domingo, 31 de enero de 2021

EL HOGAR EN LAS TINIEBLAS DE LA SALUD PÚBLICA Y LA INMINENTE MALDICIÓN DE LOS SOFÁS

 


La parda corriente fluía rápidamente desde el corazón de las tinieblas, llevándonos río abajo en dirección al mar, al doble de velocidad que cuando la remontamos; la vida de Kurtz también se escapaba con rapidez, fluía y fluía de su corazón hacia el mar del tiempo inexorable

Joseph Conrad. El corazón de las tinieblas.

La dinámica de la pandemia ha conducido “río abajo, en dirección al mar” a los dispositivos de salud pública, que han terminado por encontrarse bruscamente con un territorio desconocido: el domicilio, o, si se quiere, el hogar. Como en el espléndido libro de Conrad, estos viajan por un territorio tenebroso y desconocido, en el que su inteligibilidad se encuentra mermada, al igual que en el caso del perplejo viajero Charlie Marlow, por la emergencia de sus propias tinieblas interiores. Las primeras medidas con respecto a la regulación de los comportamientos y relaciones en los domicilios muestran inequívocamente al corpus de conocimiento de la salud pública como una apoteosis de lo lóbrego.

El domicilio es un territorio marginal en la asistencia sanitaria, que se ha desarrollado en sus propias instalaciones. El paciente es un invitado pasivo en la asistencia ambulatoria y hospitalaria, al tiempo que el médico y la enfermera son invitados en la casa, en la que el paciente detenta su propia soberanía. Esta relación hiperasimétrica, confiere unas seguridades manifiestas a los profesionales, que imaginan su control completo de la conducta del asistido, tal y como ocurre en el breve tiempo de la consulta. Esta relación vivida cristaliza en un conocimiento que conlleva un alto grado de etnocentrismo, que configura una distorsión de la realidad de gran calado.

El viaje iniciado por el sistema sanitario tras la emergencia de la Covid es elocuente, en tanto que evidencia este sesgo cultural médico, situándolo en el centro del huracán vírico. En el curso de este, los infectados más graves son trasladados a los hospitales, en tanto que aquellos con síntomas manejables son conminados a encerrarse en el domicilio. La población es confinada en distintos grados que oscilan entre el completo de la primavera pasada y el toque de queda actual, combinado con restricción del espacio público y la movilidad. El discurso salubrista petulante se instituye en términos inequívocos: ellos toman las medidas, la gente debe obedecerlas y la policía debe sancionar a los díscolos e incumplidores.

Desde entonces, los malos resultados se han presentado de modo cíclico. Algunos intervalos con escasa incidencia acumulada se alternan con ciclos explosivos en los que esta se dispara. La coherencia del discurso sanitario en lo referente a atribución de causalidad es integral: si los resultados son deficientes se deben, en todos los casos, a los incumplimientos de las gentes. Está excluida la posibilidad de error suyo, dada la  deificación de la supuesta ciencia que respalda sus decisiones. Esta extraña ciencia es completamente ajena a la vida y desconoce a las personas, a sus contextos, a sus prácticas y a sus modos de significar. Así deviene en una inquietante teología científica, custodiada por un cuerpo hermético de guardianes que promulgan normas sobre la vida diaria. La comparación con las teocracias parece inevitable.

En el postconfinamiento se restauran las actividades laborales y educativas, que nutren los sistemas de transporte público. La ciencia epidemiológica los exime de ser fuente de infección, adquiriendo un estatuto de inocencia. Por el contrario, el estado epidemiológico descarga sus potencialidades de control sobre el espacio de lo que se denomina “ocio”. Las playas, los bares, las discotecas, los paseos, los restaurantes, los cines, los teatros…todos ellos albergan actividades visibles en las que las autoridades pueden normativizar sus usos y las fuerzas de seguridad hacerlas cumplir. En los ciclos de malos resultados, estos han sido cerrados o sometidos a condiciones imposibles para su continuidad.

Sin embargo, la clausura casi absoluta de los espacios públicos no produce buenos resultados. Por el contrario, estos se sobreponen a las regulaciones rigoristas de usos, horarios y cierres. Los incumplidores devienen en chivos expiatorios del mal, siendo señalados y perseguidos con saña por las televisiones. En el curso de esta etapa del viaje Covid, se evidencia la importancia de un espacio que escapa al formidable panóptico sanitario, político y mediático: este es el espacio privado, los hogares. Estos representan las tinieblas análogas a las narradas por Conrad.

En esto llegan las navidades. El dispositivo epidemiológico-mediático-policial extiende sus regulaciones a este espacio enorme, que resulta del sumatorio de todos los espacios domésticos. En todos los movimientos de las autoridades y los medios se manifiesta una ausencia de realismo, en tanto que no tienen la capacidad de controlar las relaciones y las actividades que suceden en estos lugares. Es completamente imposible. Se evidencia que el sistema se ha desconectado de la realidad y actúa a ciegas. De un lado, su modo de operar es regular, controlar y castigar. Esto es relativamente posible en la playa, la terraza o el restaurante, restaurando el viejo juego del escondite, de modo que las gentes buscan nuevos lugares donde encontrarse y desarrollar prácticas de vida. Pero en las casas, el ojo del poder epidemiológico queda neutralizado. Solo en el caso de fiestas ruidosas, algún vecino denuncia la situación y propicia la presencia policial.

Las tinieblas se instalan en las decisiones, presididas por un furor punitivo creciente que adquiere la forma de espiral. El pueblo domiciliado, constituido como una masa infantilizada sometida al control y castigo de la autoridad, es plenamente consciente de su autonomía tras las paredes de sus casas.  Así, una mayoría ha celebrado las navidades con encuentros múltiples que transgreden las normas promulgadas acerca del número de comensales y la naturaleza de sus vínculos parentales. Las comidas y cenas familiares han sido deslocalizadas en el espacio y el tiempo, siguiendo el modelo de la época de la deslocalización de las empresas.

El advenimiento de la tercera ola tiene como consecuencia la radicalización en el recorte del espacio público, principalmente mediante el estricto toque de queda. Pero comparece una novedad. El dispositivo salubrista pone su atención en el espacio privado. Las disposiciones acerca del número de comensales y de las relaciones parentales entre los mismos, con la invención de la figura del allegado, se completa ahora con las excepciones a la prohibición de reuniones domésticas, que no pueden suceder con miembros de más de un grupo de convivientes. Ahora se incluye a las personas que viven solas, a las que se concede la posibilidad de visitar y ser visitados por otra persona sola.

Estas normas resultan patéticas y solo es posible tratarlas desde la perspectiva del humor. Porque todas las figuras estrictamente externas a las relaciones de consanguinidad, son formalizadas de un modo equivalente al parentesco convencional. De ahí se deduce que cada cual puede tener un allegado o relación similar, a la que se le atribuye un rango de continuidad, estabilidad y monopolio amistoso. Los hogares unifamiliares en España, según el censo, suponen uno de cuatro, que albergan a varios millones de personas. Si cada cual puede seleccionar a otra single, de modo estable y formal, conforma una relación equivalente a lo que antes se entendía como lo prematrimonial. Se recupera así una versión de la antigua relación de noviazgo. De esta excepción resulta un tráfico interdomiciliario imposible de controlar por los guardianes del orden. Porque ¿quién certifica que es el single que va en busca de su homólogo? Sería necesaria la mismísima presencia del inefable ministro del interior Corcuera para interceptar eficazmente a los falsos allegados.

