A estas alturas de la pandemia, el efecto más letal radica en la mediatización desmesurada. Los medios monopolizan los discursos frente a la realidad, sepultando a los distintos actores. La consecuencia más importante radica en la reducción de la realidad a juegos de números que se suceden incesantemente, siendo interpretados por la troupe experta salubrista, cuyas intervenciones son reinterpretadas por los portavoces mediáticos adscritos a las distintas opciones políticas. La pérdida de sentido parece inevitable en una situación en la que el monopolio de las voces mediáticamente autorizadas simplifica las realidades y las situaciones. El aspecto más perverso radica en que lo subyacente, lo no explícito, adquiere una enorme proyección, multiplicando la confusión. Cada experto interpreta según a su bloque político de adscripción. Lo oculto deviene en apoteósico. El cuadro general contraviene a la ciencia y a sus modos de operar.
La sopa de números y sus representaciones gráficas termina por desplazar los sentidos de la realidad. Así, se habla de “doblegar la curva” y otras expresiones que ocultan las significaciones de los efectos de la pandemia. En un contexto así, los fallecidos, o aquellos que “han salvado sus vidas” tras largas estancias en cuidados intensivos, pero cuya vida se presenta amenazada gravemente por distintas secuelas, quedan deshumanizados y privados de su naturaleza de personas. La mediatización y politización de la epidemiología implica su denegación como personas y su reconversión en dígitos. Son numeradores en una ecuación en la que su valor oscila según el tamaño del denominador.
Tras diez largos meses, se sobreentiende que los muertos son un sacrificio necesario en espera de un producto providencial de la ciencia en acción, inscrita en la forma empresa: la vacuna. En los primeros tiempos se aludía a los fallecidos, que suscitaban lamentaciones y se deploraba la saturación de los cuerpos sin vida concentrados en las morgues. Ahora no se discuten desde la perspectiva del proceso de decisiones de las autoridades, que permanece blindado a cualquier mirada. Son las víctimas necesarias, los afectados por la maldición del azar recombinado con la multiplicación de la Covid. Su único valor radica en ser amontonados para ser arrojados al gobierno, bien autonómico, bien central.
Las víctimas de la Covid se han naturalizado y desproblematizado. Son el contingente humano que enferma y fallece con una alarma social decreciente, sin suscitar la movilización de la inteligencia médica, huérfanos de solidaridades y subordinados a las interpretaciones triunfalistas y catetas sobre las vacunas. En los discursos mediáticos y de la troupe experta, ocupan un lugar subordinado a la preservación de las capacidades del sistema e atención, con sus estrellas centrales: las camas de hospital y las camas de UCI. En tanto que no amenacen su saturación, podemos vivir tranquilos con cifras diarias de muertos de tres dígitos.
Pero el aspecto más infame de la mediatización de la pandemia radica en la desposesión narrativa al mismo aparato asistencial sanitario. Los medios excluyen a los profesionales que se encuentran cara a cara y cuerpo a cuerpo con los infectados, favoreciendo la circulación de expertos cuyos discursos remiten a la población general, entendida como un juego de cifras. Así se construye una narrativa que se caracteriza por la ausencia de los enfermos, de los médicos y las enfermeras. La distorsión del relato oficial y mediático es inevitable, pero, además, es coherente con la gestión fatal de la pandemia.
En los diez largos meses en los que se han producido numerosas situaciones nuevas y evolutivas, no ha habido problematización alguna, ni controversia, ni reemplazo de equipos, ni de troupe experta. No, la quietud es absoluta. Son los mismos actores. En los platós se ha producido un proceso similar a una oposición. Así, cada cual ha seleccionado a sus tertulianos de guardia, que hacen ostentación de la posesión de sus plazas. El resultado es que se conforma un clan de expertos que no discuten entre sí, desarrollando estrategias de asegurar la exclusividad de su parcela. La monotonía parece insoslayable. La tensión creativa es imposible en ese mundo de pequeños propietarios de minifundios expertos.
El mismo proceso sucede en los gobiernos y administraciones. No existen señales de renovación de equipos, de incorporación de nuevas voces que representen nuevas perspectivas. Tampoco de procesos de deliberación en torno a los distintos dilemas que se presentan. Las posiciones son fijas e inmutables. Sucede al igual que en el caso del sida, cuyos discursos asistenciales detentaron un estatuto de propiedad de un feudo médico de Nájera. La Covid ha instituido el feudo de Simón, que siguiendo la estela de los feudos institucionales, carece de número dos. Se constituye como irremplazable y propietario de facto de las interpretaciones, las significaciones y las acciones. Solo es supervisado por la autoridad política a la que sirve.
El protagonismo de la comunicación pandémica descansa, junto a la troupe mediática experta y los especialistas asentados en las cúpulas técnicas del gobierno y las conserjerías de salud, en el ministro y los consejeros de salud. Estos comparecen como protagonistas de un espacio comunicativo en el que resplandece la subordinación de la estrategia salubrista a los intereses de la comunicación política. Así se constituye un gallinero experto en el que se suceden batallas abiertas o larvadas que lastran cualquier proceso de deliberación y decisión racional. En este territorio institucional impera el estado de guerra contra el rival electoral.
El juego de comunicaciones que resulta de la defensa de los monopolios mediáticos expertos, que neutraliza cualquier discusión o contraste de opiniones, con el de los gobiernos autonómicos que se constituyen en instancias de una confrontación que se agota en los cálculos de los efectos electorales, denegando una verdadera deliberación sanitaria, resulta fatal, representando el ocaso de la democracia española. El símbolo de estos desatinos institucionales puede estar representado en las imágenes patéticas de los encuentros entre Sánchez y Ayuso, que instauran una relación que se referencia en el género de los más acreditados realities.
Desde esta perspectiva se hacen inteligibles las decisiones de las autoridades, caracterizadas por su falta de fundamento científico y la presencia de varios factores determinantes ocultos. Esta crisis de gobernabilidad se refuerza por el silencio de los distintos latifundios y minifundios que conforman la producción del conocimiento. En particular, el mundo de las ciencias humanas y sociales, del pensamiento, de la cultura y de las artes. La pauta que impera es la de la división del trabajo fundada en el modelo de división de la tierra. Se entiende que este es un territorio médico, que nadie puede cuestionar. El respeto reverencial por esa autonomía tiene como contrapartida la exigencia de la no intromisión de extranjeros en sus respectivas parcelas. Cada uno es propietario de su parcela defendida por empalizadas que no puede superar ningún flujo extraño de inteligencia.
Así se puede explicar el desastre imperante, que termina por aceptar una alta cuota de víctimas sin que exista una movilización de las inteligencias múltiples en la convergencia para mejorar los resultados. Todo termina constituido por cifras, al igual que la sagrada economía, provista de un discreto encanto tan poderoso que no es preciso invocar. El emblema de esta situación de concentración parcelaria de inteligencias mutiladas por su aislamiento, puede ser representado por la repetición en la penúltima ola de la pandemia, de la tragedia de los centros de internamiento de ancianos. Ellos representan el segmento fatal que se encuentra destinado a ser eliminado en tan científica sociedad. Malos tiempos para la inteligencia.
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