André Gorz
es un pensador crítico muy influyente desde los años sesenta. Forma parte de
una generación formidable, cuyos autores hicieron aportaciones fecundas que agrietaron
el pétreo capitalismo fordista de la jaula de hierro. La gran mayoría de estos
no se encuadran estrictamente en las disciplinas resultantes de la división del
trabajo en la producción del conocimiento, que conforman el modo de conocimiento
disciplinar. Sus obras desbordan estos marcos teóricos rígidamente encuadrados,
para adquirir un mestizaje disciplinar que resulta más profundo en sus análisis
sobre la sociedad y la vida. Como profesor de sociología he utilizado textos de
Gorz en mi actividad docente.
En 2006,
publicó un libro en el que narra su amor con su compañera, Dorine Keir, enferma
de cáncer y en muy mal estado de salud. En el texto se presagia el final, que
ocurrió el 22 de septiembre de 2007. En esta fecha consumaron su deseo de morir
juntos, tal y como habían vivido, cumpliendo una de las pautas que había
presidido sus vidas, como es la autodeterminación con respecto a las normas,
los poderes instituidos y las instituciones.
En la carta
a D., Gorz recorre sus vidas desde su encuentro, los inicios de su amor, su
desarrollo y su culminación en la vejez y la muerte. Es un testimonio hermoso y
lúcido. Los amores de largo recorrido, utilizando la expresión de Juan Gérvas
para los perdedores, tienen un vínculo con la época en la que tienen lugar. En
este vigoroso texto se puede reconocer la experiencia de parejas de aquella
generación. Con el paso de los años se han producido varias mutaciones que
recombinadas mutuamente generan los nuevos amores de la época. A no pocos
lectores jóvenes les puede parecer extraño un amor de esta clase. Pero los
amores son inevitablemente plurales. Algunas partes del libro resultan
esclarecedoras de las razones que tejen esta fantástica relación amorosa.
La primera
enfermedad de Dorine se encuentra admirablemente narrada. El azar siempre
representa un papel inesperado. Ellos tenían una fecunda amistad con Ivan Illich
y participaban en los seminarios en torno a su libro “Némesis Médica”. El
propio Gorz publicó un trabajo en esos años en la revista española “El Viejo
Topo”, cuyo título era “La medicina contra la salud”, que glosaba la posición
de Illich. Pues bien, Dorine enfermó víctima de un error médico grave. Así sus
posicionamientos se entrecruzaron con sus vidas. El amor de larga duración
termina inevitablemente en una intersección con la salud.
He
seleccionado distintos párrafos del libro, referidos a su amor revivido en
distintas etapas. También su respuesta a la enfermedad, que constituye un
ejemplo fértil de la desmedicalización. He omitido las cuestiones referidas a
la producción intelectual y periodística de André, compañero de fatigas de
Sartre, Illich y otros portavoces de esta época fecunda. Así, el texto se puede
leer desde ambas perspectivas. No he podido menos que reconocer algunas
analogías con mi amor con Carmen. En este sentido, algunos pasajes me han
conmovido y he decidido presentarlo en Tránsitos, aún a sabiendas de que un
amor de esta naturaleza se encuentra en el exterior de la época que vivimos.
He renunciado a comentar pues el texto de Gorz tiene un vigor indudable. Pero no me resisto a decir que en sus páginas finales, cuando narra su relación amorosa de amantes viejos y enfermos, sus palabras representan una réplica a los discursos sociales, médicos y psicológicos, que construyen la vejez en unos términos en los que la relación amorosa aparece desdibujada en el cuadro de necesidades. Es el precio de lo que André denominaba como sociedad productivista.
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Acabas de
cumplir ochenta y dos años. Has encogido seis centímetros, no pesas más de cuarenta
y cinco kilos y sigues siendo bella, elegante y deseable. Hace cincuenta y ocho
años que vivimos juntos y te amo más que nunca. De nuevo siento en mi pecho un
vacío devorador que sólo colma el calor de tu cuerpo abrazado al mío.
