¿Dónde está el desarrollo que hemos
perdido en el crecimiento?
¿Dónde está la compasión que hemos
perdido en la prosperidad?
¿Dónde está la decencia que hemos
perdido en la administración?
¿Dónde está la justicia que hemos
perdido en la ley?
Elías
Canetti
Las
sociedades del presente manifiestan una marcada tendencia a una rigurosa
discriminación de grandes contingentes de la población. Uno de los más
numerosos e importantes es el de los mayores. Esta es una cuestión que remite a
los comportamientos mayoritarios, que descartan progresivamente a los mayores,
en tanto que extraños desconectados con la vida diaria y sus imperativos. Esta
discriminación termina afectando a los derechos mismos, en tanto que se trata
de un segmento poblacional que termina internado en las instituciones sucesoras
de los asilos. Esta marginación, culminada en encierro, tiene como consecuencia
que no se pueda hablar, en rigor, de una democracia universal, sino que esta se
encuentra estratificada en grados para distintas poblaciones. Los mayores se
encuentran en un estado de convergencia de varias discriminaciones, una de las
cuales es la institucional.
La pandemia
de la Covid ha puesto de manifiesto la situación de este grupo de edad. Los
recluidos en internados y aquellos que viven solos han sido objeto de una
discriminación manifiesta en cuanto a la asistencia sanitaria. Tras la primera
ola y las cifras terribles de fallecidos, los partidos y sus extensiones
mediáticas optaron por arrojarse los muertos unos a los otros, según la
titularidad del gobierno correspondiente. Esta operación evidencia el nivel
intelectual y moral de las élites extractivas españolas, así como de su corte
de periodistas, tertulianos y expertos de guardia. La llegada de la tercera ola
instaura una paz provisional, en la que los numerosísimos fallecidos son
despojados de su humanidad, mediante su acumulación en un paquete diario
global, representado por una cifra que sirve de comparación con la de los días
anterior y siguiente. Su evolución temporal termina configurando una curva que
es convertida en una siniestra metáfora estadística. El número de fallecidos,
ahora conforma un paquete estadístico en el que no tiene especificaciones. Tras
el aldabonazo de la primera ola, el sistema sanitario y el sistema político se
han cerrado sobre sí mismos, haciendo opacos los procesos de tratamiento de los
ingresados en los hospitales y las UCI.
Desde
siempre me ha preocupado la discriminación a los mayores, así como las
condiciones de los centros en los que son recluidos. En este blog he publicado
dos textos al respecto, que pueden leerse hoy, en tanto que la tendencia a la
expulsión de la sociedad ordinaria de los mismos se asienta y se perfecciona,
siendo ahora reforzada por la pandemia.
Los textos se referencian en la idea central de que hacerse mayor para la gran
mayoría, significa ser desterrado y recluido en los confines de tan
desarrolladas sociedades de bienestar. Estos son “Mayores en arrestodomiciliario” en mayo de 2016 y “La tercera reclusión de las personas mayores”
en agosto del mismo año. Este último es de las entradas que más visitas ha
recibido. También he escrito en alguna ocasión sobre los internados de
ancianos.
Los mayores
de las sociedades actuales son víctimas de la medicalización desbocada. Esta se
articula en torno a la definición de la salud perfecta como valor supremo. Así,
los mayores se encuentran en un estado de presunción de inferioridad biológica.
Esta se manifiesta en los sucesivos episodios mórbidos acumulados en sus
historias clínicas, así como en la erosión inevitable de algunas de sus
capacidades personales. Así se configura una visión negativa, que hace énfasis
en sus problemas y carencias. La asistencia médica alcanza un nivel tan
formidable, que termina por definir a las personas mayores por el sumatorio de
estigmas acumulados en las historias clínicas, que devienen en documentos
discriminatorios, que representan verdaderas sentencias en la sociedad
medicalizada y acelerada.
Pero el
problema de los mayores no se ciñe solo a su definición como sujetos
necesitados de vigilancia y tratamiento médico. Este factor es secundario con
respecto a la cuestión esencial. Esta es que son apartados incrementalmente de
sus entornos familiares, para después ser expulsados definitivamente a un
confinamiento institucional fatal. Esta marginación gradual determina que ser
mayor en estas sociedades, implica experimentar en su persona este apartamiento
y la percepción acumulativa de sus vulnerabilidades, que son el resultado, no
tanto de su situación de salud, sino de la debilitación de sus lazos sociales.
