Los
acontecimientos de los días del pasado puente en Granada, protagonizados por contingentes
de jóvenes en estado de fiesta en un momento en el que la pandemia se
recrudece, han suscitado reacciones de condena por las autoridades, los
profesionales, los medios y diferentes portavoces de sectores sociales
atenazados por la amenaza del virus. Este suceso se ha hecho visible mediante
unas imágenes del mismo que son seleccionadas por las televisiones, pero, no se
trata de un evento aislado, sino que, por el contrario, remite a una práctica
festiva generalizada en la vida ordinaria, congelada durante el confinamiento y
recuperada en el largo y cálido verano. Como consecuencia de la efervescencia
suscitada en la videosesfera, y dada la situación epidemiológica crítica de
Granada, las autoridades han decidido suspender las clases presenciales en la
Universidad.
La mayor
parte de las voces que se posicionan ante tal acontecimiento, se sustentan en
una visión reduccionista, que se focaliza en algunos contingentes de jóvenes
festivos que se liberan de la responsabilidad de la respuesta a la pandemia. De
este modo, el problema es definido como un episodio de insolidaridad de unas
personas desprovistas de valores. En coherencia, la solución es aislarlos del
medio universitario, en el que se sospecha que puedan desencadenar cadenas de
contagios. Pero esta piadosa definición elude un problema de mucha mayor
envergadura. La Covid está reflotando realidades sociales que permanecían
sumergidas, y mostrando también las
grietas en las instituciones de tan avanzada sociedad. Se evidencia la endeblez de la los mecanismos
de integración social, así como la licuación de los compromisos con distintos
colectivos sociales. Tras varios meses disciplinarios y asociales se hace
presente el deseo de vivir de los jóvenes, que son convocados a concentrarse en
los contenedores de las instituciones
educativas y universidades.
Los términos
en los que se suscita este problema, pueden parecer extraños desde una mirada
exterior a la universidad. Pero este acontecimiento no es un accidente puntual,
sino que, por el contrario, forma parte de la vida universitaria. Esta institución
alterna sus actividades concentradas en los días laborables, que ceden, según
avanza el jueves, el protagonismo a un repertorio inusitado de relaciones
sociales y prácticas sociales en los dilatados fines de semana. Así, las
imágenes capturadas este puente no son una excepción azarosa, sino la pauta
habitual de la institución. Lo que ha ocurrido es que un momento de intimidad colectiva ha saltado a los
medios de comunicación, desencadenando un torrente de reproches y condenas
moralistas.
No existe
ninguna institución en la que la distancia entre su realidad y su imagen, sea
tan grande como la universidad. Esta se encuentra sumida en un largo proceso de
transformación, determinado por la hegemonía abrumadora del neoliberalismo, su
adaptación a la producción inmaterial y el capitalismo cognitivo y la reconversión
de la vieja universidad. El resultado de este acrecienta su naturaleza
poliédrica considerablemente. Se puede contemplar un plano de su realidad que
priorice sus actividades de investigación vinculadas a los yacimientos
tecnológicos de la industria y los servicios, concentrada en un número limitado
de departamentos, centros y universidades. Estas prácticas docentes y de
investigación se sostienen sobre los vínculos con las industrias tecnologizadas
de alto valor añadido. En estas tiene lugar la selección de los técnicos,
investigadores, cuadros y directivos del nuevo capitalismo cognitivo y de las
instituciones rectoras.
Pero,
también es factible obtener un plano de las universidades en el que las
realidades son bien diferentes. En la gran mayoría de departamentos, centros,
titulaciones e investigaciones, la situación cambia sustancialmente. Se puede afirmar que predomina otra función,
generar la masa que abastece las posiciones bajas y rotatorias del mercado
laboral del trabajo cognitivo. La gran verdad oculta de la época es la
compresión acumulativa del mercado del trabajo. Las posiciones comprendidas en
este se reducen gradualmente, de modo que no puede albergar a una buena parte
de los candidatos. Este es el factor que desencadena un reajuste, una de cuyas
principales dimensiones es dilatar el tiempo de espera para entrar. Los jóvenes
se encuentran ante la tesitura de desarrollar una larga etapa de formación. La
universidad es la institución encargada de albergar a los contingentes de
personas en espera. Esta función marca las actividades de la institución, que
fija los sucesivos e interminables ciclos de los candidatos a ingresar en tan
selecto mercado de trabajo.
El caso es
que en las sociedades del presente, el sujeto estándar es ingresado a los tres
años en una guardería, que es la antesala de una carrera escolar que se
prolonga hasta llegar a los treinta años. El sujeto escolarizado se encuentra
en todas sus etapas, en una situación de severa dependencia de la institución.
Esta situación puede ser calificada de cualquier forma, menos de normal. Una
persona puede pasar veintisiete años de su vida escolarizado y dependiente. Una
situación así carece de antecedentes. Los efectos de esta situación son
demoledores y pueden ser percibidos mediante tensiones inespecíficas, pero
intensas, en la universidad, en la que adquieren distintas formas.
