Hace unos
días me entrevistó Joan Carles March , "Para comprender la Covid desde una perspectiva de salud pública" El objetivo de la entrevista
era exponer mis posicionamientos con respecto a la pandemia. En el guion de la
misma se incluían las preguntas referidas a mi valoración sobre dos personajes
tan relevantes en el año de la Covid: Illa y Simón. No contesté a las mismas,
en la convicción de que podía dispersar mis posiciones, debido a los efectos
nocivos de la sociedad del espectáculo, en la que los personajes que ocupan
eventualmente las posiciones visibles terminan por emanciparse de sus roles
institucionales. En el caso de Simón, se evidencia su pericia en las artes
escénicas, que parecen sobreponerse a las estrictamente epidemiológicas.
Desde
siempre he sido crítico con la devoción y fervor que suscitan las autoridades
entre un público propicio a manifestar profusamente su veneración, que en el
caso de España alcanza el sacrosanto estatuto de la unción. En la transición política
de los años setenta albergué la ilusión de que los flujos de veneración a las
autoridades disminuyeran manifiestamente. Pero el resultado fue justamente el
contrario. Al igual que en el régimen franquista extinto, las masas se
congregaban en torno al rey, las autoridades políticas y otras celebridades
procedentes de los medios. Lo nuevo fue el
fraccionamiento de los públicos fervorosos, pero sus prácticas de
adoración se mantenían incólumes. Las campañas electorales devinieron en efervescencias
colectivas y manifestaciones de efusiones y ardores partidarios. La puesta en
escena de la fe colectiva, tenía lugar según el formato de la institución
matriz de la empresa, y sus comunicaciones representadas en el venerable y
sofisticado marketing.
No obstante,
y a diferencia de sus ilustres predecesores - los nobles, los clérigos y los
guerreros-, los novísimos receptores de fervores, rotan incesantemente. Esta es
una condición que se mantiene en un periodo temporal, tras el cual su ocupante
desaparece del escenario para ser reemplazado por el siguiente ocupante de esa
posición, que le garantiza un lugar efímero en el extraño santoral político.
Los presidentes y ministros, adquieren así la condición de héroes de quita y
pon. Tras sus años de ejercicio en la poltrona político-mediática, pasan al
mundo de los anónimos, con la posible excepción de ser rescatado con
posterioridad por las hemerotecas audiovisuales, si la actualidad lo requiere.
La
continuidad con otros formatos de la veneración a las autoridades, constituye
uno de los elementos axiales de un régimen político. En España, la condición de
ministro, director general, rector y otras posiciones de autoridad, es
considerada en los esquemas mentales prevalentes, como la consecución de un
éxito personal incuestionable. En el caso de filósofos, científicos, escritores
o artistas, representa una verdadera perversión, en tanto que su obra es
interrumpida por el ejercicio de la autoridad político-administrativa. Así,
proliferan en todas las esferas los escaladores hacia posiciones de alta
montaña política. Algunos llegan a emular a los alpinistas que escalan varias
de las montañas más altas del mundo, llegando a acumular varias cimas
político-administrativas.
Uno de los
indicadores de la incapacidad del estado español para regenerarse radica
precisamente en la cristalización de la figura del director, que se sigue
produciendo según moldes más cercanos al feudalismo que a las sociedades del
atribulado siglo XXI. Me he desempeñado profesionalmente en el sistema sanitario
y en la universidad. En ambos casos, el director representa la función de
delegado de poderes mayores, constituyendo una fatal muñeca rusa, en una
secuencia que remite a la siguiente instancia de la jerarquía. El director, o
el decano, el rector, el gerente y otros tipos de autoridad, ejercen su función
mediante un conjunto de rituales en los que se manifiesta la sagrada
institución del séquito o la comitiva. Cualquier director que se precie
constituye su propio cortejo para exhibirse en público y recrear su rango
honorífico.
En un país
de abogados los séquitos constituyen la esencia del ejercicio de la autoridad.
La inauguración del nuevo hospital de pandemias de Madrid fue antológica, en
tanto que Ayuso se hizo grabar un video de sus devenires durante toda la
mañana, en la que mudan sus comitivas, pero ella permanece inalterable en
estado de éxtasis expresivo. Las liturgias adquieren todo su esplendor. En los
últimos años de mi ejercicio profesional me invitaron a impartir la conferencia
inaugural en distintos congresos médicos. Era una buena oportunidad para vivir
la apoteosis del séquito, en tanto que era contiguo al acto de presentación de
las autoridades, en el que la fatuidad alcanzaba un esplendor insólito. Recuerdo
uno en Granada, en el que la entrada de la comitiva, los directivos de la
Sociedad de Médicos de Familia de Andalucía junto a la escolta institucional de
la consejera, adquirió la condición sublime de berlanguiana. El mismo maestro
se hubiera regocijado al contemplar las posiciones de los cuerpos de los
acompañantes y la riqueza de las señales de reconocimiento a la ilustrísima y
excelentísima. El palio bajo el que se prodigaba Franco no ha desaparecido,
sino que se ha transformado.
