departamento de oncología de la multinacional Amgen, que
antes de invertir varios millones de euros en un proyecto de investigación de
un nuevo fármaco, había decidido replicar los 53 experimentos en los que se
basaba su estrategia para el desarrollo de un nuevo medicamento: sólo consiguió
replicar el 11 % de ellos. Paradójicamente, la ciencia nunca se había
enfrentado a una profunda crisis de credibilidad en cuanto a la fiabilidad de
los datos que produce y la veracidad de sus afirmaciones. A pesar de ello,
parece casi imposible que surjan hipótesis y resultados diferentes a las
reconocidos universalmente como «verdades científicas», tanto a nivel de la
opinión pública como de las opiniones académicas. Verdades en las que se basan
a menudo las decisiones políticas y económicas. Usted ha publicado
recientemente un artículo titulado «Sobre lo verdadero y
sobre lo falso». ¿Podría ayudarnos a investigar más a fondo esta
cuestión?
Aquí se
puede ver por sí mismo que el problema de la verdad no es un problema
filosófico abstracto, sino algo extremadamente concreto, que determina
consistentemente la vida de los seres humanos. En cuanto a la verdad
científica, Thomas Kuhn, en un libro ahora famoso, ya había demostrado que el
paradigma que siempre es dominante en una comunidad científica no es
necesariamente el más verdadero, sino simplemente el que es capaz de procurar
el mayor número de seguidores. Pero esto es cierto incluso fuera de las
verdades científicas. La humanidad está entrando en una fase de su historia en
la que la verdad se reduce a un momento en el movimiento de lo falso; o, más
precisamente, en el despliegue omnipresente de un lenguaje que ya no contiene
en sí mismo ningún criterio para distinguir lo verdadero de lo falso. Verdadero
es aquel discurso que se declara como verdadero y que debe tenerse como tal
aunque se demuestre su falsedad. Pero, en definitiva, lo esencial del sistema
es que se pierda cualquier distinción entre lo verdadero y lo falso. De ahí la
creciente confusión entre noticias contradictorias difundidas por los mismos
órganos oficiales. De este modo, lo que se cuestiona es el propio lenguaje como
lugar de manifestación de la verdad. Pero, ¿qué ocurre en una sociedad que ha
renunciado a la verdad y en la que la gente sólo puede observar, muda, el
movimiento multiforme y contradictorio de la mentira? Para detener este
movimiento, cada uno debe tener el coraje de plantearse sin concesiones la
única pregunta que cuenta: ¿qué es una palabra verdadera? Todo el mundo
recuerda en el Evangelio la famosa pregunta de Pilatos a Jesús, que Nietzsche
consideraba «la broma más sutil de todos los tiempos»: «¿qué es la verdad?». De
hecho, Pilato estaba respondiendo a la declaración inmediatamente anterior de
Jesús: «He venido al mundo para dar testimonio de la verdad». En efecto, no hay
experiencia de la verdad sin testimonio: verdadera es aquella palabra por la
que no podemos sino empeñarnos en dar testimonio personalmente. Y aquí vemos la
diferencia entre una verdad científica y una verdad filosófica: mientras que
una verdad científica es (o, al menos, debería ser) independiente del sujeto
que la enuncia, la verdad de la que aquí se trata sólo lo es si el sujeto que
la pronuncia se pone íntegramente en juego en ella, es decir, es una
veridicción y no un teorema. Ante una no-verdad normativamente impuesta podemos
y debemos dar testimonio.
En una de
sus intervenciones ha señalado cómo muy a menudo el concepto de «noticia» ha
anulado el de «idea», introduciendo así el término fake news como arma para
silenciar lo que en realidad son ideas o hipótesis diferentes. ¿Por qué cree
que, aunque ciertas falsedades estén bien documentadas, la gente sigue creyendo
en ellas independientemente del nivel cultural del interlocutor? ¿Qué estrategias
de comunicación debe adoptar un científico si tiene una documentación
convincente para falsear las narraciones oficiales?