El comienzo
de nuestra historia fue maravilloso, casi como un flechazo. El día de nuestro
encuentro estabas rodeada por tres hombres que pretendían hacerte jugar al
póquer. Tenías una abundante melena rojiza, la piel nacarada y la voz aguda de
las inglesas…Destacabas sobre todos, intraduciblemente witty, hermosa como un
sueño. Cuando se cruzaron nuestras miradas pensé: “No tengo nada que hacer con
ella”…Más tarde, me crucé contigo en la calle. Me fascinaron tus andares de
bailarina. Después, una noche, por casualidad, te vi de lejos cuando salías del
trabajo y bajabas a la calle. Corrí para alcanzarte. Ibas de prisa. Había
nevado. La llovizna hacía que tus cabellos se ensortijaran. Con poca
convicción, te propuse ir a bailar. Simplemente contestaste sí, why not. Fue el
23 de octubre de 1947.
Durante
nuestra primera salida, pude darme cuenta de que habías leído mucho, entretanto
y después de la guerra: Virginia Woolf, George Elliot, Tolstói, Platón…Sabías
distinguir desde el principio lo esencial de lo accidental…Tenías una confianza
inquebrantable en la certeza de tus juicios… Ignoraba qué vínculos invisibles
se tejían entre nosotros. No te gustaba hablar de tu pasado. Poco a poco
comprendería cuál era la experiencia fundadora que nos había vuelto de
inmediato tan cercanos uno del otro.
Nos volvimos
a ver. Seguimos yendo a bailar. Vimos juntos el diablo en el cuerpo…Me admiró
tu sangre fría y tu desparpajo. Me dije: “Estamos hechos para entendernos”. Al
final de la tercera o cuarta salida, por fin te besé. No teníamos prisa. Te desnudé
con cuidado. Y descubrí, maravillosa coincidencia de lo real con lo imaginario,
la Afrodita de Milos encarnada. El fulgor nacarado de tus pechos iluminaba tu
rostro. Durante mucho rato contemplé, mudo, ese milagro de vigor y suavidad. Tú
me enseñaste que el placer no es algo que se tome o se dé, sino una forma de
darse y demandar la propia donación del otro. Nos entregamos mutuamente por
completo.
Durante las
semanas que siguieron, nos vimos casi todas las noches. Compartiste conmigo el
viejo catre desfondado que me servía de cama. No tenía más de sesenta
centímetros de ancho y dormíamos aprtetados uno contra el otro. Además del
catre, mi habitación no contaba más que con una biblioteca hecha con tablas y
ladrillos, una mesa inmensa atestada de papeles, una silla y una estufa
eléctrica. Mi austeridad no te sorprendió. Tampoco me extrañó a mí que lo
aceptaras.
Lo que me
cautivaba de ti era que me hacías acceder a otro mundo… Contigo me encontraba
en otra parte, en un lugar extranjero, extraño a mí mismo. Me ofrecías el
acceso a una dimensión de alteridad suplementaria, a mí que siempre rechacé
cualquier identidad y fui acumulando identidades que no me pertenecían… Pero
todo esto no puede explicar el vínculo invisible que hizo que nos sintiéramos
unidos desde el comienzo. Por más que fuéramos profundamente diferentes, no
dejaba de sentir que algo fundamental nos era común, una especie de herida
originaria. Hece poco hablaba de
experiencia fundadora: la experiencia de la inseguridad. Su naturaleza no era
la misma en ti y en mí. Poco importa: tanto para ti como para mí significaba
que nuestro lugar en el mundo no estaba garantizado. Que sólo tendríamos lo que
lográramos hacer. Que teníamos que asumir nuestra autonomía. Luego descubriría
que tú estabas para ello mejor preparada que yo… Necesitábamos crear juntos,
uno por el otro, el lugar en el mundo que nos había sido originariamente
negado. Sin embargo, para lograrlo, era necesario que nuestro amor fuera
también un pacto para toda la vida. Nunca formulé todo esto de un modo tan
explícito. Lo sabía en lo más hondo de mí mismo. Sentía que tú lo sabías. Pero
el camino ha sido largo y estas evidencias vividas se fueron abriendo paso en
mi manera de pensar y actuar.
Durante los
tres meses que siguieron, pensamos en casarnos. Mis objeciones eran por
principios, ideológicas. Consideraba el matrimonio una institución burguesa;
que codificaba jurídicamente y socializaba una relación que, en la medida que
respondía al amor, ligaba a dos personas en su aspecto menos social. La
relación jurídica tenía por tendencia, incluso como misión, hacerse autónoma
con respecto a la experiencia y los sentimientos de los integrantes de la
pareja. También decía: Qué nos asegura que, dentro de diez años, nuestro pacto
para toda la vida se corresponderá con el deseo de aquellos en quienes nos
habremos convertido.