Esta normativización se corresponde con un concepto de familia y de sociedad similar a la del célebre catecismo del padre Ripalda, o las conceptualizaciones de la familia nuclear de los sociólogos funcionalistas norteamericanos de los años cincuenta.  En estas representaciones, la familia es un conjunto estático y dominado por un orden normativo. Las imaginerías piadosas acerca de las relaciones de parentesco, están desmesuradamente presentes en las conceptualizaciones del sistema sanitario. En los largos años que he estado presente en el mismo, he tenido la posibilidad de certificarlo y de observar de cerca los desvaríos.

La familia que llamaban postnuclear hace treinta años, ha experimentado una mutación colosal, dando lugar a múltiples formas de relaciones convivenciales en las que lo consanguíneo pierde su centralidad absoluta. Pero lo más novedoso de las relaciones convivenciales radica en que son extremadamente diversas y  móviles. De modo que se puede considerar el concepto de carrera amorosa para una gran parte de los menores de cincuenta años, cuyas biografías se desglosan en varias parejas y tránsitos convivenciales. Además, la lógica del sistema económico determina la multiplicación de la movilidad asociada a la precariedad, que tiene como consecuencia la explosión de pisos compartidos por personas sin relación de parentesco. Los sucesivos confinamientos han producido migraciones temporales de grandes contingentes de estas personas, principalmente estudiantes, doctorandos, becarios y otras formas de proletariado cognitivo.

Así tiene lugar la conformación de un nuevo precariado residencial, de un nomadismo entre pisos compartidos y que ocasionalmente recalan en el domicilio familiar, que es donde están censados. Vivo en una casa en la que existe una variada comunidad de jóvenes en esta situación y he sido testigo de sus idas y venidas en estos meses teocrático-epidemiológicos. Desde el punto de vista de los contagios este es un factor esencial. Sin embargo esta realidad, asociada a la misma naturaleza de las actividades económicas, es ignorada por los fundamentalistas que hablan en nombre de la ciencia. Esta es una movilidad adicional que termina arribando en los hogares de origen.

Mi interpretación de lo que se denomina tercera ola en Europa, se encuentra determinada, en una gran parte, por estas movilidades invisibles interdomiciliarias, que se multiplican como consecuencia de las pausas productivas y escolares. Estos tránsitos son el efecto del funcionamiento del sistema productivo. El desaparecido Andrés Montes, diría jocosamente al respecto “Es el sistema Salinas”. Así, la minimización del espacio público ejercido por las autoridades, con su guerra a la hostelería, ignora los flujos interdomiciliarios, fruto de sus mismas decisiones. De este modo se configura un monumental efecto no deseado, favorecido por las mismas decisiones de gobierno. No se entiende que las relaciones que tienen lugar en la hostelería e industria del ocio solo representan una parte de las relaciones sociales totales.

Además, los convivientes en una forma familiar convencional han relativizado los sistemas de autoridad internos y han experimentado un crecimiento de su autonomía inusitado. Precisamente, uno de los rasgos más importantes de la época es la nueva individuación, en la cual cada uno es esculpido por distintos dispositivos que lo configuran como un sujeto autónomo de sus ancestros. Cada cual vive su vida, representada en el haz de relaciones y mundos sociales contenidos en las pantallas de sus dispositivos móviles, rigurosamente individualizados. Las familias consanguíneas que permanecen agrupadas en un mismo espacio doméstico, son, de facto, una confederación de miembros dotados de una autonomía creciente, que recalan en un mismo espacio doméstico para vivir juntos unos momentos compartidos, interrumpidos incesantemente por el paquete relacional de cada uno, que lo reclama mediante las llamadas y los mensajes incesantes.

Los domicilios adquieren en el presente una diversidad asombrosa en cuanto a las relaciones entre sus miembros. El tráfico de parientes, amigos, compañeros, transeúntes y otras figuras, adquiere una intensidad inusitada. El sínodo epidemiológico los ha unificado en la figura del allegado, mostrando a las claras su extravío en estos territorios domésticos. Esta densidad habitacional implica un tráfico cotidiano interdomiciliario de gran envergadura, que en los fines de semana adquiere un esplendor difícil de imaginar por los teólogos de la salud. La pretensión de regular desde el exterior y la autoridad estos movimientos y flujos de relaciones es un dislate. Solo queda abierto el camino de maximizar la influencia para que las personas fuera de control panóptico tomen voluntariamente precauciones.

Imagino la escalada del furor epidemiológico reorientada al espacio doméstico. Por esta razón, puedo presumir que la siguiente normativización afectará al sofá, sobre el que recaerá una condena moral, que anticipa su prohibición. El sofá es el espacio de concurrencia de los cuerpos frente a las pantallas en los largos tiempos de las series. La proximidad entre los cuerpos de los residentes provisionales, procedentes de los mundos del más allá del parentesco,  es un mal presagio. Estos van a hablar alto, expresar sus emociones deportivas, reír y otras actividades tóxicas para los aerosoles comunes. Se masca la obligatoriedad de los sillones y su separación correspondiente.

La afirmación de Gregorio Morán de que “No es que la pandemia esté cambiando el mundo que conocimos: es que no conocíamos el fondo del mundo en el que vivíamos, y ahora se nos aparece en su faz más hirsuta”, es manifiestamente pertinente y muestra el desvarío de una ciencia que se inscribe en la fórmula de “ciencia total, menos ciencia social, menos pensamiento, menos artes”. Este es el resultado que estamos viviendo, esta es la gran verdad de la época. De ahí la pertinencia de la metáfora de Conrad. Los que están extraviados son los dispositivos de gobierno, así se explica la dinámica pandémica fatal, ahora en la estación del caos vacunal.

Un querido amigo del campo de las ciencias sociales, me dice que en el conjunto de mis textos de este blog acerca de la pandemia, se encuentran unificado por una figura imaginaria: el idiota epidemiológico. Le he contestado que nunca he utilizado esa expresión, solo he afirmado que las miradas salubristas están gravemente mutiladas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

jueves, 28 de enero de 2021

LA AGONÍA DEL VIEJO IMPERIO ILUSTRADO DE LA LETRA ESCRITA

 

 


Los largos años en los que ejercí como profesor en la universidad de Granada, me reportaron una posición privilegiada para contemplar la lenta e inexorable agonía del imperio ilustrado de la letra escrita. Podía confirmar año a año el avance  de este proceso, así como su descomposición inevitable. Tuve que racionalizar todo aquello que acontecía ante mí, y que se manifestaba en hechos aparentemente minúsculos, pero dotados de un sentido que no admitía equívocos. Todo terminó en un feliz matrimonio con Marshall McLuhan, en tanto que la aldea global que él había imaginado, se hacía presente en mi realidad día a día, pero todavía se manifestaba con mayor intensidad curso a curso.