En una
sociedad que ya no es capaz de distinguir lo verdadero de lo falso, las
noticias tienden necesariamente a sustituir la realidad, y es en esta
sustitución omnipresente de las noticias por la realidad donde operan los
medios de comunicación. Los medios de comunicación son hoy en día un
instrumento esencial de la política precisamente porque garantizan esta
sustitución, tan esencial para el funcionamiento del sistema. En un mundo en el
que sólo hay noticias, sólo las dominantes son verdaderas y, en el límite,
ninguna noticia es más verdadera que otra; de ahí la necesidad de instituir,
como no ha dejado de hacer nuestro gobierno, una comisión que decida qué
noticias deben considerarse verdaderas y cuáles falsas. En unas notas tomadas
durante la Segunda Guerra Mundial, Heidegger define la época que le tocó vivir
como «una maquinación de lo in-sensato», en la que la ausencia absoluta de sentido
se formula en un algoritmo y se calcula incesantemente. Es algo parecido lo que
tenemos hoy ante nuestros ojos.
El primer
punto de la versión italiana moderna del Juramento Hipocrático dice: juro
ejercer la medicina con autonomía de juicio y responsabilidad de
comportamiento, oponiéndome a cualquier condicionamiento indebido que limite la
libertad e independencia de la profesión. ¿Cuánto espacio queda hoy para la
autonomía de los médicos? ¿Se está transformando la figura del propio médico en
algo nuevo? ¿Cómo ve la futura relación de confianza entre médico y paciente?
¿Cómo se relaciona personalmente con su médico y la gestión de su salud?
Lo que usted
menciona es sólo uno de los puntos del juramento profesional que ahora se
transgreden sistemáticamente. Además de los puntos 4 y 5 que he mencionado
antes sobre el respeto a los derechos civiles y a la autonomía de la persona
del paciente, también está en cuestión el punto 15, que exige «respetar el
secreto profesional y proteger la confidencialidad de todo lo que me sea
confiado, que observe o haya observado, entendido o intuido en mi profesión o
por razón de mi condición o cargo». Mientras que en el pasado siempre se
observaba este secreto, hoy en día cualquier persona que dé positivo (no sólo
enfermo, sino simplemente positivo) es denunciada públicamente como tal y
aislada. En consecuencia, también se transgrede el punto 6, que impone la
obligación de «tratar a todo paciente con escrúpulo y compromiso, sin
discriminación de ningún tipo». Hemos llegado a un punto en el que los enfermos
positivos no son atendidos por sus médicos. Es difícil mantener una relación de
confianza individual con un médico que también actúa como representante de un
sistema de gobierno. Medicina y poder, terapia y normativa, deben permanecer
separadas.
En varias
intervenciones usted ha expuesto la idea de que hoy la medicina y la ciencia se
han convertido en una religión. Sin embargo, a muchos médicos y científicos que
lean esto les resultará difícil percibirse como representantes de esta
religión. ¿Quizá estamos utilizando un término, el de medicina o el de ciencia,
para nombrar dos conceptos diferentes? ¿Nos ayudaría a definir mejor esa
medicina y esa ciencia que se han convertido en una religión?
La analogía
que sugería no es sólo metafórica. Si llamamos religión a lo que los hombres
creen que creen, la ciencia es ciertamente una religión hoy en día. Pero en
toda religión hay que distinguir entre el aparato dogmático (las verdades en
las que hay que creer) y el culto, es decir, los comportamientos y las
prácticas que se derivan de él. Al igual que el creyente común podía ignorar
los dogmas y las herejías que discutían apasionadamente los teólogos, hoy el
hombre común puede ignorar completamente las teorías científicas que discuten
los científicos. Pero desde el punto de vista del culto, es decir, de sus
prácticas y sus comportamientos, en particular en lo que se refiere a la
medicina, está determinado cada vez más por ellas. Y así como la religión
cristiana pretendía la salvación a través del culto, la
medicina pretende la salud a través de la terapia: en un caso
del pecado y en el otro de la enfermedad, pero la analogía salta a la vista. En
este sentido, la salud no es más que una secularización de esa «vida eterna»
que el cristiano esperaba obtener mediante sus prácticas cultuales. Si la
medicalización de la vida en las últimas décadas ya había crecido sin medida,
en la situación que vivimos hoy se ha convertido en permanente y omnipresente.