Así se configura una identidad débil que permite ser avasallado por un
repertorio de profesionales y especialistas, al tiempo que los suyos próximos se alejan inexorablemente.
En este
sentido se puede comprender la cuestión de la vejez como proceso de
expropiación de sus vivencias y relaciones sociales, para ser definido como un sujeto necesitado de
ayuda profesional. Estos son quienes definen sus necesidades e instauran una
vigilancia permanente, con exámenes, peritaciones y controles profesionales. El
mayor es situado como objeto terapéutico obligado, como un paquete que transita
entre distintos especialistas en una secuencia de derivaciones sin fin. Así se
consuma el gran asunto, que radica en que la disipación de los lazos familiares
y sociales no es compensada por las atenciones profesionales. Recuerdo una
viñeta lúcida de los años ochenta, en la que en una unidad hospitalaria repleta
de máquinas y pantallas, el paciente internado decía “Quién me ha mandado venir
aquí, en mi pueblo estaba mejor”.
Este estado
de centralidad de la historia clínica que se impone sobre la persona mayor,
acompañada de la difuminación de su entorno relacional y el advenimiento
biográfico del tiempo de los vínculos menguantes, implica su configuración como
sujeto atendido. La atención profesional es creciente en detrimento de las
relaciones cercanas. Y esta, tanto en los servicios médicos como en los
sociales, implica en todos los casos la progresiva desresponsabilización del
asistido, en tanto que es desplazado por los profesionales que definen sus
problemas y se hacen cargo de sus necesidades. Así se refuerza su dependencia
como sujeto tutelado y se disipa cualquier atisbo de autonomía personal.
La carrera
biográfica de la persona mayor puede sintetizarse en dos grandes etapas. La
primera es la progresiva debilitación de sus lazos personales y la disolución
de su entorno, que se acompaña de la presencia profesional creciente. Esta
concluye con la etapa del internamiento, en la que muere definitivamente su
entorno y sus lazos, que solo se hacen presentes en conmemoraciones u ocasiones
excepcionales, para instalarse en una cotidianeidad en la que todo se encuentra
regulado por lo profesional, en el que desaparecen gradualmente los sanitarios,
siendo reemplazados por profesiones de cuidado y custodia. El aislamiento y la
restricción social se intensifican inevitablemente. Su entorno es artificial y
producto del diseño institucional realizado por profesionales.
La
restricción social es compensada mediante la creación de distintas prótesis sociales
artificiales, que tienen la pretensión de reemplazar el mundo social del mayor
en trance de extinción. Así se explican los abusos de los que son objeto y la
ausencia de resistencias ante los mismos. La disipación de su entorno en los
largos años de envejecimiento los hace vulnerables, condición que se maximiza
en su internamiento. Así se produce un deterioro de su propia autoestima, en
tanto que termina por asumir su inferioridad biológica y su condición de
veterano en episodios de enfermedad acumulativa, así como de sujeto segregado
de su propio mundo. Una geriatra amiga mía me sentenció en los años ochenta,
afirmando que sería portador, en mis últimos años, de varias enfermedades
crónicas. Supongo que en este caso podría aspirar a un premio al paciente más
relevante para tan distinguida especialidad médica.
El proceso
de relegación de los ancianos, en el que se suman el vaciado de su mundo
relacional y la multiplicación de atenciones profesionales, es posible por la
categorización como una persona inferior, tarea que ejecutan admirable y
concertadamente, médicos, psicólogos, trabajadores sociales y las profesiones
de cuidado y atención a los mayores. Una vez que la persona es evacuada de su
mundo vivido, se convierte en un cuerpo gestionado profesionalmente. Es
inevitable que termine sintiéndose culpable y asuma que él mismo es el
responsable de sus problemas.
Esta línea
argumental conduce a una cuestión relevante. Tal y como he definido el
problema, este trasciende las realidades que designan los términos “marginación
e internamiento”. Se puede hablar en rigor de que los ancianos en estas
sociedades se encuentran inequívocamente en el umbral de las relaciones de
exclusión. Esta se especifica en la negación de su valor como sujetos enfermos,
que además no pueden ser curados, en la
denegación de sus derechos específicos y la ausencia de su voz singular. Su
valor como ciudadanos es menor que aquellos que nutren el sistema productivo y
el consumo. Pero lo relevante en este
caso, es su configuración como receptores de la buena voluntad de
profesionales, instituciones y personas que los asisten. Así se constituyen en
pacientes parsonanianos invertidos, en tanto que están obligados a colaborar
con la autoridad profesional sin la contrapartida de la curación y la
reinserción.
