Los largos años en los que ejercí como profesor en la universidad de Granada, me reportaron una posición privilegiada para contemplar la lenta e inexorable agonía del imperio ilustrado de la letra escrita. Podía confirmar año a año el avance de este proceso, así como su descomposición inevitable. Tuve que racionalizar todo aquello que acontecía ante mí, y que se manifestaba en hechos aparentemente minúsculos, pero dotados de un sentido que no admitía equívocos. Todo terminó en un feliz matrimonio con Marshall McLuhan, en tanto que la aldea global que él había imaginado, se hacía presente en mi realidad día a día, pero todavía se manifestaba con mayor intensidad curso a curso.
El texto escrito experimenta una decadencia incuestionable, que no significa su muerte, sino su inserción en un orden que se encuentra dominado por las imágenes, que adquieren una centralidad indiscutible. La forma específica de devaluación de un autor, en la venerable sede del saber que pretende ser la universidad, es el despiece de sus textos. El proceso industrial que antecede y sirve de modelo al despiece de los libros y transformación en subproductos es el matadero, en el que se mata al animal para separar sus piezas, tratarlas específicamente y empaquetarlas para ser trasladadas al supermercado, lugar en el que son compradas por los consumidores, donde el animal ha desaparecido en su integridad, siendo transformado en un conjunto de productos diferenciados.
La institución matadero tiene la doble misión de matar a los animales y elaborar la carne lista para el consumo. Tras la muerte del animal, tiene lugar una operación fundamental, que es el desangrado, que elimina la sangre dejando la carne lista para su fraccionamiento y separación. Los libros también son desangrados cuando son señalados como verdad oficial, siendo impuestos como lectura obligatoria e investidos de una autoridad que los libera de cualquier problematización. En ciencias humanas y sociales se impone una lectura que los asemeja a los viejos catecismos, ante los que no cabe otra opción para el novicio lector que decir amén con la mayor solemnidad posible.
Una vez desangrados los animales muertos, comienza el proceso de tratamiento, cuya primera operación es la separación del cuerpo en distintas partes. Del mismo modo, en la universidad se procede a trocear los libros en capítulos, alimentando a los novicios mediante la lectura de múltiples capítulos distintos. Estos adquieren una autonomía que desborda la unidad del libro del que forma parte, Cada fragmento-capítulo adquiere un valor autónomo, encadenándose a otros fragmentos, de modo que dificulta la recepción en su conjunto. La acumulación de fragmentos bibliográficos termina por saturar a los receptores, que tras los efectos del bombardeo bibliográfico incesante, no reconocen las aportaciones a su propio esquema referencial, creándose las condiciones para una resistencia sorda sin discurso, que desemboca en un rechazo a leer.
Un sociólogo español de la generación fundacional, Jiménez Blanco, al final de su carrera se encontraba en una situación en la que, de modo simultáneo, se multiplicaban los alumnos y el rechazo a esta sopa de tropezones académica. Contaba que cuando recomendaba la lectura de un libro y algún novicio le preguntaba acerca de lo que había que leer, lo cual indicaba su interés acerca de lo que no había que leer, le contestaba recomendando que leyera solo las páginas impares. Así expulsaba los fantasmas de su perplejidad ante el síndrome de los recortes a los libros, tan extendido en todos los ciclos por tan saturados lectores.
El tratamiento industrial de las carnes desangradas y separadas implica un salto en la separación definitiva del animal y su medio. Al igual, en el caso de los libros, estos son rigurosamente separados del contexto en el que se han escrito. De este modo son sometidos a un orden de valor que los convierte en sagradas escrituras. En estos tiempos de capitalismo desorganizado posmoderno, este tratamiento de los textos, sometidos a la cadena de frio y congelación, suscitan una resistencia insólita a ser leídos por los devoradores de fragmentos bibliográficos desconectados.