Tu respuesta
era insoslayable: Si te unes con alguien para toda la vida, ambos ponéis
vuestra vida en común y evitáis hacer lo que pueda dividir o contrariar vuestra
unión. La construcción de tu pareja es
tu proyecto común, nunca acabarás de confirmarlo, de adaptarlo, de reorientarlo
en función de las situaciones cambiantes. Nosotros seremos lo que hagamos
juntos. Era casi Sartre.
En teoría,
era capaz de mostrar –invocando a Hero y Leandro, Tristán e Isolda, Romeo y
Julieta- que el amor es la fascinación recíproca de dos personas en su aspecto
más inefable, menos socializable y más reacio a los papeles y las imágenes de
sí mismos que la sociedad les impone, y a cualquier pertenencia cultural. Casi
podíamos poner todo en común porque era casi nada lo que teníamos al comienzo.
Me bastaba con aceptar vivir lo que vivía, con amar por encima de todo tu
mirada, tu voz, tu olor, tus finos dedos y tu modo de habitar tu cuerpo, para
que todo el futuro se abriera ante nosotros.
Únicamente
esto: tú me habías suministrado la posibilidad de evadirme de mí mismo y de
instalarme en un lugar distinto cuya mensajera eras tú. Contigo, podía dar
vacaciones a mi realidad. Eras el complemento de la irrealización de lo real,
incluido yo mismo, algo en lo que me empleaba desde siete u ocho años atrás
mediante la actividad de escribir. Para mí, eras la portadora de la puesta
entre paréntesis del mundo amenazante donde yo era un refugiado de ilegítima
existencia, cuyo porvenir nunca se prolongaba más allá de tres meses. No tenía
ganas de volver a poner los pies en el suelo. Me cobijaba en una experiencia
maravillosa y repudiaba que lo real la recuperase. En lo más hondo de mí,
rechazaba lo que, en la idea y la realidad del matrimonio, lleva consigo este
retorno a lo real. Hasta donde puede llegar mi memoria, siempre había intentado
no existir. Tuviste que trabajar durante años para hacerme asumir mi
existencia. Y me parece que este trabajo sigue inconcluso.
Te
resultaría más fácil llevar adelante tu vida sin mí que conmigo. No necesitabas
a nadie para hacerte un lugar en el mundo. Contabas con una autoridad natural,
el sentido de las relaciones y la organización; tenías humor; en cualquier
situación te encontrabas cómoda y hacías que los demás también se sintieran de
ese modo; te convertías rápidamente en la confidente y la consejera de las
personas con que tratabas. Captabas intuitivamente, con una asombrosa rapidez,
los problemas de los otros y los ayudabas a ver claro en sí mismos.
Aún no había
descubierto, como lo acabo de hacer aquí, cuál era el fundamento de nuestro
amor. Ni que el hecho de estar obsesionado, a la vez dolorosa y deliciosamente,
por la coincidencia siempre prometida, y siempre evanescente, del gusto que
tenemos por nuestros cuerpos –y cuando digo cuerpos no olvido que el alma es el
cuerpo, tanto para Merleau-Ponty como para Sartre-, remite a experiencias
fundadoras que hunden sus raíces en la infancia: el descubrimiento primordial,
originario, de las emociones que una voz, un olor, un tono de piel, una forma
de moverese y de ser, que para siempre constituirán la norma ideal, pueden
hacer resonar en mí. Se trata de eso: la pasión amorosa es una forma de entrar
en resonancia con el otro, en cuerpo y alma, y únicamente con él o con ella.
Hasta ese
momento habíamos vivido en la pobreza, nunca en la fealdad… Me pregunté cómo
podías soportar el fracaso de un trabajo al que lo había subordinado todo desde
que me conocías. Y resulta que, para desembarazarme de él, me entregué
cabizbajo a una nueva empresa que iba a absorberme Dios sabe cuánto tiempo.
Pero no mostrarte preocupación ni impaciencia “Si tu vida es escribir, entonces
escribe”, me repetías. Como si tu vocación fuera confortarme en la mía.
