¡Cuidado con los términos, son los
déspotas más duros que la humanidad padece¡
José Ortega
y Gasset
La Covid ha
propiciado una mutación en la forma de gobierno. De esta nace un nuevo gobierno
epidemiológico que amplia considerablemente el campo de su intervención,
refuerza la coerción y recorta las libertades. Las operaciones de los
dispositivos gubernamentales para controlar la pandemia, implican un dirigismo
extremo, que supone una ruptura con el modo de gobernar propio del tiempo
anterior a la pandemia. La población es regida imperativamente, se suspenden o
debilitan los principales canales de interlocución, se instituye un sistema de
decisiones aplicadas en un plazo inmediato y el cumplimiento de las
reglamentaciones se respalda en las fuerzas de seguridad. Los medios de comunicación adquieren una
centralidad manifiesta como altavoces del gobierno epidemiológico.
Este nuevo
gobierno Covid funda sus decisiones y acciones en un conjunto de preceptos y
significaciones que han sido inventadas en los albores de la pandemia. Estas se
amalgaman en nuevo esquema referencial, en el que junto con nociones tomadas de
los expertos en salud pública, se encuentran ideas formuladas por distintos
especialistas en el análisis de distintas crisis políticas y económicas. Esta ideología del gobierno epidemiológico es
imprescindible para conducir férreamente a la población, que tiene que ser
persuadida por la nueva cultura gubernamental, que para ser eficaz tiene que
habitar en las personas gobernadas. Así, las reglamentaciones, y decisiones deben ser aceptadas e
internalizadas por los destinatarios para sustentar su eficacia.
La
legitimación adquiere un papel decisivo en el proceso de la pandemia. Es
menester que la población obedezca las prescripciones fundamentales. Los medios
de comunicación adquieren un papel esencial, en tanto que constituyen un
verdadero monopolio de la palabra, que comparten los expertos, los políticos y
los operadores mediáticos. La audiencia es arrollada por un flujo mediático
intenso en el que reina la unanimidad. Las voces discordantes son silenciadas a
favor del coro experto que habla en nombre de la verdad y se presenta como una
instancia salvadora. La producción industrial del miedo se acompaña de la
divinización de los expertos, que adquieren su legitimidad en nombre de una
ciencia, que es presentada, paradójicamente, en formatos inversos a lo que es estrictamente
científico.
Así, las
decisiones zigzagueantes y contradictorias son presentadas como revelación de
la ciencia, interpelando a los receptores para que acepten sin más los dictados
de la misma, que es exhibida en términos de revelación cuasi divina. Se
solicita al pueblo espectador una fe sin contrapartidas, al tiempo que una
adhesión incondicional. El modelo en que se inspira esta clase de gobierno es
el de la guerra, que exige una unidad y disciplina absoluta. En este contexto,
la descalificación pública de aquellos que muestren dudas, formulen objeciones,
problematicen las estrategias seguidas o propongan alternativas, es absoluta.
Se resucita la etiqueta de traidor. La consecuencia es el silenciamiento
drástico de las voces no encuadradas y la demonización de aquellos que
manifiesten sus diferencias. En este contexto comparece un término que
representa un estigma en estado puro, como es el de “negacionista”.
La pandemia
ha reconfigurado los dispositivos de gobierno conservando una propiedad
esencial. Esta es la de la conservación de un espacio –las instituciones- desde
el que se administra a una población que reside en el exterior de las mismas.
Revisitar a Michael de Certeau parece inevitable. Este definiría la situación vigente
como el encuentro entre los dotados de la capacidad de hacer estrategias, con
los que agotan su aptitud en inventar tácticas. El año de la pandemia ilustra
acerca de la dificultad creciente de los primeros para gobernar más allá de sus
murallas institucionales al pueblo, que resulta vulnerable y proclive a la
infidelidad a las instituciones. La confrontación silenciosa adquiere toda una
gama de ricos matices, que cuestionan la obediencia, erosionada por múltiples
tácticas sin discurso.