El texto escrito experimenta una decadencia incuestionable, que no significa su muerte, sino su inserción en un orden que se encuentra dominado por las imágenes, que adquieren una centralidad indiscutible. La forma específica de devaluación de un autor, en la venerable sede del saber que pretende ser la universidad, es el despiece de sus textos. El proceso industrial que antecede y sirve de modelo al despiece de los libros y transformación en subproductos es el matadero, en el que se mata al animal para separar sus piezas, tratarlas específicamente y empaquetarlas para ser trasladadas al supermercado, lugar en el que son compradas por los consumidores, donde el animal ha desaparecido en su integridad, siendo transformado en un conjunto de productos diferenciados.

La institución matadero tiene la doble misión de matar a los animales y elaborar la carne lista para el consumo. Tras la muerte del animal, tiene lugar una operación fundamental, que es el desangrado, que elimina la sangre dejando la carne lista para su fraccionamiento y separación. Los libros también son desangrados cuando son señalados como verdad oficial, siendo impuestos como lectura obligatoria e investidos de una autoridad que los libera de cualquier problematización. En ciencias humanas y sociales se impone una lectura que los asemeja a los viejos catecismos, ante los que no cabe otra opción para el novicio lector que decir amén con la mayor solemnidad posible.

Una vez desangrados los animales muertos, comienza el proceso de tratamiento, cuya primera operación es la separación del cuerpo en distintas partes. Del mismo modo, en la universidad se procede a trocear los libros en capítulos, alimentando a los novicios mediante la lectura de múltiples capítulos distintos. Estos adquieren una autonomía que desborda la unidad del libro del que forma parte, Cada fragmento-capítulo adquiere un valor autónomo, encadenándose a otros fragmentos, de modo que dificulta la recepción en su conjunto. La acumulación de fragmentos bibliográficos termina por saturar a los receptores, que tras los efectos del bombardeo bibliográfico incesante, no reconocen las aportaciones a su propio esquema referencial, creándose las condiciones para una resistencia sorda sin discurso, que desemboca en un rechazo a leer.

Un sociólogo español de la generación fundacional, Jiménez Blanco, al final de su carrera se encontraba en una situación en la que, de modo simultáneo,  se multiplicaban los alumnos y el rechazo a esta sopa de tropezones académica. Contaba que cuando recomendaba la lectura de un libro y algún novicio le preguntaba acerca de lo que había que leer, lo cual indicaba su interés acerca de lo que no había que leer, le contestaba recomendando que leyera solo las páginas impares. Así expulsaba los fantasmas de su perplejidad ante el síndrome de los recortes a los libros, tan extendido en todos los ciclos por tan saturados lectores.

El tratamiento industrial de las carnes desangradas y separadas implica un salto en la separación definitiva del animal y su medio. Al igual, en el caso de los libros, estos son rigurosamente separados del contexto en el que se han escrito. De este modo son sometidos a un orden de valor que los convierte en sagradas escrituras. En estos tiempos de capitalismo desorganizado posmoderno, este tratamiento de los textos, sometidos a la cadena de frio y congelación, suscitan una resistencia insólita a ser leídos por los devoradores de fragmentos bibliográficos desconectados.

El proceso de elaboración de la carne termina en distintos productos que llegan a las estanterías. Los frescos, los congelados, los transformados, los despojos, las grasas, los subproductos no comestibles (pieles, cueros y otros). Del mismo modo, el proceso de despiece y tratamiento de los libros concluye con una diversificación de productos, que se diseminan en pappers, trabajos múltiples, resúmenes, presentaciones power-point, apuntes y preparados para citas. La consecuencia más importante de este proceso radica en que el comprador de créditos no accede al texto original, en tanto que la multiplicación de actividades rutinarias y de control le priva del tiempo de lectura del autor. Así, cada disciplina genera un santoral de autores glorificados que es aludida en todos los trabajos académicos y empíricos. Pero, en realidad, estos son asesinados, en tanto que sus aportaciones, siempre inevitablemente abiertas, son despiezadas y desangradas al ser desproblematizadas e impuestas como incuestionables.

En mis últimos años como profesor, he tenido que habitar aulas en las que los subproductos de libros se hacían presentes de un modo abrumador. A los compradores de créditos se les había enseñado a opera así. Siempre pensaba que aquello se asemejaba a las estanterías de los súper, en los que los productos lácteos pueden alcanzar una diferenciación asombrosa. Pero la prolífica presencia de los autores santificados no implicaba que fueran leídos. Así se fragua una perversión, como es la de que un novicio opere seleccionando trozos, cachos, partes, frases, resúmenes y otras subespecies sobre un autor despiezado cuidadosamente en internet. Así, el fatal óbito del autor radica en que es menos leído que nunca al tiempo que más citado que en cualquier pasado.

Esta paradoja conduce a una aún mayor. Esta es que los libros no desaparecen, sirviendo de ingredientes aditivos a pappers y trabajos académicos. Cada libro cimenta una montaña de referencias elaboradas por una legión de compradores de créditos obligados a realizar trabajos y citar, pero eximidos en la práctica de leer a los originales. Así, un autor llega a adquirir una popularidad inusitada, que tiene un componente ficcional manifiesto. Así se constituye un cruel destino para los autores, que pueden llegar a adquirir un estatuto análogo al de “los famosos” del planeta audiovisual. Pero su influencia se encuentra reducida a una pequeña comunidad de lectores, como ha sido siempre. He presenciado en múltiples ocasiones presentaciones de Bourdieu, Bauman o Giddens que hubiesen desencadenado una crisis nerviosa a los mismos.

No, el destino de los libros es paradójico. Su despiece termina en la hiperproliferación de manuales, en los que otro autor selecciona y glosa al original. Estos conforman la base de un sólido mercado de libros dirigido a clientes prisioneros. Los distintos clanes académicos escriben manuales obligatorios para sus alumnos. Las disciplinas se regionalizan, de modo que en un área varias universidades se conciertan para tener un manual común.

He vivido muchos episodios increíbles. El de mayor envergadura es el de un profesor que impartía docencia en los antiguos estudios de Graduados Sociales. Esta era una titulación muy valiosa para muchos trabajadores de distintas empresas y administraciones, en tanto que complemento para ascensos. Pues bien, este docente había escrito un libro que era obligatorio, en tanto que en el masivo examen ponía un ejercicio que requería la consulta del libro. Este recorría los pasillos y cuando encontraba a algún estudiante que no tenía su libro, llevando una fotocopia, lo echaba del examen con malos modos.