El proceso de elaboración de la carne termina en distintos productos que llegan a las estanterías. Los frescos, los congelados, los transformados, los despojos, las grasas, los subproductos no comestibles (pieles, cueros y otros). Del mismo modo, el proceso de despiece y tratamiento de los libros concluye con una diversificación de productos, que se diseminan en pappers, trabajos múltiples, resúmenes, presentaciones power-point, apuntes y preparados para citas. La consecuencia más importante de este proceso radica en que el comprador de créditos no accede al texto original, en tanto que la multiplicación de actividades rutinarias y de control le priva del tiempo de lectura del autor. Así, cada disciplina genera un santoral de autores glorificados que es aludida en todos los trabajos académicos y empíricos. Pero, en realidad, estos son asesinados, en tanto que sus aportaciones, siempre inevitablemente abiertas, son despiezadas y desangradas al ser desproblematizadas e impuestas como incuestionables.
En mis últimos años como profesor, he tenido que habitar aulas en las que los subproductos de libros se hacían presentes de un modo abrumador. A los compradores de créditos se les había enseñado a opera así. Siempre pensaba que aquello se asemejaba a las estanterías de los súper, en los que los productos lácteos pueden alcanzar una diferenciación asombrosa. Pero la prolífica presencia de los autores santificados no implicaba que fueran leídos. Así se fragua una perversión, como es la de que un novicio opere seleccionando trozos, cachos, partes, frases, resúmenes y otras subespecies sobre un autor despiezado cuidadosamente en internet. Así, el fatal óbito del autor radica en que es menos leído que nunca al tiempo que más citado que en cualquier pasado.
Esta paradoja conduce a una aún mayor. Esta es que los libros no desaparecen, sirviendo de ingredientes aditivos a pappers y trabajos académicos. Cada libro cimenta una montaña de referencias elaboradas por una legión de compradores de créditos obligados a realizar trabajos y citar, pero eximidos en la práctica de leer a los originales. Así, un autor llega a adquirir una popularidad inusitada, que tiene un componente ficcional manifiesto. Así se constituye un cruel destino para los autores, que pueden llegar a adquirir un estatuto análogo al de “los famosos” del planeta audiovisual. Pero su influencia se encuentra reducida a una pequeña comunidad de lectores, como ha sido siempre. He presenciado en múltiples ocasiones presentaciones de Bourdieu, Bauman o Giddens que hubiesen desencadenado una crisis nerviosa a los mismos.
No, el destino de los libros es paradójico. Su despiece termina en la hiperproliferación de manuales, en los que otro autor selecciona y glosa al original. Estos conforman la base de un sólido mercado de libros dirigido a clientes prisioneros. Los distintos clanes académicos escriben manuales obligatorios para sus alumnos. Las disciplinas se regionalizan, de modo que en un área varias universidades se conciertan para tener un manual común.
He vivido muchos episodios increíbles. El de mayor envergadura es el de un profesor que impartía docencia en los antiguos estudios de Graduados Sociales. Esta era una titulación muy valiosa para muchos trabajadores de distintas empresas y administraciones, en tanto que complemento para ascensos. Pues bien, este docente había escrito un libro que era obligatorio, en tanto que en el masivo examen ponía un ejercicio que requería la consulta del libro. Este recorría los pasillos y cuando encontraba a algún estudiante que no tenía su libro, llevando una fotocopia, lo echaba del examen con malos modos.
El libro es un producto industrial dirigido a alimentar el mercado de millones de estudiantes. Así, se altera radicalmente el valor de los autores. La industria bibliográfica termina por imponer el criterio del número total de ejemplares vendidos. He recomendado durante muchos años la lectura pausada del primer volumen de “La era de la Información” de Manuel Castells. Recuerdo que antes de dos años después de la primera edición, sacó una nueva edición en la que advertía que había cambios sustanciales. Tras su lectura minuciosa advertí que no había ningún cambio significativo. Terminé por recomendar la lectura de la nueva versión y algún alumno avezado me lo reprochó cargado de razón.
Imagino en estos días a los profes inmersos en la fatal virtualización en las condiciones en las que se lleva a cabo. La tensión derivada de tratar con subproductos de mala calidad que circulan a una velocidad vertiginosa por la red puede llegar a ser insoportable. Ahora han sido transformados patéticamente en una policía antiplagio en un mundo en el que el autor original ha sido desahuciado. Carmen se reía mucho cuando le decía que temía que un día cualquiera, se iban a presentar los autores depredados u despiezados prestos a ejecutar una venganza sobre todos los ocupantes de la carrera de comercialización de sus libros. Para ellos cabe pedir, por lo menos, el derecho a una muerte digna.
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