También es
imprescindible recuperar a Paulo Freire, cuya visión de las relaciones entre
las instituciones gobernantes y el pueblo gobernado es particularmente problematizadora.
Afirma que trabajar para el otro exterior es, más bien, trabajar sobre el otro.
El gobierno totaliza, ordena, racionaliza, modifica, consensúa e interviene.
Esta conceptualización remite al concepto de colonización. La nueva forma de
gobierno denota una colonización epidemiológica, en la que los colonizadores
trabajan a favor de administrar las voluntades de los colonizados, así como
para asentarse en sus espacios localizando en ellos sus racionalizaciones y
representaciones. Así, el complejo gobernante experto impone sus códigos, así
como los sentidos derivados de los mismos.
Una forma de
gobierno en el estado de excepción epidemiológico requiere la obediencia
voluntaria de sus inquietos súbditos. Para lograrlo es menester que acepten e
internalicen los sentidos del sistema, que se pueden sintetizar en el
racionamiento de la vida, o su suspensión eventual en algunos casos, según los
requerimientos de la evolución pandémica. Las representaciones del nuevo poder
tienen que poblar los contextos y las mentes de la población. Los dispositivos
gubernamentales deben instalarse como hábitus –sistemas de disposiciones- en
los mismos gobernados. De este modo las leyes, disposiciones y regulaciones
pueden funcionar eficazmente. Es preciso conformar a las personas obedientes a
las decisiones del gobierno de la pandemia.
En esta tarea
comparecen dos grandes tipos-ideales de oposiciones. La primera es el de los
disidentes, es decir, de aquellas personas que tienen diferencias
racionalizadas con el dispositivo gubernamental. En una situación de tensión
pandémica, estas son constituidas como disidentes, en tanto que son silenciadas
en función del riesgo percibido en el pluralismo y la diversidad de enfoques.
El silenciamiento, la denegación de existencia, la postergación, la condena
moral, el apartamiento y la etiquetación equivalente a la traición, constituyen
la forma de tratamiento de los discrepantes. En este año se han intensificado
las prácticas de expulsión al exterior de aquellos no adictos a las
racionalizaciones del nuevo poder.
Pero los
disidentes denegados y degradados ceremonialmente, arrojados al exterior de los
medios, representan una crítica racionalizada, es decir, que elaboran y exponen
sus racionalizaciones alternativas en distintos espacios de comunicación. Estos
son rechazados en tanto que se supone que pueden contaminar a los súbditos que
habitan los espacios exteriores a las instituciones. El pueblo debe ser
informado por un solo canal e interlocutor, en el que los políticos y los
expertos investidos por el manto de la ciencia detentan un protagonismo
absoluto. Sus decisiones y conminaciones adquieren la condición de
indiscutibles y no pueden ser deliberadas. Así se constituye el vínculo con las
teocracias. El flujo mediático deviene en sermón moralista acompañado de la
amenaza para aquellos que no lo acepten con la convicción debida.
Sin embargo,
tras los primeros meses de encierro riguroso, bajo la apariencia del exterior
social como un espacio liso, susceptible de ser observado por el panóptico
epidemiológico, comparecen gradualmente distintas gentes que no cumplen con las
prescripciones emanadas de las autoridades y proclamadas por las televisiones.
Estas se presentan en términos de incumplimientos mediante la recuperación de
prácticas de vivir, que en muchas ocasiones se asocian a riesgos manifiestos de
infecciones. Los incumplidores proceden de distintas esferas sociales y
manifiestan un repertorio de actividades que desafía el precepto central de
limitar la movilidad, las relaciones y la vida.
Estas
gentes, son etiquetadas como negacionistas
por los altavoces mediáticos, gubernamentales y expertos. Pero la acción de
estas personas las diferencia radicalmente de los disidentes. Ellos carecen de
un discurso racionalizado alternativo, así como de la voluntad de conversar con
el hermético poder que dictamina acerca de la restricción severa de la vida. Su
táctica remite a De Certeau, en tanto que su objetivo es hacer. Son hacedores
de trozos de vida prohibidos por las autoridades. Salen de las sombras y se
localizan provisionalmente en un espacio que abandonan tras la fiesta o la
transgresión. Sus desavenencias son mudas, carecen de portavoz y discurso
alguno.