El libro es un producto industrial dirigido a alimentar el mercado de millones de estudiantes. Así, se altera radicalmente el valor de los autores. La industria bibliográfica termina por imponer el criterio del número total de ejemplares vendidos. He recomendado durante muchos años la lectura pausada del primer volumen de “La era de la Información” de Manuel Castells. Recuerdo que antes de dos años después de la primera edición, sacó una nueva edición en la que advertía que había cambios sustanciales. Tras su lectura minuciosa advertí que no había ningún cambio significativo. Terminé por recomendar la lectura de la nueva versión y algún alumno avezado me lo reprochó cargado de razón.

Imagino en estos días a los profes inmersos en la fatal virtualización en las condiciones en las que se lleva a cabo. La tensión derivada de tratar con subproductos de mala calidad que circulan a una velocidad vertiginosa por la red puede llegar a ser insoportable. Ahora han sido transformados patéticamente en una policía antiplagio en un mundo en el que el autor original ha sido desahuciado. Carmen se reía mucho cuando le decía que temía que un día cualquiera, se iban a presentar los autores depredados u despiezados prestos a ejecutar una venganza sobre todos los ocupantes de la carrera de comercialización de sus libros. Para ellos cabe pedir, por lo menos, el derecho a una muerte digna.

 

 

martes, 26 de enero de 2021

PRIMER ANIVERSARIO DE LA COVID 19: LOS PECADOS Y LOS DELITOS

 



Escribo esta entrada en una situación en la que resalta una paradoja relevante, en tanto que constituye una señal de la irracionalidad imperante en el campo político. Se trata de la amenaza que se cierne de nuevo sobre la Escuela Andaluza de Salud Pública de Granada. Esta se encuentra sometida a un entorno institucional que genera turbulencias similares a los huracanes, que tienen lugar en intervalos de tiempo cada vez más cortos. Parece sorprendente que en una pandemia de esta envergadura, que pone de manifiesto los déficits de los saberes para afrontarla, se dedique energía a la liquidación del único centro de salud pública existente. En la esperanza de que este fenómeno meteorológico pase sin causar graves daños, parece pertinente ponerles nombres a los mismos. Yo le llamaría a este “Culillo”, en tanto que este término representa la esencia del orden mental imperante en la Administración, que remite al arquetipo personal del inolvidable Manolo Morán.

En éstas, se va a cumplir el primer aniversario de la pandemia. La situación epidemiológica se puede valorar en rigor como fatídica. Tras el paso de los meses, el virus muestra su consistencia, que contrasta con la debilidad de las respuestas, que se fundan sobre las ideas propuestas por los distintos expertos salubristas, que exponen sus soluciones en los escaparates mediáticos, conformando una versión epidemiológica de lo que Paolo Virno llamaría “la fábrica de la charla”. Los especialistas desfilan ante las cámaras produciendo un parloteo científico, mostrando sus jergas profesionales profusamente, pero su influencia en las decisiones es mínima. La tocata y fuga del ministro Illa, designa la preponderancia del mercado electoral, al que se subordina la situación de salud.

En este largo y convulso año, se puede afirmar que el problema central radica en la temporalidad de la emergencia pandémica. Desde el principio, se ha entendido esta como un evento crítico que se podía domeñar en un tiempo corto. Así, se proponen medidas drásticas, correspondientes a una imaginaria guerra relámpago. El confinamiento total de la población, el despliegue policial y el estado de excepción mediático, forman parte de las medidas de choque para controlar las fantasmagorías expresadas en la metáfora de la curva. El estado suspende provisionalmente la democracia, en espera de una pronta salida a la situación.

Los discursos de las autoridades y el complejo experto de la charla salubrista pivotan sobre el supuesto de que la pandemia es un fenómeno susceptible de control mediante la terapia de choque, y, por consiguiente, reducido temporalmente. La salida del confinamiento genera un optimismo desmesurado, en el que se descarta la reversión de la situación. En el fluir de la charla epidemiológica experta de ese tiempo predomina la visión de que en el futuro inmediato habrá rebrotes localizados, que habrá que abordar aplicando técnicas de intervención sobre espacios específicos. La contabilidad de los rebrotes ha terminado por ser desbordada por su multiplicación fatal.

Esta visión de la pandemia ha resultado integralmente falsa, en tanto que estaba fundada en varias falacias recombinadas. La más importante es la minusvaloración de los efectos de la puesta en marcha de las actividades productivas, escolares, culturales y de ocio y relación social. Junto a esta, la creencia ingenua de que la vida podía ser encerrada en los contenedores familiares, en espera del inminente maná vacunal. El confinamiento representó una apoteosis del poder y una distorsión monumental del complejo experto, en tanto que este entiende el espacio social como aquél que abarca su mirada panóptica, es decir, el espacio público. Así, los espacios “privados”, en los que tienen lugar encuentros sociales y múltiples prácticas sociales, son ignorados en sus delirios de control.

El segundo semestre ha estado protagonizado por los movimientos de control del espacio público en playas, bares, discotecas, hoteles y otras estancias relacionales. Pero se ignoran los domicilios, los automóviles y lo que me gusta denominar como espacios liberados de las miradas panópticas de las autoridades, que son descubiertos y consagrados por distintos contingentes de gentes que, expulsadas del complejo del ocio, transitan en busca de un asentamiento provisional para sus prácticas festivas. En este blog me he preguntado acerca de la localización de las actividades sexuales de las gentes no emparejadas. Esta pregunta es impertinente desde la perspectiva de la charla experta, que presupone que el sexo es una actividad localizada en las parejas estables. Una de las dimensiones más relevantes de este episodio es la multiplicación de las citas online y la configuración del nuevo espacio interdomiciliario, en el que distintas gentes ensayan y experimentan relaciones personales que representan una migración de aquellas que tenían lugar en el espacio del ocio.

De este modo tiene lugar lo que se denomina la “segunda ola”. Esta resulta de la puja entre el control de las autoridades y las prácticas productivas, escolares y cotidianas de las gentes. También del fracaso cosmológico de las medidas propuestas. La difuminación de los rastreadores es el indicador más elocuente que respalda mi afirmación acerca de la inconsistencia de las propuestas. De ahí que estas puedan calificarse como charla experta. En estos meses, los rebrotes no solo han persistido, sino que se han amalgamado, de modo que han llegado a invertir la situación epidemiológica, que llega a su cénit en las navidades, en las que se fragua la  lo que se entiende como “tercera ola”, que es una expresión que remite a la circularidad, al retorno al punto de partida, en el que no hay otra alternativa que recurrir a medidas drásticas de nuevo, para domeñar las voluptuosidades de la mitológica curva.

Tras un largo año de prohibiciones y recortes de la vida, se evidencia la ausencia de efectividad en los resultados y el extravío del complejo político-experto que se encuentra al timón, que muestra impúdicamente la falta de rigor y coherencia de sus decisiones. Para compensar este fracaso estrepitoso, se intensifica la charla mediática experta que conmina a la población a obedecer a sus prescripciones. La forma que adopta la misma en este tiempo la forma de sermón epidemiológico. Este deviene, tal y como sugiere El Roto, en la amenaza de convertir los pecados en delitos. Esta hecatombe decisional es maquillada mediante la cuidadosa ocultación de la gente que muere, de la que no se cuenta quiénes son, así como su ingente número, que es disfrazado disolviéndola en la sopa de números que nutre los murmullos expertos.

