La pandemia
en curso ha generado una experiencia de gobierno autoritario de gran
envergadura, que es imperceptible desde los esquemas referenciales de numerosos
sectores progresistas, en tanto que ahora se encuentran ubicados eventualmente en
el espacio del gobierno político mismo. La Covid representa una conmoción de
todo el sistema económico que penaliza severamente a los sectores más débiles.
Pero la trama de la acción política, sindical y social de estos, imprescindible
en la defensa de sus intereses, se encuentra en quiebra y suspensión. Esta
derogación de este sistema de acción, constituye una amenaza para el precario
equilibrio político y social. La única realidad que se hace patente sobre el
vacío es la acción comunicativa del gobierno, que funciona mediante la
producción de una cadena de simulacros que se hacen presentes en las pantallas.
La acción se agota en los platós y los intereses de los vulnerables son
defendidos por la representación fantasmagórica de los tertulianos.
Los partidos
del gobierno se apropian de la totalidad de la representación de los intereses
débiles y expropian a estos de su propia defensa, mediante una apoteosis de
egocentrismo. Este se manifiesta en la asunción de sus propios tiempos de
gobierno. Pero el proceso histórico que determina el presente es mucho más
complejo, incluyendo varias temporalidades. En términos generales, se puede
afirmar que en los últimos treinta años se ha producido una secuencia que puede
ser definida apelando al fértil e inteligente concepto de “desposesión”. El
capitalismo de bienestar va dejando de operar gradualmente y es reemplazado por
una acumulación basada en la desposesión. Este término, es formulado por un
autor imprescindible: David Harvey. Es un geógrafo insigne, pero su pensamiento
rebasa con mucho las fronteras disciplinares establecidas en la academia.
El término
desposesión, en el tiempo histórico del presente, remite a una cadena de privatizaciones en
áreas esenciales del sector público, reconversiones laborales duras,
mercantilización agresiva del espacio y de la producción cultural. En la ciudad
que vivo, Madrid, la desposesión alcanza niveles de intensidad insólita. Mi
padre decía –refiriéndose al primer franquismo- que en las familias pudientes,
los listos se ubicaban en las empresas privadas, en tanto que los menos
dotados, que obtenían a duras penas sus licenciaturas en Derecho, se asentaban
en la administración pública. La ilustre familia Aznar sigue esta pauta tantos
años después. El padre, tras sus años en la política se prodiga en el sector
privado más lucrativo. Pero sus hijos y yerno son apremiados a situarse en el
núcleo duro que ejecuta la desposesión, las empresas poseedoras de activos que
permiten prodigiosos beneficios.
En esta
entrada voy a presentar a dos personas que son víctimas severas de la
catástrofe económica derivada de la Covid, que, como afirmaba anteriormente, ha
silenciado a los sindicatos y las débiles organizaciones de defensa. En estos
meses se hacen visibles las acciones vigorosas de los empresarios y autónomos
afectados por el diluvio, así como su presencia en las televisiones. Pero, los
trabajadores de estos sectores, los camareros, las limpiadoras y otras
categorías similares, permanecen en un silencio estricto, confinadas en sus
guetos residenciales, en espera de que algún héroe gubernamental, tertuliano
piadoso o experto revestido de rasgos humanos les restituya al mundo productivo
en condiciones similares a las vigentes antes de marzo, que ya eran
manifiestamente duras.
Emilia es
una camarera madrileña, que está viviendo un intenso drama personal, en tanto
que sus condiciones laborales han alcanzado un nivel inasumible. Fernanda es
una mujer peruana que lleva muchos años en España y no ha conseguido prosperar.
Ha trabajado en distintos trabajos coaccionados e informalizados, pero los
últimos años ha enlazado varios empleos como niñera. Su situación actual es de
desempleo radical, en tanto que tampoco puede buscar debido al repliegue de las
familias acomodadas frente a la pandemia. En mis conversaciones con ellas he
constatado la pertinencia de uno de los conceptos utilizados por Harvey para
definir la desposesión. Este es el de “vidas pulverizadas”. Las vidas de ambas
han estallado irremediablemente.
Pero lo más
perverso de su situación actual es que se sienten habitantes de una realidad
espectral que es invisible a los demás. Ellas no están en los discursos de los
políticos, comunicadores, tertulianos, expertos, epidemiólogos y otras especies
que pueblan el mundo fantasmático de los medios y las instituciones. En el
flujo mediático aparecen como entidades impersonales asociadas a la categoría
“puestos de trabajo”. Sus vivencias son radicalmente incomunicables. Tras mis
encuentros cara a cara, he podido comprender la terrible pomposidad de la clase
dirigente. La autocomplacencia de la izquierda encerrada en las instituciones
abiertas solo a las cámaras. Así se genera un tipo de político de izquierda en
este tiempo altanero, pretencioso y vacío. Estos comparten con los expertos el
mundo de la ficción estadística y el distanciamiento abismal de las condiciones
reales de numerosas categorías sociales. En las conversaciones con ellas, ha
sido inevitable recordar a Irene Montero y su alegre, pomposa y autosatisfecha
troupe de staff múltiple.
EMILIA
Emilia
trabaja como camarera en un importante local de hostelería, en el que se
alternan varios turnos de trabajo. En cada horario hay un equipo. Lleva muchos años trabajando allí,
encadenando períodos de trabajo y de desempleo, cobrando la prestación. Este es
un mecanismo concertado con el propietario, que hace rotar a la plantilla. Es
una buena profesional, curtida en el arte de lidiar con los públicos diversos
que pueblan el local, así como con los numerosos compañeros y jefecillos que ha
conocido. Antes trabajó esporádicamente en varios bares y restaurantes. Sus
menguados salarios se incrementan con los extras de banquetes de bodas y
celebraciones. Está conectada a un promotor de estos eventos, lo que le
proporciona recursos adicionales a su salario.
