Sucedió el
pasado viernes 19 de febrero. El parque del Retiro se encontraba cerrado desde
el 9 de enero por los efectos de la tormenta Filomena y la incompetencia
proverbial del Ayuntamiento de Madrid. Los portavoces oficiales de este cuentan
la estrafalaria historia de que una gran nevada ha deteriorado a la mayoría de
los árboles. Este relato reproduce la eterna cantinela de que “España es
diferente”. Porque en todo el hemisferio norte, y también en el del sur, los
árboles y las nieves constituyen una pareja feliz de una solidez envidiable. El
mal estado de los árboles remite a una desidia y abandono sostenido. Lo cierto
es que el parque permanecía cerrado y amurallado, en tanto que sus múltiples
beneficiarios paseaban tras sus rejas con la esperanza de que este fuera
abierto.
En esa misma
semana se habían abierto dos puertas para acceder, en un caso a una biblioteca
municipal, y en otro a varios bares situados en torno al mítico Florida Retiro.
Estos accesos estaban estrictamente acotados por vallas, así como por carteles
que indicaban imperativamente que solo estaba permitido el uso de acceso a los
edificios. Desde el mismo día que se abrieron, pasaba con mi perra para que
esta olisquease la hierba y cagase en la tierra, cuestión que es muy
importante, tanto para ella como para mí. Disfrutábamos efímeramente unos
breves minutos en un trozo de naturaleza entre vallas, rejas, guardias y
vigilantes amateurs generados por la combinación entre la España eterna y el
confinamiento y la pandemia.
Me encanta
observar cómo la gente crea usos de los espacios y prácticas que desbordan las
previsiones de las autoridades. En los cincuenta metros entre la puerta y la
biblioteca, distintas personas ensayaban diferentes actividades. En sus cuatro
bancos, se sentaban a tomar el sol, a pasar un rato acompañados de sus niños o
a mirar distraídamente a los viandantes. Otros caminaban hasta las vallas para
mirar el interior del parque. Los perreros se aliviaban de la sobredosis de
asfalto que acompaña la pandemia, que refuerza el signo de la urbanización de
la ciudad de las M, la M-30 y sucesivas, que denotan la primacía de las
máquinas de la movilidad sobre los caminantes a pie, así como el dominio del
pavimento sobre la tierra.
El pasado
viernes, después de las once de la mañana me encontraba en el lugar sagrado
para cumplir con el ritual de respirar cerca de los árboles y pisar la tierra y
la hierba. Entonces, ocurrió un acontecimiento milagroso. Una mujer muy joven
entró por la puerta del parque con su bicicleta en las manos. Después de otear
el horizonte, se dirigió a un hueco entre las vallas, que solo estaba protegido
por dos cintas, y sorteó estas pasando al otro lado. Mi sorpresa fue mayúscula,
pero mucho menor que mi alegría. Contemplar una persona que se salta las vallas
me proporciona un regocijo indescriptible. La Covid ha multiplicado las
fronteras, que se han extendido a todo el espacio y la vida. Las vallas, los
controles, las prohibiciones…proliferan por todas las partes, representando el
espíritu del nuevo campo de concentración abierto en el que se han convertido
las ciudades gobernadas por la lógica de la vigilancia.
Recuerdo el
terrible impacto que causó en mi persona la propuesta de parcelación de las
playas, así como la pretensión de establecer barreras físicas en todas las
partes. La reducción de la movilidad personal y la inmovilización es el
principio de todos los órdenes políticos autoritarios. Todavía recuerdo los
viajes en tren en mi infancia, en los que siempre pasaba un inspector de
policía pidiendo la documentación a los viajeros. He sido testigo de múltiples
tácticas de la gente para burlar estos lindes impuestos por la autoridad. Pero
nunca había visto atravesar las líneas de forma tan decidida.
Esta heroína
tenía un aspecto que denotaba inequívocamente su origen. Era de algún país de
los bañados por el Báltico. Su cabello rubio intenso, sus ojos muy claros, su
estatura considerable, su cuerpo delgado y atlético. Pero lo más sorprendente
era la independencia que mostraba con
respecto a los que nos encontrábamos en ese espacio contenidos por las vallas.
Ni siquiera nos miró, en tanto que examinó el espacio abierto situado tras las
vallas y decidió atravesarlo con gesto firme y decidido. Su comportamiento se
diferenciaba de los socializados en la cultura española, que se puede
sintetizar en esa terrible frase que reza así “Una cosa es libertad y otra
libertinaje”. El significado verdadero de esta es que la libertad es negada
terminantemente, y que cada cual debe comportarse sin que la autoridad tenga
que apercibirle.
La reacción
de la gente fue negativa. Un señor mayor la increpó, en tanto que una mujer de
avanzada edad profirió algunos insultos antológicos, a la vez que nos advirtió
acerca de la cuantía de la multa que le pondría. Esta representaba un
equivalente en carga emocional negativa a una pena de muerte practicada con
métodos tradicionales. Terminaron lamentando que no hubiera guardias en ese
momento. Por cierto, los mismos vigilantes que cuando pasaban por allí nos
echaban a todos al comprobar que no íbamos a la biblioteca.
La
fascinante ciclista escandinava recorrió varios caminos hasta la siguiente
puerta, para regresar sobre sus pasos y salir al paseo de coches, en donde le
perdimos la pista. Me quedé preocupado, puesto que en mis anteriores paseos
tras las rejas, pude comprobar la paradoja de que, aún a pesar de que el parque
estaba cerrado, los servicios de seguridad permanecían activos. Las patrullas
de la policía, nacional, municipal y la seguridad privada del parque
permanecían activas, discurriendo lentamente en el paisaje desolado. Quizás
hayan sido advertidos de que algunos árboles podrían ser insumisos a su destino
fatal y los estuvieran vigilando. El caso es que la guerrera escandinava tenía
todas las probabilidades de encontrarse con el dispositivo de seguridad.
Salí a la
calle Menéndez Pelayo, inquieto por la suerte de la admirada vikinga. Según
pasaba el tiempo, me asaltó la idea luminosa de que ella fuese una descendiente
del mítico Ragnar Lothbrok, que había desembarcado en el Manzanares para
saquear las instituciones madrileñas y liberar los parques y los espacios
públicos del yugo de los descendientes del rigorismo religioso. En mi fantasía,
imaginaba a esta escudera venciendo a los distintos patrulleros, para
evidenciar la caducidad de la estricta sociedad securitaria que penaliza a sus
súbditos con el cierre de los espacios públicos.
Siempre me
ha inquietado la obediencia en la versión española. En mis años de profesor la
gente me pedía normas claras. Estas son el requisito para ensayar el arte de
modificarlas convirtiéndolas en reliquias muertas. No puedo dejar de imaginar a
un grupo de guerreros vikingos en el Ayuntamiento o la Asamblea de Madrid.
Supongo que sentirían una extraña sensación de encontrarse en la ciudad inglesa
de York muchos siglos atrás. La obediencia ciega es una fuerza destructiva que
en este tiempo adquiere una dimensión turbadora. Otro día contaré aquí mi
sensación en mi primer paseo por el parque parcialmente abierto. La aceptación
general del embuste de que la nieve termina con los árboles ha actuado como
profecía autocumplida y ha terminado por desolar los suelos de Madrid.
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