El
fundamento sobre el que se alzaba nuestra pareja cambió con el curso de estos
años. Nuestra relación se convirtió en el filtro por el que pasaba mi relación
con la realidad. Se produjo una inflexión entre nosotros. A lo largo de mucho
tiempo te dejaste intimidar por mi rasgo tajante; en él presentías la expresión
de conocimientos que no dominabas. Poco a poco, fuiste negándote a dejarte
influir. O mejor; te rebelabas contra las construcciones teóricas y, muy
especialmente, contra las estadísticas. Estas son tanto menos concluyentes,
decías, cuanto que sólo adquieren en sentido por su interpretación…En el fondo,
esas discusiones eran un juego. Pero en ese juego tenías la sartén por el
mango. No necesitabas las ciencias cognitivas para saber que, sin intuiciones
ni afectos, no puede haber inteligencia ni sentido. Tus juicios reivindicaban
imperturbablemente el fundamento de su certeza vivida, comunicable pero no
demostrable…Nuestro período “rue du Bac” duró diez años. No pretendo
describirlos, sino extraer su sentido: el de una puesta en común creciente de
nuestras actividades al mismo tiempo que una diferenciación cada vez mayor de
nuestras imágenes respectivas de nosotros mismos. Esta tendencia seguiría
afirmándose luego. Siempre habías sido más adulta que yo y cada vez lo eras
más. En mi mirada descifrabas inocencia de niño, y habrías podido decir
ingenuidad. Te desenvolvías sin esas prótesis psíquicas que son las doctrinas,
teorías y sistemas de pensamiento. Yo las necesitaba para orientarme en el
mundo intelectual, aunque pudiera cuestionarlas.
El
envejecimiento sería mi adiós a la adolescencia, mi renuncia a lo que Deleuze y
Guattari llamarían “la ilimitación del deseo” y Georges Bataille llamaba “la
omnitudo de lo posible” a la que sólo se acerca uno mediante el rechazo
indefinido de cualquier determinación: la voluntad de no ser Nada se confunde
con la de ser Todo. Al final, el envejecimiento se encuentra esta exhortación:
“Hay que aceptar ser finito: estar aquí y en ninguna otra parte, hacer esto y no
otra cosa, ahora y no nunca o siempre….. tener únicamente esta vida”.
Adquirimos
la costumbre de pasar nuestros fines de semana en el campo. Luego, para no
tener que alojarnos en un albergue, compramos una casita a cincuenta kilómetros
de París. En cualquier época, hacíamos
paseos de dos horas. Tenías una contagiosa connivencia con todo lo viviente y
me enseñaste a apreciar y amar los campos, los bosques y los animales… Me
descubriste la riquezade la vida y la amaba a través de ti, si no era al revés
(aunque viene a ser lo mismo).
La estancia
en Estados Unidos contribuyó a que evolucionaran nuestros centros de interés…
El siguiente verano acogimos con el mayor interés un texto preparatorio de un
seminario que una veintena de personas tenían que participar en Cuernavaca,
México. …Comenzaba afirmando que la carrera del crecimiento económico iba a
implicar múltiples catástrofes que pondrían en peligro la vida humana de ocho
maneras. Se podía encontrar en él una suerte de eco del pensamiento de Jacques
Ellul y de Günher Anders: la expansión de las industrias transforma la sociedad
en una máquina gigantesca que, en lugar de liberar a los seres humanos,
restringe su espacio de autonomía y determina cuáles son los fines que deben
perseguirse y cómo. Nos convertimos en los esclavos de esta megamáquina. La producción ya no está a nuestro servicio,
sino que nosotros estamos al servicio de la producción. Y, a causa de la
profesionalización simultánea de cualquier tipo de servicios, nos volvemos
incapaces de hacernos cargo de nosotros mismos, de autodeterminar nuestras
necesidades y satisfacerlas por nuestra cuenta: somos en todo dependientes de
profesionales incapacitantes. Discutimos este texto durante las vacaciones de
verano. Estaba firmado por Ivan Illich… Nos encontramos por primera vez a
Illich en 1973. Quería invitarnos al seminario sobre medicina, programado para
el año siguiente. No podíamos imaginar que la crítica de la tecnomedicina
coincidiría pronto con nuestras preocupaciones personales.
Cuando tu
estado de salud se agravó dramáticamente, fui a ver a ese médico. Ya no podías
acostarte de tanto que te hacía sufrir tu cabeza. Pasabas la noche en pie en el
balcón o sentada en un sillón. Había querido creer que lo compartíamos todo,
pero tú estabas sola en tu desamparo. En la radiografía de toda la columna
vertebral, incluida la cabeza, que te prescribió el doctor… comprobó la
presencia de bolitas de productos de contraste, diseminados en el canal
raquídeo, desde las lumbares a la cabeza. Ocho días antes, te habían inyectado
este producto, el lipiodol, antes de operarte de una hernia discal paralizante.