Esta afirmación de El Roto acerca de la conversión de los pecados en delitos, remite a la cuestión principal, que no es otra que el modo de gobierno de la pandemia. Esta se puede definir como una estrategia punitiva de control drástico de la población, en la que la abolición de una parte sustancial de las libertades y la movilización de la coacción estatal constituyen su núcleo esencial. El estatuto asignado a la población es el de susceptibles pecadores, entendiendo sus actos como posibles transgresores de las normas emitidas que suspenden la vida hasta nuevo aviso, pero que mantienen las actividades productivas, escolares y de transporte. En los intensos flujos de los gritos y susurros expertos, el complejo de gobierno de la pandemia, es considerado como un virtuoso dispositivo angelical, del que están excluidos los errores. Los malos resultados se proyectan en el pueblo pecador.

El resultado de esta dinámica es la cristalización de una situación en la que convergen el colapso de los dispositivos asistenciales, la robustez de las cadenas de contagios y la manifestación de una profunda crisis de confianza por parte de sectores crecientes de la población. Las penalidades vividas han mostrado su falta de eficacia y ahora se propone la vuelta al origen. La sensación de saturación es tóxica, el desgaste se consolida y las dudas acerca del horizonte comparecen en muchas personas. Esta crisis, más allá de la misma situación epidemiológica, se manifiesta en el caos vacunal, que pone de manifiesto la descomposición institucional, la expansión de la corrupción y la impotencia del sistema para imprimir un ritmo suficiente.

La gente ha soportado pacientemente las previsiones del dispositivo gubernamental experto, que se planteó primero salvar el verano, después salvar los puentes del final del otoño, y, por último salvar las navidades. Los fracasos de estas empresas de salvación se encuentran inscritos en la conciencia colectiva, que incrementa el escepticismo en la próxima salvación, que depende en exclusiva del comodín de la vacuna. Tras esta crisis de confianza se oculta la cuestión clave, que radica en la convergencia de las deficiencias del sistema político, y las insuficiencias de los dispositivos de salud. Ambos son desbordados impetuosamente por la pandemia.

La concepción temporal de las autoridades rectoras, que entienden la pandemia como un fenómeno transitorio y breve, refuerza su conducción autoritaria del pueblo pecador. La retórica de los uniformes policiales y militares acompañando a la dirección epidemiológica no admite equívocos. Pero cuando el tiempo se dilata y los resultados son pésimos, inevitablemente rebrota el escepticismo y proliferan las microdesobediencias.  Para un acontecimiento de larga duración solo es posible una respuesta desde un liderazgo sólido. Y el liderazgo es un fenómeno en el que es la gente misma quien lo otorga. Una de sus condiciones imprescindibles es la concertación con cuantas más entidades sociales sean posibles.

La única vía posible para incrementar la eficacia en un episodio de larga duración, que exige el sacrificio y la renuncia a una parte de las gratificaciones de la vida diaria, es el refuerzo de la democracia, que haga converger las energías del complejo dirigente con la producida por la gente, que se conforma cuando es requerida para contribuir y reconocida su aportación. Pero, un año después del inicio de la pandemia, en una situación epidemiológica crítica, a la que se suma una sórdida crisis de confianza, lo que rebrota es la idea del pueblo pecador, que solo puede ser regenerado por el castigo estatal. De ahí que este proceso pueda ser sintetizado en la fórmula “De pecados a delitos”. El caso es que para que este sea eficaz se necesita ampliar la visión al interior de los domicilios, que ya son objeto de regulaciones imposibles de verificar. Hoy me he despertado con mi cabeza agitada por un lema de un imaginario congreso de epidemiología punitiva. Este era “Un dron en cada Balcón”. Lo dicho, la crisis de resultados se corrige ampliando el ojo del poder a las intimidades, supervisando los tránsitos de convivientes, allegados y otras figuras fantasmagóricas.

Buen día y buena suerte en el primer aniversario.

 

 

domingo, 24 de enero de 2021

DIME QUIÉN SOY

 


ignoramos, según creo, el domicilio de la posteridad, escribimos mal su dirección

Chateaubriand

Me ha conmovido la serie “Dime quién soy”, en tanto que ha ocasionado una revuelta de mi memoria. La biografía de Amelia Garayoa presenta algunas similitudes con la mía. En ambos casos, hemos sido habitantes del engañoso siglo XX, que es en realidad un tiempo oscuro, en el que, tras no pocos sobreentendidos, subyacen enigmas muy relevantes que se ciernen sobre el presente.  Mi identificación con Amelia se sustenta en que ambos orientamos nuestras vidas a una posteridad que, con el paso del tiempo se ha mostrado quimérica y obstruida. Se evidencia que escribimos mal su dirección, tal y como plantea Chateaubriand. He preferido dejar pasar unos días para escribir esta entrada con mis emociones amortiguadas.

Es preciso advertir que, aún a pesar de las trayectorias biográficas, que se encuentran en varios aspectos fundamentales, existen diferencias estimables. Estas radican principalmente en el contexto histórico en el que nos encontrábamos inmersos. Amelia rompió con su medio en los años treinta, teniendo que vivir en primera persona todos los totalitarismos presentes en las mismas sedes rectoras de los mismos: Berlín, Moscú y Roma. En mi caso, mi ruptura fue en los años relativamente blandos del tardofranquismo. Este presentaba ya unas grietas de unas dimensiones considerables, anticipando lo que sería la transición política y el advenimiento de la democracia resultante de la metamorfosis del sistema autoritario.

En la historia de Garayoa, la ruptura familiar presenta unos efectos irreversibles. Sus consecuencias se extienden a toda la vida. Pero, el aspecto más terrible de la fuga de su medio social radica en que su adhesión al partido comunista, dura tan sólo tres años. La depuración de su compañero Pierre en Moscú tiene lugar en la efervescencia represiva de final de los años treinta. De este modo, en un breve intervalo de tiempo, tiene que vivir dos rupturas encadenadas y desgarradoras, la del medio conservador del que procede y la del partido. El capítulo de Moscú expresa muy bien la apoteosis estatal-policial y el ambiente de terror existente, en el que la caza de brujas se extiende a los mismos comunistas. Este elemento político-cultural que entiende que el enemigo está principalmente dentro, va a perdurar sine die como seña de identidad de los partidos comunistas, así como en aquellas organizaciones nacidas mediante distintas metamorfosis de estos.

La ruptura de Amelia con el comunismo tras su experiencia trágica, no se puede asentar ni racionalizar, en tanto que el ascenso del nazismo la reclama inmediatamente. Los años en que se desempeña en distintas misiones como agente de los servicios secretos británicos, implican una aceleración temporal inusitada. Desde el año 35 hasta el final de la guerra transcurren diez años frenéticos, en los que la acción y la velocidad impiden asentar racionalizaciones. El desenlace de estos es infausto, en tanto que queda atada a su amante alemán mediante un vínculo personal muy fuerte, pero localizada en el Berlín de la Alemania del Este. Allí vive cuarenta y cuatro años, entre el 45 y el 89, año en el que la caída del muro le permite retornar, ya muy mayor, a un Madrid en el que el mundo de su pasado se ha disipado y su estatuto personal remite a un extrañamiento completo. Este se ha esfumado en los largos años transcurridos desde su fuga con Pierre al futuro iluso.

