La parda corriente fluía rápidamente
desde el corazón de las tinieblas, llevándonos río abajo en dirección al mar,
al doble de velocidad que cuando la remontamos; la vida de Kurtz también se
escapaba con rapidez, fluía y fluía de su corazón hacia el mar del tiempo
inexorable
Joseph
Conrad. El corazón de las tinieblas.
La dinámica
de la pandemia ha conducido “río abajo, en dirección al mar” a los dispositivos
de salud pública, que han terminado por encontrarse bruscamente con un
territorio desconocido: el domicilio, o, si se quiere, el hogar. Como en el
espléndido libro de Conrad, estos viajan por un territorio tenebroso y
desconocido, en el que su inteligibilidad se encuentra mermada, al igual que en
el caso del perplejo viajero Charlie Marlow, por la emergencia de sus propias
tinieblas interiores. Las primeras medidas con respecto a la regulación de los
comportamientos y relaciones en los domicilios muestran inequívocamente al
corpus de conocimiento de la salud pública como una apoteosis de lo lóbrego.
El domicilio
es un territorio marginal en la asistencia sanitaria, que se ha desarrollado en
sus propias instalaciones. El paciente es un invitado pasivo en la asistencia
ambulatoria y hospitalaria, al tiempo que el médico y la enfermera son
invitados en la casa, en la que el paciente detenta su propia soberanía. Esta
relación hiperasimétrica, confiere unas seguridades manifiestas a los
profesionales, que imaginan su control completo de la conducta del asistido,
tal y como ocurre en el breve tiempo de la consulta. Esta relación vivida
cristaliza en un conocimiento que conlleva un alto grado de etnocentrismo, que
configura una distorsión de la realidad de gran calado.
El viaje
iniciado por el sistema sanitario tras la emergencia de la Covid es elocuente,
en tanto que evidencia este sesgo cultural médico, situándolo en el centro del
huracán vírico. En el curso de este, los infectados más graves son trasladados
a los hospitales, en tanto que aquellos con síntomas manejables son conminados
a encerrarse en el domicilio. La población es confinada en distintos grados que
oscilan entre el completo de la primavera pasada y el toque de queda actual,
combinado con restricción del espacio público y la movilidad. El discurso
salubrista petulante se instituye en términos inequívocos: ellos toman las
medidas, la gente debe obedecerlas y la policía debe sancionar a los díscolos e
incumplidores.
Desde
entonces, los malos resultados se han presentado de modo cíclico. Algunos
intervalos con escasa incidencia acumulada se alternan con ciclos explosivos en
los que esta se dispara. La coherencia del discurso sanitario en lo referente a
atribución de causalidad es integral: si los resultados son deficientes se
deben, en todos los casos, a los incumplimientos de las gentes. Está excluida la
posibilidad de error suyo, dada la deificación de la supuesta ciencia que
respalda sus decisiones. Esta extraña ciencia es completamente ajena a la vida
y desconoce a las personas, a sus contextos, a sus prácticas y a sus modos de
significar. Así deviene en una inquietante teología científica, custodiada por
un cuerpo hermético de guardianes que promulgan normas sobre la vida diaria. La
comparación con las teocracias parece inevitable.
En el
postconfinamiento se restauran las actividades laborales y educativas, que
nutren los sistemas de transporte público. La ciencia epidemiológica los exime
de ser fuente de infección, adquiriendo un estatuto de inocencia. Por el
contrario, el estado epidemiológico descarga sus potencialidades de control
sobre el espacio de lo que se denomina “ocio”. Las playas, los bares, las
discotecas, los paseos, los restaurantes, los cines, los teatros…todos ellos
albergan actividades visibles en las que las autoridades pueden normativizar
sus usos y las fuerzas de seguridad hacerlas cumplir. En los ciclos de malos
resultados, estos han sido cerrados o sometidos a condiciones imposibles para
su continuidad.
Sin embargo,
la clausura casi absoluta de los espacios públicos no produce buenos
resultados. Por el contrario, estos se sobreponen a las regulaciones rigoristas
de usos, horarios y cierres. Los incumplidores devienen en chivos expiatorios
del mal, siendo señalados y perseguidos con saña por las televisiones. En el
curso de esta etapa del viaje Covid, se evidencia la importancia de un espacio
que escapa al formidable panóptico sanitario, político y mediático: este es el
espacio privado, los hogares. Estos representan las tinieblas análogas a las narradas
por Conrad.
En esto
llegan las navidades. El dispositivo epidemiológico-mediático-policial extiende
sus regulaciones a este espacio enorme, que resulta del sumatorio de todos los
espacios domésticos. En todos los movimientos de las autoridades y los medios
se manifiesta una ausencia de realismo, en tanto que no tienen la capacidad de
controlar las relaciones y las actividades que suceden en estos lugares. Es completamente
imposible. Se evidencia que el sistema se ha desconectado de la realidad y
actúa a ciegas. De un lado, su modo de operar es regular, controlar y castigar.
