Escribo esta
entrada en una situación en la que resalta una paradoja relevante, en tanto que
constituye una señal de la irracionalidad imperante en el campo político. Se
trata de la amenaza que se cierne de nuevo sobre la Escuela Andaluza de Salud
Pública de Granada. Esta se encuentra sometida a un entorno institucional que
genera turbulencias similares a los huracanes, que tienen lugar en intervalos
de tiempo cada vez más cortos. Parece sorprendente que en una pandemia de esta
envergadura, que pone de manifiesto los déficits de los saberes para afrontarla,
se dedique energía a la liquidación del único centro de salud pública
existente. En la esperanza de que este fenómeno meteorológico pase sin causar
graves daños, parece pertinente ponerles nombres a los mismos. Yo le llamaría a
este “Culillo”, en tanto que este término representa la esencia del orden
mental imperante en la Administración, que remite al arquetipo personal del
inolvidable Manolo Morán.
En éstas, se
va a cumplir el primer aniversario de la pandemia. La situación epidemiológica
se puede valorar en rigor como fatídica. Tras el paso de los meses, el virus
muestra su consistencia, que contrasta con la debilidad de las respuestas, que
se fundan sobre las ideas propuestas por los distintos expertos salubristas,
que exponen sus soluciones en los escaparates mediáticos, conformando una
versión epidemiológica de lo que Paolo Virno llamaría “la fábrica de la
charla”. Los especialistas desfilan ante las cámaras produciendo un parloteo
científico, mostrando sus jergas profesionales profusamente, pero su influencia
en las decisiones es mínima. La tocata y fuga del ministro Illa, designa la
preponderancia del mercado electoral, al que se subordina la situación de
salud.
En este
largo y convulso año, se puede afirmar que el problema central radica en la
temporalidad de la emergencia pandémica. Desde el principio, se ha entendido
esta como un evento crítico que se podía domeñar en un tiempo corto. Así, se
proponen medidas drásticas, correspondientes a una imaginaria guerra relámpago.
El confinamiento total de la población, el despliegue policial y el estado de
excepción mediático, forman parte de las medidas de choque para controlar las
fantasmagorías expresadas en la metáfora de la curva. El estado suspende
provisionalmente la democracia, en espera de una pronta salida a la situación.
Los
discursos de las autoridades y el complejo experto de la charla salubrista
pivotan sobre el supuesto de que la pandemia es un fenómeno susceptible de
control mediante la terapia de choque, y, por consiguiente, reducido
temporalmente. La salida del confinamiento genera un optimismo desmesurado, en
el que se descarta la reversión de la situación. En el fluir de la charla
epidemiológica experta de ese tiempo predomina la visión de que en el futuro
inmediato habrá rebrotes localizados, que habrá que abordar aplicando técnicas
de intervención sobre espacios específicos. La contabilidad de los rebrotes ha
terminado por ser desbordada por su multiplicación fatal.
Esta visión
de la pandemia ha resultado integralmente falsa, en tanto que estaba fundada en
varias falacias recombinadas. La más importante es la minusvaloración de los
efectos de la puesta en marcha de las actividades productivas, escolares,
culturales y de ocio y relación social. Junto a esta, la creencia ingenua de
que la vida podía ser encerrada en los contenedores familiares, en espera del
inminente maná vacunal. El confinamiento representó una apoteosis del poder y
una distorsión monumental del complejo experto, en tanto que este entiende el
espacio social como aquél que abarca su mirada panóptica, es decir, el espacio
público. Así, los espacios “privados”, en los que tienen lugar encuentros
sociales y múltiples prácticas sociales, son ignorados en sus delirios de
control.
El segundo
semestre ha estado protagonizado por los movimientos de control del espacio
público en playas, bares, discotecas, hoteles y otras estancias relacionales.
Pero se ignoran los domicilios, los automóviles y lo que me gusta denominar
como espacios liberados de las miradas panópticas de las autoridades, que son
descubiertos y consagrados por distintos contingentes de gentes que, expulsadas
del complejo del ocio, transitan en busca de un asentamiento provisional para
sus prácticas festivas. En este blog me he preguntado acerca de la localización
de las actividades sexuales de las gentes no emparejadas. Esta pregunta es
impertinente desde la perspectiva de la charla experta, que presupone que el
sexo es una actividad localizada en las parejas estables. Una de las
dimensiones más relevantes de este episodio es la multiplicación de las citas
online y la configuración del nuevo espacio interdomiciliario, en el que
distintas gentes ensayan y experimentan relaciones personales que representan
una migración de aquellas que tenían lugar en el espacio del ocio.
De este modo
tiene lugar lo que se denomina la “segunda ola”. Esta resulta de la puja entre
el control de las autoridades y las prácticas productivas, escolares y
cotidianas de las gentes. También del fracaso cosmológico de las medidas
propuestas. La difuminación de los rastreadores es el indicador más elocuente
que respalda mi afirmación acerca de la inconsistencia de las propuestas. De
ahí que estas puedan calificarse como charla experta. En estos meses, los
rebrotes no solo han persistido, sino que se han amalgamado, de modo que han
llegado a invertir la situación epidemiológica, que llega a su cénit en las
navidades, en las que se fragua la lo
que se entiende como “tercera ola”, que es una expresión que remite a la
circularidad, al retorno al punto de partida, en el que no hay otra alternativa
que recurrir a medidas drásticas de nuevo, para domeñar las voluptuosidades de
la mitológica curva.