En los largos y pausados años en los que envejece, tiene que interiorizar su tragedia personal, que se solapa con la hecatombe del régimen de socialismo real. Esta lo vive en una posición relativamente periférica, a partir de su trabajo y la rebeldía inicial de su hijastro. Las imágenes de su puesto de trabajo son elocuentes y sintetizan muy bien la dominación total del aparato comunista sobre la sociedad y la vida. Todos son estrictamente inmovilizados y vigilados por una policía de dimensiones siderales, como es la Stasi. El silencio absoluto de la población frente a las definiciones de las situaciones de las autoridades, revela un orden social hermético y sofocante, análogo del que vivió en Moscú acompañando a Pierre.

La desventura de Amelia en la segunda parte de su fuga radica en su silencio forzoso y prolongado; en la vida diaria, cuyo sentido último es sobrevivir sin ser penalizado; en una vida social reducida, en tanto que más allá de su círculo inmediato se encuentran los ojos y los oídos de la Stasi, así como en la constancia de forjarse en el arte de ocultarse a la sociedad oficial. Pero lo peor radica en cómo llevaría la catástrofe personal de haber invertido su esfuerzo en un proyecto fracasado, que desde su perspectiva, ubicada en el Berlín de la RDA, representa justamente la inversión de aquello por lo que había abandonado su medio, su hijo y se había comprometido en una secuencia de riesgos y sacrificios en los que fue perdiendo las relaciones afectivas que le acompañaron.

De ahí su desenlace. No poder responder, siendo anciana, a la pregunta de quién soy yo. Miles y miles de personas de esta época tampoco pueden responder. Son las personas que han militado en partidos comunistas y han abandonado tardíamente. En Francia o Italia son millones. Son los ex, convertidos en progresistas genéricos, de los que existen distintas categorías, pero todas unificadas por su silencio sepulcral. Los partidos comunistas del sur de Europa tenían millones de miembros en los mismos años setenta, inmediatamente antes de su deflagración final. Paradójicamente, la disolución de los mismos no supone su incorporación a otra izquierda ascendiente. También es contradictorio el contraste con el endurecimiento del capitalismo postfordista y global, que comienza precisamente con la crisis de los estados y partidos comunistas de la posguerra. La masa de militantes ha aprendido a callar y sobrevivir. De vez en cuando, cuando se produce una revuelta social, los reservistas de estos contingentes de naufragados comparecen con sus viejos símbolos movilizando su nostalgia.

Mi trayectoria biográfica registra dos terremotos iniciales análogos a los de Amelia. Mi ruptura dramática con mi familia y medio social y la militancia comunista en un tiempo de intensificación prodigiosa. Comencé mis actividades comprometidas en el 67, reduciendo mi vida a una militancia frenética. Todo terminó el año 1978, en los que abandoné el partido tras dimitir el año anterior de todos mis cargos. En este tiempo se sucedieron detenciones, cuatro estancias en la cárcel, amistades intensas, recompensas, frustraciones y amores de guerra. Pero todo se derrumbó precisamente cuando el final del franquismo propició el regreso del aparato del partido.

La organización en la que me había integrado estaba compuesta por obreros, estudiantes y profesionales venidos de los movimientos sociales del franquismo maduro. Ese partido “del interior”, que tenía una vitalidad incuestionable, en donde se producían varios flujos de energías,  fue asaltado por el aparato “exterior”, que representaba unos conocimientos, métodos y prácticas que inevitablemente mostraban las marcas del socialismo real. Este conflicto de gran intensidad tuvo lugar desde 1976 y concluyó el año 82, con la salida del partido de miles de personas que habían sustentado su actividad en los últimos años de la dictadura. Yo formé parte de los contingentes tempranos, que abandonamos el 78. Después siguió la riada de defunciones de militancia.

Mi abandono de la militancia representó una tragedia personal, en tanto que tenía que empezar a vivir de nuevo renunciando a hacerme inteligible a los demás. Me encontraba en un territorio de sombra, que la historia oficial, formada por las narrativas de ocasión que escribieron los vencedores, omitían deliberadamente. Así se forjó una identidad sombría, en la que mi libro de referencia siempre fue el del abate Dinouart, “El arte de callar”. Solo me quedaba una opción factible, que es la que siguieron miles de compañeros, como es la de arribar en alguno de los partidos vencedores, en este caso, la mayor parte en el pesoe. Mi decisión de no seguir ese camino de adopción de otra identidad me situó en un limbo permanente, en el que mi pasado tenía que permanecer oculto.

Así, mi vida tras los años fogosos de activismo, consistió en salir de la situación de marginalidad en la que me encontraba tras el abandono del partido. En España, la crisis del comunismo reviste una naturaleza singular. Los comunistas habían protagonizado la oposición al franquismo durante casi cuatro décadas de sacrificios y penalidades. De este modo habían labrado su licencia de respetabilidad democrática. Esta ocultaba los excesos en el control del partido realizados por el aparato, y también su cultura política, que Koestler define como la inexistencia de distancia entre el cero y el infinito. El célebre lema de “dentro del partido todo, fuera del partido nada” simbolizaba una realidad interna crítica, en la que el monolitismo es obligatorio.

Esta especificidad española reforzaba el silencio de los contingentes de exmilitantes, que viajaban a las fértiles tierras –en términos de posiciones estatales- del pesoe. Otros muchos se asentaron en sus sectores profesionales y esperaron a ejercer el progreso mediante la adhesión a la penúltima ideología parcial recién llegada de alguna agencia internacional. Pero todos están unificados por la ocultación de su pasado comunista. Solo el aparato, que selecciona los candidatos a las cuotas estatales derivadas de las instituciones, mantiene esa identidad. En pocos años esta misma se transformó semánticamente en “Izquierda Unida”. En las campañas electorales tenía lugar un proceso prodigioso de metamorfosis, en la que los símbolos partidarios e ideológicos eran maquillados y transformados. Así, la identidad comunista, queda relegada a los fieles que sufrieron muchos años de cárcel y postración.  Estos conforman una verdadera sociedad con modelo de iglesia que sale a flote en las grandes ocasiones electorales o cuando tienen lugar grandes crisis.

Tuve que aprender a vivir estos largos años negándome cuidadosamente. Se había borrado el pasado. Según fueron pasando los años, la imagen de los comunistas era incrementalmente patética. Así se reforzaba el silencio. Todos temíamos que, al contar que habíamos sido comunistas, la gente nos identificara con los del momento. He vivido episodios dramáticos como habitante de un espacio público tan expuesto a las miradas como es el de profesor. Así se constituye un círculo cerrado que comparte esta información que deviene en secreto. Mi amor con Carmen estuvo marcado por blindar nuestra intimidad fundada en ocultar el pasado. En una situación así, la misma identidad antifranquista no la han terminado por robar la legión de arribistas que se generó en la transición.