Esto es relativamente posible en la playa, la terraza o el restaurante,
restaurando el viejo juego del escondite, de modo que las gentes buscan nuevos
lugares donde encontrarse y desarrollar prácticas de vida. Pero en las casas,
el ojo del poder epidemiológico queda neutralizado. Solo en el caso de fiestas
ruidosas, algún vecino denuncia la situación y propicia la presencia policial.
Las
tinieblas se instalan en las decisiones, presididas por un furor punitivo
creciente que adquiere la forma de espiral. El pueblo domiciliado, constituido
como una masa infantilizada sometida al control y castigo de la autoridad, es
plenamente consciente de su autonomía tras las paredes de sus casas. Así, una mayoría ha celebrado las navidades con
encuentros múltiples que transgreden las normas promulgadas acerca del número
de comensales y la naturaleza de sus vínculos parentales. Las comidas y cenas familiares
han sido deslocalizadas en el espacio y el tiempo, siguiendo el modelo de la
época de la deslocalización de las empresas.
El advenimiento
de la tercera ola tiene como consecuencia la radicalización en el recorte del
espacio público, principalmente mediante el estricto toque de queda. Pero
comparece una novedad. El dispositivo salubrista pone su atención en el espacio
privado. Las disposiciones acerca del número de comensales y de las relaciones
parentales entre los mismos, con la invención de la figura del allegado, se
completa ahora con las excepciones a la prohibición de reuniones domésticas,
que no pueden suceder con miembros de más de un grupo de convivientes. Ahora se
incluye a las personas que viven solas, a las que se concede la posibilidad de
visitar y ser visitados por otra persona sola.
Estas normas
resultan patéticas y solo es posible tratarlas desde la perspectiva del humor.
Porque todas las figuras estrictamente externas a las relaciones de
consanguinidad, son formalizadas de un modo equivalente al parentesco
convencional. De ahí se deduce que cada cual puede tener un allegado o relación
similar, a la que se le atribuye un rango de continuidad, estabilidad y
monopolio amistoso. Los hogares unifamiliares en España, según el censo,
suponen uno de cuatro, que albergan a varios millones de personas. Si cada cual
puede seleccionar a otra single, de modo estable y formal, conforma una
relación equivalente a lo que antes se entendía como lo prematrimonial. Se
recupera así una versión de la antigua relación de noviazgo. De esta excepción
resulta un tráfico interdomiciliario imposible de controlar por los guardianes
del orden. Porque ¿quién certifica que es el single que va en busca de su
homólogo? Sería necesaria la mismísima presencia del inefable ministro del
interior Corcuera para interceptar eficazmente a los falsos allegados.
Esta
normativización se corresponde con un concepto de familia y de sociedad similar
a la del célebre catecismo del padre Ripalda, o las conceptualizaciones de la
familia nuclear de los sociólogos funcionalistas norteamericanos de los años
cincuenta. En estas representaciones, la
familia es un conjunto estático y dominado por un orden normativo. Las
imaginerías piadosas acerca de las relaciones de parentesco, están
desmesuradamente presentes en las conceptualizaciones del sistema sanitario. En
los largos años que he estado presente en el mismo, he tenido la posibilidad de
certificarlo y de observar de cerca los desvaríos.
La familia
que llamaban postnuclear hace treinta años, ha experimentado una mutación
colosal, dando lugar a múltiples formas de relaciones convivenciales en las que
lo consanguíneo pierde su centralidad absoluta. Pero lo más novedoso de las
relaciones convivenciales radica en que son extremadamente diversas y móviles. De modo que se puede considerar el
concepto de carrera amorosa para una
gran parte de los menores de cincuenta años, cuyas biografías se desglosan en
varias parejas y tránsitos convivenciales. Además, la lógica del sistema
económico determina la multiplicación de la movilidad asociada a la
precariedad, que tiene como consecuencia la explosión de pisos compartidos por
personas sin relación de parentesco. Los sucesivos confinamientos han producido
migraciones temporales de grandes contingentes de estas personas,
principalmente estudiantes, doctorandos, becarios y otras formas de
proletariado cognitivo.
Así tiene
lugar la conformación de un nuevo precariado residencial, de un nomadismo entre
pisos compartidos y que ocasionalmente recalan en el domicilio familiar, que es
donde están censados. Vivo en una casa en la que existe una variada comunidad
de jóvenes en esta situación y he sido testigo de sus idas y venidas en estos
meses teocrático-epidemiológicos. Desde el punto de vista de los contagios este
es un factor esencial. Sin embargo esta realidad, asociada a la misma
naturaleza de las actividades económicas, es ignorada por los fundamentalistas
que hablan en nombre de la ciencia. Esta es una movilidad adicional que termina
arribando en los hogares de origen.
Mi
interpretación de lo que se denomina tercera ola en Europa, se encuentra
determinada, en una gran parte, por estas movilidades invisibles
interdomiciliarias, que se multiplican como consecuencia de las pausas
productivas y escolares. Estos tránsitos son el efecto del funcionamiento del
sistema productivo. El desaparecido Andrés Montes, diría jocosamente al
respecto “Es el sistema Salinas”. Así, la minimización del espacio público
ejercido por las autoridades, con su guerra a la hostelería, ignora los flujos
interdomiciliarios, fruto de sus mismas decisiones. De este modo se configura
un monumental efecto no deseado, favorecido por las mismas decisiones de
gobierno. No se entiende que las relaciones que tienen lugar en la hostelería e
industria del ocio solo representan una parte de las relaciones sociales
totales.