La respuesta
de los programadores ha sido la reforma de las enseñanzas, reforzando la
presencialidad en las clases, que son el escenario de distintas actividades. Se
trata de poner a los sujetos en espera a hacer cosas. La institución carece de
la capacidad de ofrecer verdaderas prácticas, así como métodos activos de
aprendizaje, dado el volumen de los congregados en las listas y las aulas. Así
proliferan múltiples actividades de bajo contenido, que organizan la actividad
de los estudiantes. La simulación adquiere todo su esplendor. Como sociólogo,
he tenido el privilegio de presenciar directamente el modo con que los
estudiantes ritualizan las actividades diarias de las aulas. Es la forma
específica de responder al vaciado de la universidad, que deviene en un espacio
ligero y liviano, al tiempo que rigurosamente ritualizado.
En una
situación de bloqueo de su inserción laboral por aplazamiento, el estudiantado
responde de la misma forma que otros colectivos que se adaptan a sus
condiciones adversas. El resultado es la conquista silenciosa y discreta de las
noches y el tiempo creciente del fin de semana. En este se invierten
radicalmente los sentidos y tienen lugar un conjunto de coherencias con su
situación de temporalidad aplazada. En una situación así se realiza su voluntad
de vivir el presente. Las prácticas festivas múltiples son invenciones de
gentes que comparten la situación de espera. En la noche reina la suspensión
del tiempo y la subjetividad, conformando una réplica del credencialismo
radical que rige sus vidas en la universidad, que gestiona una cola mediante la
asignación de valor a distintas actividades, de cuya suma resulta la posición
del sujeto.
La fiesta
significa una réplica silenciosa, un factor de integración de los que están en
situación de espera y una frontera con el mundo institucional. Es un mundo
constituido intersubjetivamente y, como toda fiesta, se encuentra dotada de
reglas rigurosas, aunque no estén racionalizadas en discursos. Los
participantes, apuran cada finde un sorbo de vida que privilegia sus sentidos,
proclamando que lo que está suspendida temporalmente es su inserción laboral,
pero no su vida. Esta gran evasión,
carente de un programa y una organización, es, paradójicamente, extremadamente
potente, en tanto que no es abordable por el sistema. Este tiene la capacidad
de reconvertir cualquier demanda y reducir a cualquier colectivo adverso, pero
se encuentra impotente ante la ausencia de discurso. El poder difuso de la
fiesta es apoteósico, en tanto que no puja en los campos en los que sus
componentes son subalternos.
Y en estas
llega la Covid, que desencadena un duro y largo encierro. Tras este, la fiesta
renace instalándose en distintos escenarios y mostrando su capacidad de
replegarse para comparecer de nuevo. El virus afecta fatalmente a los enfermos
y a los mayores. Por consiguiente, se puede imputar a las multitudes festeras
una manifiesta falta de solidaridad, anteponiendo sus prácticas sociales, las
cuales multiplican los riesgos, a la protección de los débiles frente a la
enfermedad. Pero en un clima de ralentización del aprendizaje y suspensión sine
die de la autonomía personal, es difícil exigir la contrapartida de la
responsabilidad. La verdadera realidad de un sujeto festivo es la perpetuación
del horizonte de espera para acceder, no a una carrera laboral secuencial, sino
a una rotación que alterna períodos de trabajo con los de vuelta a la
formación. Estos ciclos sancionan la precariedad.
La licuación
del futuro genera una impronta lógica en la generación de la espera sin fin.
Esta instituye la fiesta como ámbito que sanciona la fuga, al tiempo que se
toma una distancia abismal con las instituciones que los congelan. El resultado
es la ausencia de compromiso, que en los tiempos de pandemia adquiere una
naturaleza dramática. Tener a una parte de la sociedad en el congelador tiene
un coste muy alto, en tanto que la integración sistémica es muy endeble. Pero
esta fatalidad se refuerza en tanto que los portavoces de las instituciones marginadoras carecen de cualquier autoridad
moral.
El silencio
de las autoridades académicas, que han aprendido a habitar en un ecosistema
gélido, es más que significativo. En su ausencia, los jóvenes son interpelados
por los presentadores de la televisión, que fundamentados en la independencia
que garantiza la publicidad, formulan juicios moralistas y exponen discursos
que apelan a la solidaridad. El cuadro resultante es patético. Una imagen que
avala el drama posmoderno de la ausencia de autoridad es la apelación del dúo
rector de la conducción de la pandemia, Illa/Simón, a los influencers o a los
deportistas para que pronuncien sermones que puedan reconvertir las prácticas
festivas descontroladas de los contingentes del futuro congelado. Me impresionó
mucho la publicidad de un banco español que utilizaba la imagen real de Pau
Gasol, reproducido en cartón en la puerta de sus sucursales.
Mi
perplejidad supera con mucho a la de algunos lectores de este texto que sigan
manteniendo la suposición de que todo va razonablemente bien, que la universidad
es la sede de la ciencia, que la televisión es un medio de información, o de
que es normal que una persona esté escolarizada cerca de treinta años. La
fiesta en tiempo de pandemia es la réplica y la revancha de los que han sido
convertidos en superfluos e ingresados en una burbuja en la que se reproduce un
mundo simulado.
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