La impetuosa
irrupción de la Covid en el mes de marzo propició el súbito esplendor de las
profesiones de la salud pública. El confinamiento, que es la máxima expresión
de su poder sobre la población, catapultó a los renacidos especialistas a la
cumbre del estado, mediante su acceso a los platós televisivos en prime time y
la coparticipación con el fértil y misterioso ministerio del interior. La
pandemia reconfigura la significación de la salud, reconvirtiéndola a la esfera
del dios-sol de las sociedades contemporáneas, que es la seguridad. Investidos
por el mantra del peligro, los salubristas proponen soluciones que implican un
control desmedido de la población. El
resultado es la explosión de la salud entendida como una coerción ejercida por
una autoridad sobre las personas.
El
confinamiento fue una experiencia que alentó el imaginario coercitivo. Con las
gentes encerradas obligatoriamente en sus casas, las calles vacías, los
escenarios de la vida colectiva desertificados, lo social se monopoliza en el
estado, el sistema sanitario y los medios de comunicación. El shock colectivo
que supuso esta situación multiplicó el miedo de grandes contingentes de la
población. Reducidos a la condición de espectadores, convertidos en cuerpos
susceptibles de contagiar y ser contagiados, la gran mayoría de las gentes
quedaron paralizadas por el miedo y la perplejidad. Privada de la posibilidad
de hablar, interactuar y hacer, la gente movilizó sus esperanzas de ser
salvados. La cristalización de estos estados mentales colectivos terminó por
rehabilitar los balcones, espacio que concitó la realización de la única
actividad posible, aplaudir a los héroes salvadores expulsando los temores
colectivos.
La salida
del confinamiento tuvo lugar mediante la reglamentación estricta de la vida. En
este blog he analizado la inconsistencia de estas normativas, cuyo devenir es
catastrófico. Los resultados, en términos de balance de la pandemia, han sido
inequívocamente elocuentes. Pero el dispositivo médico-epidemiológico, ebrio
por su poder de coerción en el confinamiento, se manifiesta en un estado
intelectivo que puede ser calificado como una resaca. Así, se proponen
sucesivas medidas que cancelan progresivamente el espacio público. Se prohíbe
el ocio nocturno, al tiempo que se intensifica el acoso a los bares, último
reducto visible de la vida colectiva, que son reducidos a dimensiones que
niegan su esencia.
El retorno
de la pandemia genera una escalada coercitiva sobre una población entre la que
habitan los contingentes de incumplidores. La comunidad médico-salubrista, moviliza
sus medidas de coerción para disolver los nudos de vida social. La pauta aplicada
consiste en más prohibiciones de actividades sociales que ayer, pero menos que
mañana. Ayer, en Orense, se prohíbe ir a las terrazas a personas que no sean
convivientes. Así se fragua un confinamiento de facto que alcanza todas las
actividades más allá del transporte para el estudio y el trabajo. Se trata de
un confinamiento extradomiciliario al
aire libre, que es una cuestión imposible, y que conduce con seguridad a un
salto en la coerción y los castigos a los incumplidores. Imagino a la policía
interrogando a las personas de una mesa de una terraza acerca de su domicilio y
consanguinidad. El furor coercitivo se
instala en una irrealidad inquietante.
El bar es el
(pen)último espacio asaltado por el mandato salubrista. Al igual que la playa,
las discotecas y otros espacios, se proponen unas medidas que privan de su
finalidad y sentido a la actividad que allí se realiza. Todas ellas conforman
una propuesta que puede ser definida como vida “sin”, que garantiza el 0% de
vida. He leído con pesar la propuesta de un joven médico al que conozco y
aprecio por sus posicionamientos renovadores y críticos. Propone prohibir la
música en los espacios cerrados. Así, acudir a un bar en el que tienes que
estar con mascarilla, no hablar alto, no cantar, no escuchar música, no reír, estar
separado rígidamente de los demás…..parece una cuestión carente de sentido. La
música estimula el espíritu y anima la sociabilidad, contribuyendo a un cierto
estado de efervescencia. Pero todavía queda el alcohol. A partir de la tercera
cerveza o vaso de vino cada cual manifiesta su propensión a la broma, la risa o
las primeras versiones del jolgorio. El bar es un territorio social para
explayarse más allá del domicilio. El bar “sin” carece de sustento.
