Creo que la verdad sólo tiene un rostro: el de una violenta contradicción.
Georges Bataille
Tengo una
enorme precaución con respecto al concepto de héroe. Siempre he estado alineado
con distintos perdedores y los héroes son siempre creaciones de los vencedores.
Todos los que me proponían en mi infancia y adolescencia eran, principalmente,
militares providenciales. En mis años de militancia antifranquista, conocí a
muchas personas capaces de asumir riesgos de gran envergadura y de afrontar
sacrificios personales fatales que comprometían sus vidas. Pero los actos
heroicos de esas gentes eran reprobados por las instituciones del régimen y por
la inmensa mayoría, compactada por unos medios de comunicación férreos, que
convertían a las víctimas de la represión en sujetos demonizados.
La vida me
ha enseñado que la condición de héroe remite, en la mayor parte de las
ocasiones, a un momento de tensión que produce el comportamiento épico, tras el
que retorna la normalidad. El héroe es facturado por dispositivos culturales
que exaltan sus virtudes y lo muestran al público para que este exprese su
reconocimiento. Pero, tras el comportamiento heroico, el protagonista
reconocido retorna a un mundo en el que puede convertirse en su reverso. Las
fronteras entre la condición de héroe y villano son manifiestamente porosas. He
vivido muchas situaciones en las que esta porosidad se hace evidente. La
disociación entre la leyenda y la realidad, siempre fluyente, es manifiesta.
Todo sistema
necesita producir sus héroes, santos, ídolos e iconos. Pero el proceso de
selección de los héroes tiene lugar en el interior de una estructura que
privilegia las jerarquías y altera las realidades para privilegiar a los
ubicados en las alturas. Así se producen falsos héroes resultantes de leyendas
manipuladas por los operadores de las comunicaciones. El tiempo presente es muy
rico en cuanto al amplio repertorio de falsos héroes, debido a la gran
competencia de los dispositivos mediáticos, que facturan con excelencia las
emociones y fabrican historias destinadas a poblar los imaginarios de los
espectadores. Estos son los que confieren honor a los héroes.
La pandemia
reporta inevitablemente la efervescencia simbólica de todos los poderes que
presentan sus discursos, sus escenificaciones, sus relatos, sus héroes y
santos. Las homilías epidemiológicas de Simón y los sermones televisados del
presidente Sánchez son un castigo adicional a los efectos de la pandemia. Estos
tienen un efecto demoledor en el ecosistema político, en tanto que todas las
oposiciones perciben una amenaza de que sus mismas bases se sientan persuadidas
por las comunicaciones interminables de las autoridades y sus épicas televisadas.
De ahí resulta una intensificación de la contienda política, en la que las
malas artes adquieren un protagonismo esplendoroso. Los malos espíritus pueblan
los edificios parlamentarios al modo de los aerosoles.
En este
cuadro de temores colectivos activados e intensificaciones simbólicas, las
factorías mediáticas fabrican sus historias y narrativas seleccionando
fragmentos de las realidades para sustentarlas. Así, los aplausos a los
sanitarios, convertidos en héroes al estilo de los soldados en las guerras
convencionales, cuyo sacrificio es necesario para la victoria. Después, los
generales son reconocidos nominalmente, en tanto que los soldados son agrupados
en algún monumento denominado “al soldado desconocido”. Al igual, grandes
contingentes de profesionales sanitarios precarizados, inestables y penalizados
por las políticas sanitarias y laborales, son divinizados para, inmediatamente
después, ser sacrificados. Este es el precio de ser héroes anónimos. El honor
se estratifica y se jerarquiza estrictamente.