Tras un
largo año de prohibiciones y recortes de la vida, se evidencia la ausencia de
efectividad en los resultados y el extravío del complejo político-experto que
se encuentra al timón, que muestra impúdicamente la falta de rigor y coherencia
de sus decisiones. Para compensar este fracaso estrepitoso, se intensifica la
charla mediática experta que conmina a la población a obedecer a sus prescripciones.
La forma que adopta la misma en este tiempo la forma de sermón epidemiológico.
Este deviene, tal y como sugiere El Roto, en la amenaza de convertir los
pecados en delitos. Esta hecatombe decisional es maquillada mediante la
cuidadosa ocultación de la gente que muere, de la que no se cuenta quiénes son,
así como su ingente número, que es disfrazado disolviéndola en la sopa de
números que nutre los murmullos expertos.
Esta
afirmación de El Roto acerca de la conversión de los pecados en delitos, remite
a la cuestión principal, que no es otra que el modo de gobierno de la pandemia.
Esta se puede definir como una estrategia punitiva de control drástico de la
población, en la que la abolición de una parte sustancial de las libertades y
la movilización de la coacción estatal constituyen su núcleo esencial. El
estatuto asignado a la población es el de susceptibles pecadores, entendiendo
sus actos como posibles transgresores de las normas emitidas que suspenden la
vida hasta nuevo aviso, pero que mantienen las actividades productivas,
escolares y de transporte. En los intensos flujos de los gritos y susurros
expertos, el complejo de gobierno de la pandemia, es considerado como un
virtuoso dispositivo angelical, del que están excluidos los errores. Los malos
resultados se proyectan en el pueblo pecador.
El resultado
de esta dinámica es la cristalización de una situación en la que convergen el
colapso de los dispositivos asistenciales, la robustez de las cadenas de
contagios y la manifestación de una profunda crisis de confianza por parte de
sectores crecientes de la población. Las penalidades vividas han mostrado su
falta de eficacia y ahora se propone la vuelta al origen. La sensación de
saturación es tóxica, el desgaste se consolida y las dudas acerca del horizonte
comparecen en muchas personas. Esta crisis, más allá de la misma situación
epidemiológica, se manifiesta en el caos vacunal, que pone de manifiesto la
descomposición institucional, la expansión de la corrupción y la impotencia del
sistema para imprimir un ritmo suficiente.
La gente ha
soportado pacientemente las previsiones del dispositivo gubernamental experto,
que se planteó primero salvar el verano, después salvar los puentes del final
del otoño, y, por último salvar las navidades. Los fracasos de estas empresas
de salvación se encuentran inscritos en la conciencia colectiva, que incrementa
el escepticismo en la próxima salvación, que depende en exclusiva del comodín
de la vacuna. Tras esta crisis de confianza se oculta la cuestión clave, que
radica en la convergencia de las deficiencias del sistema político, y las
insuficiencias de los dispositivos de salud. Ambos son desbordados
impetuosamente por la pandemia.
La
concepción temporal de las autoridades rectoras, que entienden la pandemia como
un fenómeno transitorio y breve, refuerza su conducción autoritaria del pueblo
pecador. La retórica de los uniformes policiales y militares acompañando a la
dirección epidemiológica no admite equívocos. Pero cuando el tiempo se dilata y
los resultados son pésimos, inevitablemente rebrota el escepticismo y
proliferan las microdesobediencias. Para
un acontecimiento de larga duración solo es posible una respuesta desde un
liderazgo sólido. Y el liderazgo es un fenómeno en el que es la gente misma
quien lo otorga. Una de sus condiciones imprescindibles es la concertación con
cuantas más entidades sociales sean posibles.
La única vía
posible para incrementar la eficacia en un episodio de larga duración, que
exige el sacrificio y la renuncia a una parte de las gratificaciones de la vida
diaria, es el refuerzo de la democracia, que haga converger las energías del
complejo dirigente con la producida por la gente, que se conforma cuando es
requerida para contribuir y reconocida su aportación. Pero, un año después del
inicio de la pandemia, en una situación epidemiológica crítica, a la que se
suma una sórdida crisis de confianza, lo que rebrota es la idea del pueblo
pecador, que solo puede ser regenerado por el castigo estatal. De ahí que este
proceso pueda ser sintetizado en la fórmula “De pecados a delitos”. El caso es
que para que este sea eficaz se necesita ampliar la visión al interior de los
domicilios, que ya son objeto de regulaciones imposibles de verificar. Hoy me
he despertado con mi cabeza agitada por un lema de un imaginario congreso de
epidemiología punitiva. Este era “Un dron en cada Balcón”. Lo dicho, la crisis
de resultados se corrige ampliando el ojo del poder a las intimidades,
supervisando los tránsitos de convivientes, allegados y otras figuras
fantasmagóricas.
Buen día y
buena suerte en el primer aniversario.
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