Ciertamente,
los niveles de incumplimiento en los bares son mayúsculos. Las distancias
interpersonales se estrechan en la gran mayoría de los casos y las defensas
individuales se disuelven en la conversación social y sus efervescencias
sensoriales. Entiendo que en una situación como la presente puedan cerrarse,
dada su peligrosidad. Pero las propuestas del salubrismo autoritario consisten
en desnaturalizarlos. En estas subyace un supuesto letal, que puede ser
definido como una aplicación del “vivir a secas” de Amador Fernández Savater.
Se trata de una domesticación extrema, en tanto que acepta el uso del bar
privado de sus beneficios. Estar allí aislado, sin apenas conversar, ni reír.
Así se inflige un autocastigo que modela a un sujeto mecanizado y desprovisto
de sensaciones corporales. En todas las consultas médicas en las que he
participado como paciente crónico subyace un principio así. Las propuestas son
la no-vida, una vida mutilada con el objetivo de autoperpetuarse para la gloria
de la siguiente analítica.
En una
situación de riesgo generalizado son comprensibles las reglas que establecen
limitaciones. Pero lo decisivo es la forma en que estas se instauran. El
misterioso factor diferencial español radica precisamente en esta cuestión. El
gobierno y las corporaciones epidemiológicas no convocan a las organizaciones
sociales múltiples y a las gentes a promover iniciativas de autodefensa frente
a la expansión viral. Por el contrario, promulga reglamentaciones y sanciones,
movilizando a las corporaciones policiales y aludiendo a la presencia de las
fuerzas armadas. La sociedad es concebida como el sumatorio del estado y sus
corporaciones, y una masa amorfa de personas al que estas tienen que conducir.
El estatuto de cada cual es el de sospechoso de que querer vivir, y, por ende,
incumplir las normas. Este autoritarismo es muy peligroso y se evidencia cada
día. Esta apoteosis médico-policial se contrapone al principio de cogestión,
que es la única posición inteligente frente a una hecatombe colectiva. Se trata
de convocar a las organizaciones sociales a sumar fuerzas para minimizar los
efectos de la pandemia.
Las
consecuencias del gobierno autoritario de la pandemia son sus resultados
fatales. En cada fase se requiere más policía. Las medidas que se toman
requieren una multiplicación de los efectivos policiales. Imaginemos la
propuesta ensayada en Orense, de la que no tengo dudas acerca de su
generalización. Para que sea efectiva se requiere que la policía supervise las
mesas y confirme que sus ocupantes son convivientes. Las medidas aplicadas
ahora en Madrid son ineficaces, absurdas e imposibles. El recurso de la
intervención de las fuerzas armadas es inevitable. El confinamiento al aire libre diseñado bajo el principio
de la coerción y el imperio de la multa es inviable. Me impresionó mucho el
relato de una camarera de una terraza de Orense en el primer día de la nueva
medida. Decía que varios trabajadores de una oficina habían bajado a desayunar
y se situaron cada uno en una mesa distinta. Al terminar se reagruparon para
retornar a la oficina.
El nuevo
estado autoritario epidemiológico, que se funda en la amenaza a la población,
muestra inequívocamente las miserias de sus supuestos y sus métodos, que
impiden la colaboración activa de las gentes, si no es como delatores o
denunciantes de los otros. La dinámica instaurada en lo que se denomina como nueva normalidad, implica un caos
creciente, la expansión de la pandemia y unos niveles imposibles de
intervención policial. La única salida a esta situación es un nuevo
confinamiento total. Pero esta suspensión de la vida social se encuentra con
varias contrariedades de una envergadura monumental, que suponen el retorno
inexorable de la realidad, que implica el cuestionamiento del supuesto central
del dispositivo estatal epidemiologizado. La población no es un rebaño
susceptible de pastorear, medir y contar desde el exterior como si se tratase de
un laboratorio bajo el cielo. Por el contrario, se trata de un campo dinámico
en el que interactúan distintas fuerzas que generan equilibrios inestables,
siempre susceptibles de ser modificados.