Oí cómo te tranquilizaba el radiólogo: “En diez días eliminará este producto”.
Al cabo de ocho años, una parte del líquido había ascendido a tus fosas
craneales y otra parte se había enquistado a la altura de las cervicales. Fue a
mí a quien el doctor Court-Payen comunicó el diagnóstico: tenías una
aracnoiditis y no existía ningún tratamiento para esa afección progresiva.
Me procuré una treintena de artículos publicados sobre las mielografías en revistas médicas.
Escribí a los autores de algunos de esos artículos. Uno de ellos, -un noruego,
Skalpe- que había realizado autopsias en humanos y animales de laboratorio,
había demostrado que el lipiodol nunca se elimina y provoca patologías que se
agravan progresivamente… La carta de un profesor de neurología del Baylor
College of Medicine (Texas) no era más alentadora: “La aracnoiditis es una
afección en la que los filamentos que recubren el cordón medular propiamente
dicho, y, a veces, el cerebro, forman un tejido cicatricial y comprimen tanto
el cordón medular como las raíces nerviosas que salen de él o entran en él.
Como consecuencia pueden generarse diversas formas de parálisis y (o) dolores.
La inhibición de algunos nervios o un tratamiento farmacológico quizá podrían
servir de ayuda.
Ya no tenías nada que esperar de la medicina. Te negaste a
habituarte a la toma de analgésicos y a depender de ellos. Decidiste hacerte
cargo por ti misma de tu cuerpo, tu enfermedad, tu salud; apoderarte de tu vida
en lugar de dejar que la tecnociencia médica tomase el poder sobre tu relación
con tu cuerpo y contigo misma. Conectaste con una red internacional de enfermos
que se ayudaban mutuamente intercambiando informaciones y consejos, tras haber
chocado como tú con la ignorancia, y a veces con la mala voluntad del estamento
médico. Te iniciaste en el yoga. Tomabas posesión de ti misma al administrar
los dolores mediante antiguas autodisciplinas. La capacidad de entender tu mal
y de hacerte cargo de ti misma te parecía el único medio para evitar ser
dominada por él y por los especialistas que te transformarían en una
consumidora pasiva de fármacos.
Dos años más tarde, fuimos invitados por segunda vez a
Cuernavaca. Teníamos que ir a continuación a Berkeley, y luego a La Jolla,
cerca de San Diego, a la casa de Marcuse. Sin que te dieras cuenta te saqué una
foto de espaldas: caminas con los pies dentro del agua por la gran playa de La
Jolla. Tienes cincuenta y dos años. Eres maravillosa. Es una de las imágenes
tuyas que prefiero.
A nuestro regreso, contemplé detenidamente esta foto cuando
me decías si no tendrías un cáncer, ya me lo preguntabas antes de nuestra
partida a Estados Unidos, pero no habías querido decírmelo. ¿Por qué? “Si tengo
que morir, quería ver antes California” me dijiste tranquilamente. Tu cáncer de
endometrio no había sido detectado durante los exámenes anuales. Una vez
establecido el diagnóstico y fijada la fecha de la operación, nos fuimos ocho
días a la casa que tú habías concebido. Con un buril grabé tu nombre en la
piedra. Esta casa era mágica… La primera noche no dormimos. Cada uno escuchaba
el aliento del otro. Luego un ruiseñor comenzó a cantar y un segundo más lejos,
le respondió. Nos hablamos muy poco. Dediqué el día a labrar y, de tanto en
tanto, levantaba la vista hacia la ventana de tu habitación. Allí permanecías
tú, inmóvil, mirando fijamente a lo lejos. Estoy seguro de que te esforzabas en
acostumbrarte a la muerte para combatirla sin temor. Estabas tan hermosa y
resuelta en tu silencio que no podía imaginar que pudieras renunciar a vivir.
Quise conocer las posibilidades de sobrevivencia en el plazo
de cinco años que te concedía el oncólogo. Pierre me trajo la respuesta: “Fifty
fifty”. Me dije que, después de todo, teníamos que vivir nuestro presente en
lugar de proyectarnos siempre hacia el futuro. Leí dos libros de Ursula Le-Guin
traídos de los Estados Unidos, que me ratificaron en mi decisión.