Además, los
convivientes en una forma familiar convencional han relativizado los sistemas
de autoridad internos y han experimentado un crecimiento de su autonomía
inusitado. Precisamente, uno de los rasgos más importantes de la época es la
nueva individuación, en la cual cada uno es esculpido por distintos
dispositivos que lo configuran como un sujeto autónomo de sus ancestros. Cada
cual vive su vida, representada en el haz de relaciones y mundos sociales
contenidos en las pantallas de sus dispositivos móviles, rigurosamente
individualizados. Las familias consanguíneas que permanecen agrupadas en un
mismo espacio doméstico, son, de facto, una confederación de miembros dotados
de una autonomía creciente, que recalan en un mismo espacio doméstico para
vivir juntos unos momentos compartidos, interrumpidos incesantemente por el
paquete relacional de cada uno, que lo reclama mediante las llamadas y los
mensajes incesantes.
Los
domicilios adquieren en el presente una diversidad asombrosa en cuanto a las
relaciones entre sus miembros. El tráfico de parientes, amigos, compañeros,
transeúntes y otras figuras, adquiere una intensidad inusitada. El sínodo
epidemiológico los ha unificado en la figura del allegado, mostrando a las
claras su extravío en estos territorios domésticos. Esta densidad habitacional
implica un tráfico cotidiano interdomiciliario de gran envergadura, que en los
fines de semana adquiere un esplendor difícil de imaginar por los teólogos de
la salud. La pretensión de regular desde el exterior y la autoridad estos
movimientos y flujos de relaciones es un dislate. Solo queda abierto el camino
de maximizar la influencia para que las personas fuera de control panóptico
tomen voluntariamente precauciones.
Imagino la
escalada del furor epidemiológico reorientada al espacio doméstico. Por esta
razón, puedo presumir que la siguiente normativización afectará al sofá, sobre
el que recaerá una condena moral, que anticipa su prohibición. El sofá es el
espacio de concurrencia de los cuerpos frente a las pantallas en los largos
tiempos de las series. La proximidad entre los cuerpos de los residentes
provisionales, procedentes de los mundos del más allá del parentesco, es un mal presagio. Estos van a hablar alto,
expresar sus emociones deportivas, reír y otras actividades tóxicas para los
aerosoles comunes. Se masca la obligatoriedad de los sillones y su separación
correspondiente.
La
afirmación de Gregorio Morán de que “No
es que la pandemia esté cambiando el mundo que conocimos: es que no conocíamos
el fondo del mundo en el que vivíamos, y ahora se nos aparece en su faz más
hirsuta”, es manifiestamente pertinente y muestra el desvarío de una ciencia
que se inscribe en la fórmula de “ciencia total, menos ciencia social, menos
pensamiento, menos artes”. Este es el resultado que estamos viviendo, esta es
la gran verdad de la época. De ahí la pertinencia de la metáfora de Conrad. Los
que están extraviados son los dispositivos de gobierno, así se explica la
dinámica pandémica fatal, ahora en la estación del caos vacunal.
Un querido
amigo del campo de las ciencias sociales, me dice que en el conjunto de mis textos de este blog acerca de la pandemia, se encuentran unificado por una figura
imaginaria: el idiota epidemiológico. Le he contestado que nunca he utilizado
esa expresión, solo he afirmado que las miradas salubristas están gravemente
mutiladas.
Ya lo creo. Me temo que pueda tratarse de leucotomías prefrontales (en otros tiempos celebradas con el mismísimo Nobel). Buen día amigo Juan.
ResponderEliminarFelicidades por ofrecernos esta visión tan lúcida de una realidad que no nos acaban de dejar ver.
ResponderEliminarEstoy en el lado de los sanitarios, trabajo ahí, ya lo sabes. Pero no comparto esa dicotomía entre 'nosotros y el resto' que se maneja desde este mundo sanitario. Tienes toda la razón cuando afirmas que trabajamos como sacerdotes, interpretando la verdad, y demonizando las acciones de las personas. Demonizando la vida real. Quizá por eso estamos donde estamos.
Mucho mas miedo me has dado cuando hablas de prohibir el sofá. Cielos, estoy recordando la escena de Fahrenheit 451 cuando la policía entra a requisar los libros. Pero esta vez serán los sofás. Libros, en la mayoría de las casas, encontrarían pocos. Eso sí, pantallas, cada vez mas grandes, y muchas más que personas en una casa. ¿ Es el signo de los tiempos ?
Salud, Juan. Sigue pensando, y regálanos generosamente tus textos. Es un placer leerte.
Gracias Pau. Es un acontecimiento que aparezcas por aquí, porque, si no recuerdo mal, no nos vemos desde el final de los ochenta. Lo de la prohibición del sofá es una ironía, con la que trato de parodiar al poder pastoral epidemiológico, que avanza medicalizando todos los espacios y tiempos de la vida.
ResponderEliminarUn abrazo