La
contrariedad principal con que se encuentra la salud coercitiva es el mercado. Esta
es una fuerza formidable que se funda en un poder político, económico y social
colosal. Tras el primer confinamiento, el mercado ha reconquistado sus
territorios y actividades. La protección en las empresas es desigual, existiendo
áreas de baja protección. Asimismo, los contingentes de trabajadores que se
desplazan para cumplir sus tareas laborales, implican un riesgo considerable
que nadie cuestiona. El furor punitivo epidemiológico se descarga
selectivamente en los jóvenes, el ocio, las playas o los bares, liberando de la
sospecha a las actividades productivas. El amplísimo mercado de trabajo
coaccionado de la economía informal, implica una baja protección de sus
contingentes humanos. A pesar de ello nadie cuestiona el mercado, que funciona
como un formidable grupo de presión que corrige las decisiones del gobierno
autoritario y exhibe impúdicamente su capacidad de veto.
La segunda
contrariedad estriba en la fuerza con que renace la vida constreñida por las
reglamentaciones salubristas. Los dispositivos del gobierno somatocrático
pueden intervenir sobre el espacio público, de ahí la demonización de los bares
o discotecas, pero carecen de capacidad para ejercer el control sobre los
espacios privados a los que se repliega la vida. La hipótesis de que una parte
sustancial de los contagios tiene lugar en actividades sociales privadas es más
que verosímil. Aquí se manifiesta uno de los sesgos más importantes de la
mirada médico-epidemiológica, que restringe la realidad a los espacios que
alcanza su mirada. Pero, por el contrario, la gente es propietaria de su
cotidianeidad, que vive en territorios inescrutables para las autoridades
panópticas. Es imposible controlar la vida sin contar con la colaboración
activa de la gente.
Michel de
Certeau ha mostrado la capacidad de la gente común, que él define como carente
de ningún lugar, para desviar las pautas y los usos establecidos por las
autoridades y los grupos de poder ubicados en un lugar, en el que imponen sus
reglas. La aptitud de la gente ordinaria para reapropiarse silenciosamente de
las reglas y los usos es sorprendente. En el campo de la asistencia sanitaria
los tratamientos son modificados sustancialmente por estos contingentes
silenciosos superdotados en el arte de la réplica imperceptible para los
poderes. La vida “sin” se hace más que problemática, en tanto que el pueblo
susceptible de ser sancionado, se ubica en escenarios inaccesibles para las
autoridades.
La fuerza y
vitalidad de la sociedad es asombrosa. En estos días en Madrid son visibles las
resistencias en las terrazas y los densos flujos de movilidades. En este blog
suscité recientemente la cuestión del sexo, que es una fuerza convocante
inmensa y fuera de todo control. Las citas online constituyen un verdadero
campo vivo que se ha intensificado en el confinamiento, el posterior acoso a
los espacios de ocio y la promulgación del modelo de vida “sin”. Decenas de
miles de citas tienen lugar todos los días en Madrid, lo que propicia numerosos
encuentros que escapan a la mirada panóptica del poder pastoral del tiempo de
la Covid. Es imposible controlar a la población desde el modelo del
laboratorio. Sin la cogestión de la respuesta, todas las propuestas se
encuentran abocadas al fracaso estrepitoso, lo cual implica la escalada policial.
Concluyo con
una reflexión en tono cordial dirigida a mis amigos salubristas. La propuesta
de la vida “sin” es el factor más relevante de la ineficacia de vuestras
acciones en este verano fatal. Desconectados de la sociedad viva, vuestra
deriva os homologa con la venerable Iglesia Católica, que proponía estérilmente
la abolición del sexo y otras gratificaciones corporales. Así se reconstituye
la figura del pecador, que ahora es exorcizado en las televisiones y perseguido
por los efectivos policiales para su sanción efectiva. Me pregunto acerca de
cuál es vuestro techo mientras releo “La teología de la medicina” de Szasz,
libro que formula una terrible premonición que se hace realidad en el tiempo de
la Covid.
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