Cuando saliste de la clínica, volvimos a nuestra casa. Tu
animación me encantaba y me tranquilizaba. Habías escapado a la muerte y la
vida adquiría un nuevo sentidop y un nuevo valor. Illich lo entendió
inmediatamente cuando lo volviste a ver algunos meses más tarde, en el curso de
una velada. Te miró detenidamente a los ojos y te dijo: “Has visto el otro
lado”. No sé qué le contestaste ni otras cosas que hablasteis. Pero me dirigió
estas palabras inmediatamente después: “¡Esa mirada¡ Ahora entiendo lo que ella
representa para ti”. Nos invitó una vez más a su casa en Cuernavaca, añadiendo
que podíamos quedarnos el tiempo que quisiéramos.
Había llegado a la edad
en que uno se pregunta qué es lo que ha hecho de su vida y lo que habría
querido hacer de ella. Tenía la impresión de no haber vivido mi vida, de haber
desarrollado una sola parte de mí mismo y de ser pobre como persona. Tú eras, y
siempre habías sido, más rica que yo. Te desarrollaste en todas tus
dimensiones. Estabas bien asentada en tu vida, mientras que yo siempre me había
apresurado a pasar a la tarea siguiente, como si nuestra vida sólo fuera a
comenzar realmente más tarde… Recuerdo haber escrito a E. que, a fin de
cuentas, sólo me importaba una cosa: estar contigo. Me resulta inimaginable
seguir escribiendo si tú ya no estás. Tú eres lo esencial sin lo cual todo lo
demás, por importante que me parezca mientras estás ahí, pierde su sentido y su
importancia. Esto decía en la dedicatoria de mi último escrito.
Veintitrés años han pasado desde que nos fuimos a vivir al
campo… Allí habrías podido ser feliz. Donde no había más que un prado, creaste
un jardín de setos y arbustos. Yo planté doscientos árboles. Durante algunos
años viajamos un poco, pero las vibraciones y las sacudidas de los medios de
transporte, cualesquiera que fueren, te producían dolores de cabeza y en todo
el cuerpo. La aracnoiditis te obligó a ir abandonando poco a poco la mayoría de
tus actividades favoritas. Lograste ocultar tus sufrimientos. Nuestros amigos
te encontraban en plena forma. No dejaste de animarme a escribir...Seguramente
no estuve a la altura de la resolución tomada hace treinta años: de vivir
plenamente en el presente, atento sobre todo a la riqueza en que consiste
nuestra vida en común.
Ahora vuelvo a vivir los momentos en que tomé esta resolución
con un sentimiento de urgencia. No tengo mayor obra en mi taller. Ya no quiero
–según la fórmula de Georges Bataille, “posponer la existencia para más tarde”.
Estoy atento a tui presencia como en nuestros comienzos y me gustaría hacértelo
sentir. Me entregaste toda tu vida y todo lo tuyo. A mí me gustaría poder darte
todo lo mío durante el tiempo que nos quede.
Recién acabas de cumplir ochenta y dos años. Y sigues siendo
bella, elegante y deseable. Hace cincuenta y ocho años que vivimos juntos y te
amo más que nunca. Hace poco volví a enamorarme de ti una vez más y llevo de
nuevo en mí un vacío devorador que solo sacia tu cuerpo apretado contra el mío.
Por la noche veo a veces la silueta de un hombre que, en una carretera vacía y
en un paisaje desierto, camina detrás de un coche fúnebre. Es a ti a quien
lleva esa carroza. No quiero asistir a tu incineración; no quiero recibir un
frasco con tus cenizas. Oigo la voz de Kathleen Ferrier que canta “ Die Welt ist leer, Ich will nicht leben mehr”
( El mundo está vacío, no quiero vivir más) y me despierto. Espío tu
respiración, mi mano te acaricia. A ninguno de los dos nos gustaría tener que
sobrevivir la muerte del otro. A menudo hemos dicho que, en caso de tener una
segunda vida, nos gustaría pasarla juntos.
Gracias por compartir esta maravilla.
ResponderEliminar❤️
ResponderEliminarEs una historia conmovedora; un testimonio contracorriente que rebosa amor por todos lados. Gracias por publicarlo.
ResponderEliminarMuchas, muchisimas gracias Juan por este texto
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