Durante muchos años fui en la estela del pesoe en las cuestiones que polarizaban a la opinión pública, pero tuve que guardar prudencial silencio en aquellas ignoradas, tales como el renacimiento del autoritarismo y el vaciamiento de las instituciones democráticas. Me tuve que convertir en un sujeto difícil de leer e imposible de clasificar desde el conocimiento incompleto imperante tras la  falsificación de la realidad en la oposición al franquismo. Esta condición de ser un cuerpo no alfabetizado para las miradas externas, siempre me produjo un dolor inexpresable. Por eso me ha impresionado el personaje de Amelia, en tanto que imagino el suyo.

Todo se complicó en los años noventa, cuando se incubó mi tercera disidencia, esta vez en contraposición con el nuevo capitalismo postfordista, postmediático y global. En estos años y hasta el presente, se ha incrementado mi tasa de ininteligibilidad. Me encuentro en un paisaje intelectual tan miserable que no puedo ser adscrito a las casillas de las clasificaciones vigentes. Prefiero autodefinirme tal y como lo hace Koestler es su novela “Era un disidente nato, pero no por frivolidad o narcisismo, sino por una muy respetable ineptitud a aceptar verdades absolutas y un horror a cualquier tipo de fe.” Este es el mensaje que he trasmitido como profesor en mis largos años de docencia, con resultados extremadamente modestos. También en este blog.

En esta situación el 15 M representó para mí un acontecimiento reconfortante, en tanto que pude vivir en primera persona y durante un largo mes, la multiplicación de iniciativas, la creatividad, la multiplicidad y la heterogeneidad. Con posterioridad, el nacimiento de Podemos suscitó en mí la esperanza de una izquierda no comunista. Durante dos años viví escudriñando la actualidad política y las actuaciones de los recién llegados. Este blog es testigo de mi posicionamiento al respecto. En un tiempo tan breve comparecieron el cero, el infinito, la caza de enemigos internos, la homogeneidad absoluta, la apoteosis de lo que Koestler denomina como “el número uno”. Mi entrada de Pablo Iglesias y la ruta de los salmones”,  inicia un posicionamiento crítico con el proceso fatal de Podemos. Lo peor resulta del hecho de que una parte de la energía que impulsó su ascenso radica en que fue la única opción que defendía unos intereses sociales no representados de facto en las instituciones.

Tendremos que esperar y no renunciar a la dignidad que se deriva de nuestra vida de perdedores, así como saber sobrellevar nuestra ininteligibilidad. Porque nosotros sí sabemos quiénes somos. Nuestro problema es que no cabemos en las narrativas oficiales.

Te quiero Amelia.

 

miércoles, 20 de enero de 2021

LA COVID Y LOS HÉROES POR NECESIDAD

 Creo que la verdad sólo tiene un rostro: el de una violenta contradicción.

Georges Bataille

Tengo una enorme precaución con respecto al concepto de héroe. Siempre he estado alineado con distintos perdedores y los héroes son siempre creaciones de los vencedores. Todos los que me proponían en mi infancia y adolescencia eran, principalmente, militares providenciales. En mis años de militancia antifranquista, conocí a muchas personas capaces de asumir riesgos de gran envergadura y de afrontar sacrificios personales fatales que comprometían sus vidas. Pero los actos heroicos de esas gentes eran reprobados por las instituciones del régimen y por la inmensa mayoría, compactada por unos medios de comunicación férreos, que convertían a las víctimas de la represión en sujetos demonizados.

La vida me ha enseñado que la condición de héroe remite, en la mayor parte de las ocasiones, a un momento de tensión que produce el comportamiento épico, tras el que retorna la normalidad. El héroe es facturado por dispositivos culturales que exaltan sus virtudes y lo muestran al público para que este exprese su reconocimiento. Pero, tras el comportamiento heroico, el protagonista reconocido retorna a un mundo en el que puede convertirse en su reverso. Las fronteras entre la condición de héroe y villano son manifiestamente porosas. He vivido muchas situaciones en las que esta porosidad se hace evidente. La disociación entre la leyenda y la realidad, siempre fluyente, es manifiesta.

Todo sistema necesita producir sus héroes, santos, ídolos e iconos. Pero el proceso de selección de los héroes tiene lugar en el interior de una estructura que privilegia las jerarquías y altera las realidades para privilegiar a los ubicados en las alturas. Así se producen falsos héroes resultantes de leyendas manipuladas por los operadores de las comunicaciones. El tiempo presente es muy rico en cuanto al amplio repertorio de falsos héroes, debido a la gran competencia de los dispositivos mediáticos, que facturan con excelencia las emociones y fabrican historias destinadas a poblar los imaginarios de los espectadores. Estos son los que confieren honor a los héroes.

La pandemia reporta inevitablemente la efervescencia simbólica de todos los poderes que presentan sus discursos, sus escenificaciones, sus relatos, sus héroes y santos. Las homilías epidemiológicas de Simón y los sermones televisados del presidente Sánchez son un castigo adicional a los efectos de la pandemia. Estos tienen un efecto demoledor en el ecosistema político, en tanto que todas las oposiciones perciben una amenaza de que sus mismas bases se sientan persuadidas por las comunicaciones interminables de las autoridades y sus épicas televisadas. De ahí resulta una intensificación de la contienda política, en la que las malas artes adquieren un protagonismo esplendoroso. Los malos espíritus pueblan los edificios parlamentarios al modo de los aerosoles.

En este cuadro de temores colectivos activados e intensificaciones simbólicas, las factorías mediáticas fabrican sus historias y narrativas seleccionando fragmentos de las realidades para sustentarlas. Así, los aplausos a los sanitarios, convertidos en héroes al estilo de los soldados en las guerras convencionales, cuyo sacrificio es necesario para la victoria. Después, los generales son reconocidos nominalmente, en tanto que los soldados son agrupados en algún monumento denominado “al soldado desconocido”. Al igual, grandes contingentes de profesionales sanitarios precarizados, inestables y penalizados por las políticas sanitarias y laborales, son divinizados para, inmediatamente después, ser sacrificados. Este es el precio de ser héroes anónimos. El honor se estratifica y se jerarquiza estrictamente.

El proceso de fabricación de las figuras de héroes de quita y pon, necesarios para ensalzar a las autoridades, que son nominalizadas y personalizadas, es cruelmente selectivo, negando realidades en las que determinados colectivos hacen sacrificios que son invisibilizados, en tanto que sus aportaciones son ignoradas. En la pandemia, se ha ensalzado a aquellos cuerpos profesionales imprescindibles para su gestión. Son los uniformados: sanitarios, fuerzas de seguridad y militares. Estos son reintegrados en un orden simbólico excepcional. Son expuestos en ceremonias públicas televisadas en las que desfilan con sus uniformes. Los actos de Madrid, tanto en IFEMA como en la Puerta del Sol son altamente elocuentes. Allí son reconocidos como portadores de honor las cúpulas sanitarias, policiales, militares y, en menor medida, los dispositivos de emergencias. Estos son señalados por las autoridades políticas como merecedores de honra, expresada en los discursos y los rituales que les conceden premios, medallas y otros elementos alegóricos.