Ya no se trata de tomar medicamentos o de someterse a un examen médico o a una
operación quirúrgica si es necesario: toda la vida de los seres humanos debe
convertirse en cada momento en el lugar de una celebración cultual
ininterrumpida. El enemigo, el virus, es invisible y está siempre presente y
debe ser combatido sin tregua posible, en cada momento de la existencia.
Cada vez
más fondos para la ciencia provienen del sector de la infotecnología. Están
dirigiendo muchas investigaciones hacia la fusión hombre-máquina, que por un
lado representa un nuevo mercado y por el otro una nueva promesa: potenciar las
facultades humanas y prolongar la vida. ¿Qué piensa de esta progresiva
digitalización y robotización de la vida?
Creo que es
conveniente considerar el fenómeno del que habla desde la perspectiva del
desarrollo de la especie humana. Ha pasado casi un siglo desde que un brillante
científico holandés, Ludwik Bolk, a quien debemos la idea de la pedomorfosis o
inmadurez constitutiva del homo sapiens, predijera que los aparatos
técnicos a los que el hombre recurre cada vez más para sobrevivir como especie
llegarían a un punto de extrema exasperación en el que se volcarían en su
contrario y acabarían provocando el fin de la especie. Paul Alsberg demostró ya
en la década de 1920 que, en la proyección tecnológica externa de las funciones
de los órganos corporales, lo que ocurre en realidad es que estos órganos se
desactivan gradualmente en favor de los instrumentos artificiales que los
sustituyen. Mientras el animal adapta sus funciones corporales a las
condiciones naturales, el hombre las desactiva y las confía a instrumentos
artificiales. Así, con cada progreso técnico exosomático se produce la
correspondiente regresión de las funciones endosomáticas. Pero si esta
regresión va más allá de cierto límite, se pone en cuestión la propia
supervivencia de la especie. Creo que hoy estamos en este umbral. Pero la
experiencia enseña que lo que parece ineludible no siempre sucede. En palabras
de Eurípides: «lo que esperábamos no se ha cumplido y los dioses encuentran un
camino hacia lo inesperado».
Usted
señaló cómo los mismos términos parecen ser elegidos para apoyar un paradigma
de organización de la sociedad. Por ejemplo, el término «distanciamiento
social» podría haber sido tan diferente como distanciamiento personal o físico.
¿Cree que hay una dirección del lenguaje o que ya estamos tan inmersos en un
nuevo paradigma de gobierno que este lenguaje surge espontáneamente en todos
los niveles de la sociedad? ¿Una especie de evolución natural? Muchos científicos
llevan mucho tiempo luchando contra los términos equívocos e inadecuados y, sin
embargo, a pesar de los numerosos argumentos de peso, no se interviene en el
lenguaje universal. ¿Cuáles son los mecanismos que hacen que ciertos términos
se adquieran y se consoliden?