Sus
prácticas y localizaciones son múltiples y cambiantes. Pueden percibirse en
cualquier espacio regulado, en el que fuerzan los límites establecidos por la
autoridad. Son los herederos de la cultura de las esquinas. Se instalan sobre
las intersecciones para sumergirse en las sombras cuando son interceptados. Se
trata de una protesta móvil, que muta incesantemente abriendo rutas y
consagrando espacios, siempre provisionales, para ubicar sus microsistemas
sociales móviles. En ellos se multiplican las formas de relación, así como los
personajes que los componen. Los tipos dominantes pueden ser los jóvenes sin
fin, en espera de un destino social estable. Junto a ellos los jóvenes que
huyen de la masa postfordista desdichada, sometida a la no-vida que el sistema
económico les impone. Además, frikis y distintos tipos de lo estrafalario.
Lo completan distintos contingentes de personas inconformistas.
Los
denominados negacionistas no pretenden que los demás aprueben sus ideas o
representaciones. Su pretensión es la de negar el poder que prohíbe la vida y
el espíritu que detentan es el de una desobediencia sin discurso. Se trata de
una réplica silenciosa que desafía el gobierno epidemiológico mediante la
liberación de espacios. Su nomadismo le protege precisamente de ser aplastado
por el poder. En este sentido, es inevitable establecer un vínculo sólido con
las distintas manifestaciones de lo que se ha entendido como bárbaros. Los
pueblos nómadas ajenos a la cultura de los imperios que terminan por
asaltarlos, penetrarlos, desorganizarlos y conquistarlos.
Los nuevos
bárbaros de la era del imperio epidemiológico muestran su capacidad para
desactivar los sentidos únicos del poder. Estos son reemplazados por sus
representaciones arraigadas en la cotidianeidad. Esta es el referente de los
mismos. Se trata de recuperar la vida tras el paréntesis del encierro y la
intervención del poder medicalizado. Ahora voy a decir una verdad muy dura para
los supuestamente pragmáticos participantes del poder epidemiológico. La
fiesta, constituye el único acto social autónomo para los jóvenes almacenados
en la eterna secuencia de la educación sin fin, así como los fugados de los
sórdidos mundos cotidianos de la post-clase trabajadora después de las distintas
reestructuraciones. Es el acontecimiento que celebra la existencia del grupo.
Como todo evento social fuerte define estrictamente la pertenencia. Las
fronteras son férreas. Se está o no se está en la fiesta.
Así, los
bárbaros acreditan su capacidad de producir sentidos inequívocos y convocantes,
aunque sus racionalizaciones sean muy débiles. Sus prácticas desafían a los
sentidos del sistema, y su fuerza se funda en que su situación sistémica no
puede ser degradada, en tanto que ya están en los márgenes. Son los
protagonistas de una normalidad dislocada. Se localizan sobre el espacio rugoso
y poroso exterior al poder. Conforman lo que los dispositivos del poder
denominan como nueva chusma
epidemiológica. Son descalificados por los portavoces mediáticos y se movilizan
los dispositivos punitivos del sistema. Ellos constituyen el argumento sobre el
que se justifican las medidas epidemiológicas drásticas. Son los artistas que
abren grietas en lo social exterior al gobierno, y confirman que cada imperio constituye a sus bárbaros.
1 comentario:
"Su pretensión es la de negar el poder que prohíbe la vida y el espíritu que detentan es el de una desobediencia sin discurso"
los nuevos barbaros, los nuevos gitanos, los nuevos quinquis, los nuevos indios, los nuevos moros, los nuevos punkis... cuando parecia que estaban por desaparecer vuelven con fuerza
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