Pero el proceso de distribución del reconocimiento y atribución del honor es manifiestamente parcial e injusto, en tanto que selecciona solo a algunos de los colectivos involucrados en la respuesta a la pandemia, privando a otros de tal honorabilidad. Entre aquellos que son imprescindibles para el funcionamiento social, tanto en la pandemia como en el nevazo, se pueden destacar a dos colectivos mudos: los empleados de la red de la alimentación que termina en los supermercados y los que prestan cuidados domiciliarios a niños, ancianos, dependientes y enfermos, así como quienes realizan tareas domésticas a otros. En ambos casos, su contribución es determinante para la reproducción social, en tanto que su reconocimiento es estrictamente cero. Ambos son denegados por los medios de comunicación, por las instituciones políticas y por la opinión pública.

Los supermercados han resistido el confinamiento duro, mediante el sacrificio de una legión de personas que cargan los camiones en origen, los transportan a los mercados centrales para ser distribuidos en los super, llevados a los almacenes y las estanterías y repuestos incesantemente todos los días. Allí los compradores terminan en las cajas, en las que una legión de cajeras hace posible la compra. En las distintas fases de este proceso de distribución, los riesgos que asumen los trabajadores son máximos. Siempre que los epidemiólogos de guardia pontifican en las pantallas sobre los aerosoles, pienso en las cajeras, que tienen que estar de cuerpo presente en ese espacio cerrado en el que concurren múltiples personas de todas las condiciones.

Este es un colectivo rigurosamente precarizado e informalizado, sujeto a unas condiciones laborales duras, con escasas posibilidades de perdurar y sometido al control de las cámaras implacables. El día después del nevazo, en Madrid, solo estaban abiertos los supermercados, desabastecidos por el incremento de la demanda, que fue paliado en cuarenta y ocho horas, en las que se desatascó  MercaMadrid y los camioneros abrieron rutas a las tiendas. Las cajeras, sometidas a una férrea disciplina laboral, no fallaron. Me pregunto sobre sus desplazamientos en estos días a sus lejanos domicilios. Su honorabilidad se encuentra fuera de toda duda.

También los múltiples trabajadores informales que asisten en los domicilios desempeñando tareas esenciales. Estos tampoco tienen un rango laboral que los convierta -al igual que las cajeras, los reponedores, los mozos de almacén o los conductores-  en sujetos dignos de honor y reconocimiento. Son aquellos que son aptos para trabajar, cuya salud no es objeto de preocupación específica de médicos y epidemiólogos, pero que no son aptos para participar en las ceremonias de reconocimiento y distribución de honores, cuya máxima forma es el desfile. Me pregunto cómo llegaron a sus destinos los peores días de la nevada. La legión de cuidadores no tiene jefes ni jerarquías.  

La denegación de estos sectores esenciales, que se especifica en su expulsión del proceso de creación de la realidad mediática, alcanza límites insólitos. Nadie expresa públicamente su preocupación acerca de su sobreexposición, lo que les configura como un sector de riesgo. Son constituidos como una clase desprovista de honorabilidad, como un conjunto de cuerpos dóciles que tienen que cumplir con sus rigurosos horarios en todas las situaciones. Tanto las empleadas de los súper como la legión de los cuidados, desempeñan papeles que las convierten en heroínas forzosas. Tienen que responder a cualquier situación crítica determinadas por la necesidad. Defender su débil vínculo laboral les reporta riesgos manifiestos para su salud y su integridad.

La precarización salvaje, así como la informalización integral de estos colectivos, es una realidad que se ubica más allá de las condiciones laborales. Se trata de categorías laborales desahuciadas, a las que se hurta su dignidad mediante la abolición de sus trabajos en los medios de comunicación, así como su expulsión en los discursos expertos. Me irrita contemplar a los epidemiólogos progresistas, que se niegan a categorizar específicamente a estos sectores de riesgo incrementado por su función y su subalternidad en el mercado de trabajo. Así se forja un encanallamiento epidemiológico que va creciendo en el curso de la pandemia. No se hacen trabajos específicos acerca de su salud con respecto a la Covid, a las fracturas producidas por las caídas en los desplazamientos obligatorios los días de hielo. ¿Cuántos resultaron afectados?

El lado oscuro de este encanallamiento epidemiológico, radica en que es complementario al encanallamiento empresarial, político y mediático. Estoy seguro de que cualquier cajera infectada y con alguna complicación es eliminada de la plantilla mediante la ingeniería jurídico-laboral. Escribo este texto porque conozco un caso. El terror a enfermar de estas chicas alcanza límites insospechados, en tanto que el súper es una institución hiperdisciplinaria. En ella trabajan gentes que se caracterizan por su fácil reemplazo. Tras la denegación de su especificidad y de cualquier atisbo de épica, estos trabajadores son relegados al olvido. Solo son una parte de los que se almacenan en el metro, desde donde después pasan a la sala de la caja para retornar al metro. Eso sí que es 24x24 horas de riesgo. Ayer leí que en Logroño se ha prohibido hablar en el autobús, prohibición que afecta principalmente a estos trabajadores degradados.

En los días siguientes a la nevada, cuando las calles eran pistas de hielo, la televisión de Madrid, recomendaba no salir de casa por el riesgo de caídas. También mostraba su perplejidad por las concentraciones humanas en el metro, que inquietaban a los venerables expertos del día. La falta de respeto a estos sectores alcanzaba la condición de escandalosa, en tanto que niega las condiciones específicas de este sector, es decir, que ni siquiera las considera. Las personas almacenadas en los andenes y vagones no tenían otra alternativa que ir a trabajar. Al súper, a los domicilios…Sin uniformes, sin reconocimiento, marcados por el anonimato y el estigma de no pertenecer a los cuerpos profesionales uniformados aptos para desfilar en sus ceremonias.

La falta de respeto de los expertos salubristas a estos héroes por necesidad, se manifiesta en sus discursos y sus recomendaciones teológicas. Cuando cierran el interior de los bares invocando el contagio por aerosoles, están ignorando la realidad multiplicada de riesgo en los súper, y, en particular, de las cajeras estáticas en puestos en los que desfilan incesantemente los clientes. La explicación radica en que son servidores de necesidades esenciales, como la alimentación y el equipamiento de los domicilios reforzados. Son imprescindibles, pero la perversión radica en que son reemplazables. Así son borrados de la conciencia colectiva.

Termino con una propuesta positiva: que movilicen a los epidemiólogos, virólogos y demás especies salubristas, para colocarlos en las cajas de los súper a jornada completa. Esta es una propuesta imaginativa para estimular la investigación, en tanto que se multiplicarían los estudios de los riesgos de los cajeros y se multiplicaría la sensibilización sobre estos puestos estáticos de interacción social.