La relación
entre el hombre y el lenguaje, la experiencia que el hablante tiene de su
lengua, no es algo simple y es quizá el primer problema que el pensamiento
tiene que tratar. El lenguaje es algo que los hombres tratan de manejar y
manipular y, al mismo tiempo, es algo por lo que ya están siempre dominados y
determinados, es decir, algo con lo que necesariamente se deben hacer las
cuentas. Ni que decir tiene que la gran transformación que han producido la
tecnología y la ciencia moderna no habría sido posible sin un profundo cambio
en la experiencia del lenguaje. El mundo antiguo no podía ni quería tener
acceso a la ciencia y la tecnología en el sentido moderno porque —a pesar del
desarrollo de las matemáticas (significativamente no en forma algebraica)— su
experiencia del lenguaje no permitía referirse al mundo de una manera que
pretendiera ser independiente de cómo se revelaba en la lengua. El lenguaje no
era un instrumento neutro, que pudiera ser sustituido por cifras y algoritmos,
sino el lugar donde las cosas se revelan y comunican en su verdad. Sólo la
reducción de la lengua a un instrumento neutro, que se logra con Ockham y el
nominalismo tardío, permite esa deslingüistización del conocimiento que
culminará en la ciencia moderna. Y sólo cuando la verdad se desplaza del ámbito
de las palabras y la lengua al de los números y las matemáticas, el lenguaje,
que se ha convertido en un sistema de puros signos convencionales, parece ser,
al menos en apariencia, dominable y manipulable, dejando de ser el lugar de una
verdad posible. Pero precisamente un lenguaje que ya no tiene ninguna relación
con la verdad puede convertirse en una prisión, una especie de máquina que
parece funcionar por sí misma y de la que no parece posible salir. Tal vez los
hombres nunca hayan estado tan indefensos y pasivos ante un lenguaje que los
determina cada vez más.
En una
época la ciencia se identificaba como «Filosofía de la Naturaleza» y personas
como Goethe que se interesaban por la ciencia, la filosofía y la literatura
eran consideradas como la máxima expresión de la inteligencia. En la
actualidad, la ciencia ha avanzado hacia una especialización cada vez mayor, lo
que sin duda ha propiciado enormes avances científicos y técnicos. Son dos
caminos radicalmente divergentes. ¿Qué recomienda a los jóvenes estudiantes e
investigadores que hoy dan sus primeros pasos en el mundo de la ciencia?
Un momento
importante en la historia de Occidente es cuando la filosofía se da cuenta de
que ya no puede ejercer control sobre la ciencia, porque ésta se ha vuelto
completamente autónoma con respecto a ella. En Kant esto está perfectamente
claro y su filosofía representa el último intento de mantener una relación con
la ciencia, planteándose como una doctrina del conocimiento capaz de fijar
límites a la experiencia posible. No creo que algo así esté entre las tareas de
la filosofía actual. La relación entre pensamiento y ciencia no se juega en el
plano del conocimiento. La filosofía no sólo no es una ciencia, sino que tampoco
puede resolverse en una doctrina del conocimiento, de la que, además, la
ciencia ha demostrado que no tiene necesidad. La filosofía siempre es ética,
siempre implica una forma de vida. Pero esto es válido para todos los hombres
y, por lo tanto, también para todos los científicos que no quieren renunciar a
ser humanos. Ciertamente, los científicos han demostrado que están dispuestos a
sacrificar la ética sin escrúpulos a los intereses de la ciencia; de lo
contrario, no habríamos visto a ilustres científicos utilizar a deportados en
los campos de concentración nazis para sus experimentos. Lo que le recordaría a
un joven que da sus primeros pasos en la ciencia es que nunca debe sacrificar
un principio ético a su voluntad de saber.
Ha
hablado de la necesidad de desarrollar nuevas formas de resistencia. ¿Qué
quiere decir con eso? ¿Puede darnos algunos ejemplos?
Yo soy un
filósofo y no un estratega. Naturalmente, la conciencia lúcida de la propia
situación es la primera condición para encontrar una salida. Sólo puedo añadir
que no creo que la salida hoy pase necesariamente, como quizá se ha creído
durante demasiado tiempo, por una lucha por la conquista del poder. No puede
haber un poder bueno, y por lo tanto tampoco un Estado bueno. Sólo podemos, en
una sociedad injusta y falsa, atestiguar la presencia de lo justo y lo
verdadero, sólo podemos, en medio del infierno, dar testimonio del paraíso.