El proceso
de fabricación de las figuras de héroes de quita y pon, necesarios para
ensalzar a las autoridades, que son nominalizadas y personalizadas, es
cruelmente selectivo, negando realidades en las que determinados colectivos
hacen sacrificios que son invisibilizados, en tanto que sus aportaciones son
ignoradas. En la pandemia, se ha ensalzado a aquellos cuerpos profesionales
imprescindibles para su gestión. Son los uniformados: sanitarios, fuerzas de
seguridad y militares. Estos son reintegrados en un orden simbólico
excepcional. Son expuestos en ceremonias públicas televisadas en las que
desfilan con sus uniformes. Los actos de Madrid, tanto en IFEMA como en la
Puerta del Sol son altamente elocuentes. Allí son reconocidos como portadores
de honor las cúpulas sanitarias, policiales, militares y, en menor medida, los
dispositivos de emergencias. Estos son señalados por las autoridades políticas
como merecedores de honra, expresada en los discursos y los rituales que les
conceden premios, medallas y otros elementos alegóricos.
Pero el
proceso de distribución del reconocimiento y atribución del honor es
manifiestamente parcial e injusto, en tanto que selecciona solo a algunos de
los colectivos involucrados en la respuesta a la pandemia, privando a otros de tal
honorabilidad. Entre aquellos que son imprescindibles para el funcionamiento
social, tanto en la pandemia como en el nevazo, se pueden destacar a dos
colectivos mudos: los empleados de la red de la alimentación que termina en los
supermercados y los que prestan cuidados domiciliarios a niños, ancianos,
dependientes y enfermos, así como quienes realizan tareas domésticas a otros.
En ambos casos, su contribución es determinante para la reproducción social, en
tanto que su reconocimiento es estrictamente cero. Ambos son denegados por los
medios de comunicación, por las instituciones políticas y por la opinión
pública.
Los
supermercados han resistido el confinamiento duro, mediante el sacrificio de
una legión de personas que cargan los camiones en origen, los transportan a los
mercados centrales para ser distribuidos en los super, llevados a los almacenes
y las estanterías y repuestos incesantemente todos los días. Allí los
compradores terminan en las cajas, en las que una legión de cajeras hace
posible la compra. En las distintas fases de este proceso de distribución, los
riesgos que asumen los trabajadores son máximos. Siempre que los epidemiólogos
de guardia pontifican en las pantallas sobre los aerosoles, pienso en las
cajeras, que tienen que estar de cuerpo presente en ese espacio cerrado en el
que concurren múltiples personas de todas las condiciones.
Este es un
colectivo rigurosamente precarizado e informalizado, sujeto a unas condiciones
laborales duras, con escasas posibilidades de perdurar y sometido al control de
las cámaras implacables. El día después del nevazo, en Madrid, solo estaban
abiertos los supermercados, desabastecidos por el incremento de la demanda, que
fue paliado en cuarenta y ocho horas, en las que se desatascó MercaMadrid y los camioneros abrieron rutas a
las tiendas. Las cajeras, sometidas a una férrea disciplina laboral, no
fallaron. Me pregunto sobre sus desplazamientos en estos días a sus lejanos
domicilios. Su honorabilidad se encuentra fuera de toda duda.
También los
múltiples trabajadores informales que asisten en los domicilios desempeñando
tareas esenciales. Estos tampoco tienen un rango laboral que los convierta -al
igual que las cajeras, los reponedores, los mozos de almacén o los conductores- en sujetos dignos de honor y reconocimiento.
Son aquellos que son aptos para trabajar, cuya salud no es objeto de
preocupación específica de médicos y epidemiólogos, pero que no son aptos para
participar en las ceremonias de reconocimiento y distribución de honores, cuya
máxima forma es el desfile. Me pregunto cómo llegaron a sus destinos los peores
días de la nevada. La legión de cuidadores no tiene jefes ni jerarquías.