La Covid ha
llegado simultáneamente a una crisis biográfica. Para ella su imagen ha sido un
activo personal muy importante en sus devenires personales y laborales. La
llegada del cuarto decenio ha venido acompañada de los primeros signos de mutaciones
en su cuerpo. Este hecho representa un golpe muy duro para ella. Es una mujer
alta y vistosa. Su aspecto físico refuerza su personalidad fuerte, que es una
componente esencial del servicio que brinda a los clientes. El inicio de este
resquebrajamiento físico le afecta psicológicamente. Tras un matrimonio
desventurado y algunas parejas temporales, su vida sentimental es muy parca. Ha
tenido relaciones esporádicas con compañeros y jefes, que siempre se han
resuelto insatisfactoriamente, y también conflictivamente. En los últimos años
sus relaciones son esporádicas en fines de semana, donde acude a una discoteca
en la que se fraguan pactos fugaces estimulados por el alcohol y sus
acompañantes.
En sus años
jóvenes era cortejada de múltiples formas por distintos clientes, compañeros y
jefes. Ahora vive mal la presencia de compañeras mucho más jóvenes que la
reemplazan en este sistema de mensajes y relaciones que se asienta sobre las
barras, las mesas y las cocinas. Desde su perspectiva personal, este es un
acontecimiento fatal. Siempre lleva pantalón largo. En una charla me confesó
desolada que tiene unas varices monumentales. Decía que desde hace años no
podía mirarse al espejo. En su sistema de significación ella se percibe como un
despojo, en tanto que su declive corporal comienza a encerrar secretos cada vez
más intensos. Vive en un piso con una vieja tía, lo que le condiciona en su
autonomía personal. Pero su aspiración es encontrar una pareja estable que
alivie su incipiente soledad y sus miedos al paso de los años.
El súbito
confinamiento supuso una tragedia para ella, en tanto que se tuvo que encerrar
con su tía. Para ella su trabajo es fundamental, en tanto que su actividad le
blinda ante la introspección personal. Se puede afirmar que es una activista
que busca estar muchas horas ocupada. En las largas jornadas de reclusión
doméstica se presentaron todos sus fantasmas personales y sus miedos. El
encierro quebró su frágil equilibrio y salió de él muy tocada. La conocí en el
comienzo del verano. Cuando aparecieron dudas sobre la viabilidad de la
hostelería me dijo que ella prefería morir a no trabajar. Estar ocupada durante
horas le protegía de sus incertidumbres.
Cuando el
local reabre tras el confinamiento, el propietario los reúne y les plantea una
condición para permanecer abiertos. Esta es que la recaudación tiene que cubrir
todos los gastos de mantenimiento, suministros y logística. Así, ellos
cobrarían la parte restante una vez cubierta la cuota de los gastos. Esto
generaba una contabilidad B, en tanto que se pactaba que no se cumplían los
contratos. Naturalmente, todos aceptaron, en tanto que no tenían otra
alternativa. Esta situación disminuyó drásticamente los recursos de Emilia,
afectados por la suspensión de los banquetes de celebraciones sociales. Pero lo
peor es el clima que se genera en la plantilla, que reparte el sobrante de la
caja diaria. En esta situación, las rencillas personales adquieren un esplendor
insólito y la vida diaria tras las barras se agrava. El catálogo de agravios comparativos
percibidos, envenena todas las relaciones hasta límites tóxicos. En la
plantilla se producen distintas realidades, desde los mayores que se encuentran
en sus últimos años hasta los jóvenes salvajemente precarizados, que en su
mayoría son latinoamericanos.
Lo que estoy
narrando no se encuentra presente en los platós ni en el discurso de los
distintos expertos. Es una apoteosis de lo negro, de una informalización
extrema. Imagino un testimonio así en un plató de tarde en el que están
presentes entre otros, Monedero y
Cristina Cifuentes. Supongo que esta diría con una pose indignada que debía
denunciarlo, asignándole a la cuestión una categoría de excepción. En estas
situaciones predomina la sobrevivencia. Emilia se ha adaptado a vivir en la
jungla de la barra y las mesas, reforzando sus defensas. En un contexto así la
ficción es inevitable. Ella espera el milagro de la pareja, de la vuelta a la
normalidad anterior a marzo y la llegada a las pantallas evanescentes de algún
comandante piadoso que la redima de su condición. Entre tanto, solo cabe vivir
cada día y ser fuerte para soportar las desventuras de su vida. Y entrenarse en el arte -como recomendaría un psicólogo despiadado- de no tener malos pensamientos, de pensar en positivo.
Dejo para
otro día el caso de Fernanda, que es todavía más denso. Estos son algunos de
los seres humanos denegados por la desposesión, expulsados al limbo
estadístico, transformados en etiquetas de categorías sociales. De ellas se
espera que, cuanto menos, permanezcan invisibles, no tengan voz y no estropeen
la fiesta de los integrados, cuyas vidas sofisticadas se hacen ubicuas en los
escaparates de las pantallas y en los autorrelatos de las gentes en las redes,
que se presentan como artistas de la vida.
Una noche,
tras conversar con Emilia, me puse a ver First Dates en la Cuatro, en tanto que
es el único programa en el que comparecen personajes del mundo de la vida que
solo puede ser resuelta mediante la recombinación de varios milagros. El primer
concursante decía que era de Barcelona y limpiacristales de profesión. Apagué
la televisión pronunciando una interjección inevitable “Me caguen el capitalismo
postfordista”. Tuve que recurrir al alivio se significa siempre para mí Bach.