Sin embargo,
es discutible que los cuidados profesionalizados puedan ser completos y
adecuados en ausencia de lazos afectivos
y para personas huérfanas de su propio mundo. Vivir en prótesis relacionales
representa un castigo, en tanto que el asistido termina por descubrir la
ficción que se esconde tras las apariencias de cercanía. La supremacía de la
asistencia médica a los mayores, en detrimento de unos servicios sociales
escuálidos y la consistencia que otorga el mundo relacional de cada uno, en
trance de debilitamiento o extinción en este caso, crea las condiciones de un
encarnizamiento terapéutico que adquiere múltiples formas, o un abandono
gradual en tanto que objeto terapéutico imposible de reparar.
Por esta
razón el título de esta entrada, alude no tanto al grupo implicado, sino a todo
el sistema. En estas condiciones es pertinente preguntarse si puede haber una
democracia plena con un colectivo tan importante y numeroso encerrado y
marginalizado. Comprendo lógica de la vida que los expulsa y la colisión de
temporalidades pero no puede aceptarse la idea de que el declive pueda tratarse
de este modo
La
marginación de los mayores y la definición de sus problemas en términos de
salud exclusivamente, representa una visión distorsionada de su situación y sus
necesidades. En coherencia con la misma, estos acuden a la única instancia
autorizada para su tratamiento, que es a los centros de salud. Así conforman
una demanda confusa en la que subyacen dimensiones que no son estrictamente
sanitarias. Desde la óptica de esta red asistencial, son definidos como
hiperfrecuentadores. He podido constatar personalmente en algún allegado el
sufrimiento que implica la conformación de barreras en el acceso a la consulta
como resultado de la pandemia. La consulta telefónica resulta una prótesis
desde la perspectiva del mayor desahuciado, que requiere el consuelo del
tratamiento de sus problemas como problemas de salud, que es lo que le han
enseñado. El alivio que proporciona el encuentro cara a cara es irremplazable
desde la perspectiva del atendido. Pero la definición de sus problemas como
problemas de salud es una falacia, en tanto que su problema esencial radica en
que es desalojado progresivamente de su propio mundo vivido, lo que implica el
racionamiento estricto de sus relaciones sociales.
Comprendo
las razones de las personas para postergar a sus mayores, que constituyen un
obstáculo para la realización de sus vidas definidas por la velocidad, por la
adaptación a novedades constantes y la acumulación de experiencia subjetiva que
es imprescindible exhibir ante los otros en el enjambre digital. Pero, del
mismo modo, formulo una enmienda a la totalidad a una sociedad que carece la
voluntad y de la capacidad de conservar los entornos inclusivos de las personas
que quedan desbordadas por las maquinarias de la velocidad. Así se hacen
inteligibles las palabras de Canetti que encabezan esta entrada. Esta es una
sociedad de crecimiento, pero, en ningún caso es posible asignar la etiqueta de
desarrollo integral.
Por eso es
pertinente interrogarse acerca de la naturaleza de la esfera política en las
condiciones vigentes, en las que un segmento poblacional cuantioso es aislado,
encerrado y tratado como portador de déficits de salud. En mi opinión, las
democracias del presente devienen en una sutil y renovada democracia
censitaria, en la que unos sectores prevalecen escandalosamente sobre otros
relegados y rezagados. Hoy mismo, que hay elecciones en Cataluña, se harán
visibles los desplazamiento de mayores con su voto asignado por sus
cuidadores-custodios, en un exhibicionismo impúdico de la manipulación y la
dependencia.
Termino formulando una paradoja desconcertante. Vivo en un barrio en el que habitan numerosos perros viejos, que comparecen en las calles en sus paseos cotidianos. Algunos están en condiciones físicas pésimas. Pues bien, estos, que también son objeto de atención desbocada del dispositivo veterinario, conservan sus entornos, en los que son respetados, reconocidos y queridos. Así muestran su ventaja esencial con respecto a los mayores humanos, que son desalojados de sus mundos convivenciales. No puedo concluir sin recordar a mi padre y mis entrañables tías, que murieron en casa rodeados de todos nuestros cuidados, afectos y atenciones. Sí, esto supone un crecimiento de bienes públicos que tiene la contrapartida fatal del exilio de su propio mundo. Extraño progreso este en el que se generaliza la inversión y reversión biográfica. La imagen de las personas mayores que consumen su último tiempo de vida entre máquinas y cables, en estricta soledad, son más que elocuentes y constituyen la metáfora de este tiempo.
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