La paradoja
asociada a la exaltación de los directores radica en que estos no son
seleccionados por méritos profesionales, sino por su predisposición a cumplir
con los requerimientos de la autoridad. En este sentido, el sociólogo Víctor
Pérez Díaz, publicó un texto antológico estableciendo un símil entre la figura
del gerente del hospital y el gobernador colonial. En una organización cuyos
operadores se encuentran inscritos en un riguroso orden de mérito, comparece
una cúpula que representa justamente lo contrario. Los directores, ahora
gerentes, forman parte de una legión que migra cuando concluye el mandato del
general supremo.
En estos
tiempos de pandemia, muchos de los expertos salubristas acuden prestos a la
llamada de las cámaras, albergando la ilusión de ser llamados para el desempeño
de un alto cargo. Este es el ecosistema profesional en el que Illa y Simón se
encuentran en la cima de la cadena jerárquica. Así se explica el monolitismo y
la ausencia de pluralismo de ideas. Los presentes en este ecosistema
comunicativo experto, son coherentes con sus sentidos y representan
admirablemente la ceremonia de la unanimidad. Ni una sola controversia, ni una
sola decisión enunciada en términos de dilema, expresada en distintas
alternativas. La verdad es que asistimos a la prodigiosa fusión de las
instituciones de la ciencia y el cuartel. Cualquiera que exprese la más mínima
duda u objeción, es arrojado al inhóspito exterior. Todo esto representa la
antítesis de la ciencia.
En
congruencia con estos argumentos, no me distraigo nada en dedicar un tiempo a
Illa. Incluso pienso que es un ministro dotado con alguna dosis de prudencia,
pero no es otra cosa que un recurso móvil para el equipo del presidente, una
pieza utilizable en el tablero de la contienda por la preservación del poder.
Su posición le ha reportado un capital mediático movilizable para la contienda
de la obtención del gobierno en Cataluña. No hay mucho más en el personaje. No
me dejo afectar por el juego de luces y sombras que realizan los ingenieros de
los espejos y las imágenes para seducirnos. Lo mínimo que se puede decir de él
es que es una figura perteneciente al mundo de los ventrílocuos políticos, que
será reemplazado por otro cuerpo en la siguiente función.
El caso de
Simón es distinto. Este es un técnico que tiene que vivir en las intersecciones
del mundo profesional de la salud pública, el mundo de la economía y el
atormentado mercado electoral. En este terreno pantanoso tiene que
desempeñarse. Desde luego, resulta encomiable en este cargo de equilibrista. Su
competencia principal estriba en defender con la mayor solvencia posible
cualquier argumento derivado de compatibilizar las decisiones políticas
(económicas) con la situación pandémica. En esta virtud, ha acreditado
sobradamente sus capacidades. En este sentido, representa lo inverso a un científico
responsable y con conciencia, teniéndose que replegarse a decisiones que no
comparte, construyendo su trama argumental desde la perspectiva de la salud
pública. Así reinventa una figura híbrida entre la ciencia y la
prestidigitación. Se trata de un nuevo mago-científico.
Simón es el
primer salubrista español que ha vivido intensamente los platós de las
televisiones. En unos pocos meses se ha convertido en el rostro de la
epidemiología. Ha sido capaz de crear un personaje y ha sabido adaptarse a la
ficción. Sus cabalgadas con Jesús Calleja tienen como consecuencia la simbiosis
entre la ciencia y la aventura. De nuevo cabe resaltar su contraste radical con
el papel de un científico. Se puede aventurar la hipótesis de que Simón
cumplirá el precepto fatal de la España atrasada de no confinar su carrera a su
especialidad. Es verosímil que, cuando esta pandemia concluya, se embarque en
proyectos mediáticos que se instalan mucho más allá de lo científico.
Pero, no
cabe la menor duda, de que Simón es un auténtico, cien por cien, director en el modelo autoritario español. Ejerce
como director único y oculta y relega a sus colaboradores, instaurando así, un
orden de obediencia debida, que es una condición imprescindible para el
monolitismo. La aparición de su sustituta es antológica, en tanto que parece
perdir perdón por sustituir provisionalmente a tan providencial director. Para
mí fue una sorpresa la presencia de salubristas críticos como Javier Segura en
su equipo secreto. Aunque sí soy capaz de imaginarme las escasas reuniones que
se hayan realizado.
Tengo dudas
acerca de haber sido suficientemente claro. Tanto Illa como Simón, y los
aspirantes a estos puestos, son irrelevantes como profesionales y como
personas. Han llegado al guiñol político hasta su reemplazo. Lo verdaderamente
importante en este caso, es analizar la fuerza que los convoca y los mantiene.
Esta es difícil de definir en palabras. En mi intimidad la denomino como “el
mal de los atriles”. Pero constituye una energía hacia la obtención y perpetuación
en los cargos poderosa y permanente. Por eso, nada mejor para definirla que una
fórmula gaditana, expresada en el flamenco y por el maestro Camarón, entre
otros muchos. Es el tiriti tran tran
de la política, una fuerza productora de una alegría indescriptible de haber
arribado en la cima. Eso es justamente lo que representan.
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