La
denegación de estos sectores esenciales, que se especifica en su expulsión del
proceso de creación de la realidad mediática, alcanza límites insólitos. Nadie
expresa públicamente su preocupación acerca de su sobreexposición, lo que les
configura como un sector de riesgo. Son constituidos como una clase desprovista
de honorabilidad, como un conjunto de cuerpos dóciles que tienen que cumplir
con sus rigurosos horarios en todas las situaciones. Tanto las empleadas de los
súper como la legión de los cuidados, desempeñan papeles que las convierten en
heroínas forzosas. Tienen que responder a cualquier situación crítica
determinadas por la necesidad. Defender su débil vínculo laboral les reporta
riesgos manifiestos para su salud y su integridad.
La
precarización salvaje, así como la informalización integral de estos
colectivos, es una realidad que se ubica más allá de las condiciones laborales.
Se trata de categorías laborales desahuciadas, a las que se hurta su dignidad
mediante la abolición de sus trabajos en los medios de comunicación, así como
su expulsión en los discursos expertos. Me irrita contemplar a los epidemiólogos
progresistas, que se niegan a categorizar específicamente a estos sectores de
riesgo incrementado por su función y su subalternidad en el mercado de trabajo.
Así se forja un encanallamiento epidemiológico que va creciendo en el curso de
la pandemia. No se hacen trabajos específicos acerca de su salud con respecto a
la Covid, a las fracturas producidas por las caídas en los desplazamientos
obligatorios los días de hielo. ¿Cuántos resultaron afectados?
El lado
oscuro de este encanallamiento epidemiológico, radica en que es complementario
al encanallamiento empresarial, político y mediático. Estoy seguro de que
cualquier cajera infectada y con alguna complicación es eliminada de la
plantilla mediante la ingeniería jurídico-laboral. Escribo este texto porque
conozco un caso. El terror a enfermar de estas chicas alcanza límites
insospechados, en tanto que el súper es una institución hiperdisciplinaria. En
ella trabajan gentes que se caracterizan por su fácil reemplazo. Tras la
denegación de su especificidad y de cualquier atisbo de épica, estos
trabajadores son relegados al olvido. Solo son una parte de los que se
almacenan en el metro, desde donde después pasan a la sala de la caja para
retornar al metro. Eso sí que es 24x24 horas de riesgo. Ayer leí que en Logroño
se ha prohibido hablar en el autobús, prohibición que afecta principalmente a
estos trabajadores degradados.
En los días
siguientes a la nevada, cuando las calles eran pistas de hielo, la televisión
de Madrid, recomendaba no salir de casa por el riesgo de caídas. También
mostraba su perplejidad por las concentraciones humanas en el metro, que
inquietaban a los venerables expertos del día. La falta de respeto a estos
sectores alcanzaba la condición de escandalosa, en tanto que niega las condiciones
específicas de este sector, es decir, que ni siquiera las considera. Las
personas almacenadas en los andenes y vagones no tenían otra alternativa que ir
a trabajar. Al súper, a los domicilios…Sin uniformes, sin reconocimiento,
marcados por el anonimato y el estigma de no pertenecer a los cuerpos
profesionales uniformados aptos para desfilar en sus ceremonias.
La falta de
respeto de los expertos salubristas a estos héroes por necesidad, se manifiesta
en sus discursos y sus recomendaciones teológicas. Cuando cierran el interior
de los bares invocando el contagio por aerosoles, están ignorando la realidad
multiplicada de riesgo en los súper, y, en particular, de las cajeras estáticas
en puestos en los que desfilan incesantemente los clientes. La explicación radica
en que son servidores de necesidades esenciales, como la alimentación y el
equipamiento de los domicilios reforzados. Son imprescindibles, pero la
perversión radica en que son reemplazables. Así son borrados de la conciencia
colectiva.
Termino con
una propuesta positiva: que movilicen a los epidemiólogos, virólogos y demás
especies salubristas, para colocarlos en las cajas de los súper a jornada
completa. Esta es una propuesta imaginativa para estimular la investigación, en
tanto que se multiplicarían los estudios de los riesgos de los cajeros y se
multiplicaría la sensibilización sobre estos puestos estáticos de interacción
social.
No hay comentarios:
Publicar un comentario