lunes, 26 de octubre de 2020

ESTADO DE ALARMA PERMANENTE, APOTEOSIS POLICIAL, AUTORITARISMO EPIDEMIOLÓGICO Y DESVARÍOS MÚLTIPLES

 

El primer confinamiento total fue la antesala de la nueva normalidad, entendida como un estado de control a distancia de la pandemia. Este experimento ha fracasado estrepitosamente, en tanto que todas las reglamentaciones de la vida han sido hechas añicos y el virus ha saltado todas las barreras establecidas. En este ensayo de somatocracia moderada y a distancia, se ha evidenciado la fractura entre la lógica sanitarista y una buena parte de la sociedad, que no renuncia voluntariamente a sus prácticas de vida.  De ahí la crisis epidemiológica vigente, que remite a un retroceso en la forma de gobierno especificado en la instauración de un estado de alarma con vocación de permanencia, que se precisa  principalmente en el toque de queda.

LA DEROGACIÓN DE LA NOCHE

Del naufragio de la nueva normalidad resulta la amputación de la vida mediante la neutralización de la noche. Este tiempo alcanza en esta sociedad un esplendor inusitado. Al caer la noche salen de sus madrigueras distintas clases de gentes amantes de la vida, así como los contingentes sociales privados de un destino próximo, sometidos a un estado de larga espera. Estos son los no inmediatamente necesarios, principalmente los jóvenes. Estos públicos han constituido una sociedad que es el reverso de la de la producción, que alcanza su magnificencia en las horas de luz. La noche alberga un conjunto de sistemas sociales dotados de prácticas sociales, sistemas de relaciones, significaciones compartidas y climas colectivos. La noche es una invención de los aristócratas de tiempos pasados, entregados al goce de los sentidos. En el final del siglo XX, ha sido democratizada, de modo que millones de personas heterogéneas se entregan con frenesí y de distintas formas a ella. No se puede comprender bien las sociedades del presente sin considerar el hecho social central de lo que se entiende como el finde, un tiempo de revancha para los treintañeros confinados en las horas de luz desde los tres años entre las paredes de las instituciones educativas, que devienen así en almacenes.

La visión predominante en el sistema es manifiestamente reduccionista con respecto a esta realidad. Se entienden las actividades realizadas al margen de lo productivo como ocio, al que se asigna una valoración minimizada. Se percibe el mismo como diversión, que remite a un conjunto de prácticas que son calificadas como pertenecientes a un orden secundario en la vida. Así, en una pandemia como la actual, se promulgan normas para reducirlo drásticamente. Pero las prácticas nocturnas no son solo diversión, sino que trascienden este concepto. En este espacio social tienen lugar distintas formas de relación social, entre las que se incluye el sexo y las variantes de un estado personal que alcanza el estatuto de lo sagrado. Estos son los estados de ebriedad, que generan efervescencias colectivas y varias formas de éxtasis de masas.

La distorsión de la visión oficial y sanitarista de la vida, es manifiestamente sesgada. Mi experiencia como profesor universitario que ha vivido en primera persona el nacimiento, infancia, adolescencia y madurez del Erasmus, es concluyente. La noche tiene una fuerza extraordinaria, de modo que en el ensayo de control a distancia de la Covid este extraño verano, ha acreditado su capacidad de reventarlo. La cancelación de la noche va a generar un estado de malestar explosivo, siendo una cuestión de orden mayor. La primera noche de toque de queda se ha producido un acontecimiento-signo de lo que representa esta cuestión. Un local en Madrid, en el que estaban cuarenta personas, cerró sus puertas a las doce y no les dejó salir hasta después de las seis. Dos clientes han interpuesto denuncias por retención ilegal, pero, por encima de sus singularidades, este es el primer acto que anuncia las resistencias múltiples que vienen, en las que los desolados seres vivos privados de una parte esencial de su ambiente total, van a reaccionar inventando distintas clases de fugas y evasiones.

EL DESCENTRAMIENTO SANITARISTA

La emergencia de la Covid ha suscitado una crisis sanitaria sin precedentes. De este modo, todas las tribus profesionales médicas y salubristas se han ubicado en el centro de los platós de televisión y en los pórticos de los oráculos de los gobiernos. Devenidos en expertos providenciales, lo que implica su capacidad de inhabilitar a la población para decir, al tiempo que convertir efectivamente a esta en dependiente de sus valoraciones y prescripciones, los sanitarios viven sus minutos de gloria mediática y estrellato en la novísima expertocracia. Esta les concede licencia de imponer controles y privaciones a la población, en alianza con el estado y los medios y prescindiendo de su colaboración consentida.

Pero el problema radica en que la inmensa mayoría de los mismos incurre en un sesgo monumental. Este es el de mirar la pandemia como si esta se encontrase aislada de su contexto. La ignorancia magnánima de este les hace caer en posiciones ingenuas que son instrumentadas por los operadores del campo político y social. La pandemia se inscribe en una estructura social, sobre la cual tiene un impacto considerable. De este modo la epidemiología termina siendo un arma política en las manos de los intereses fuertes en el campo social. El confinamiento, la vigilancia del espacio y la reglamentación de la vida otorga muchas más opciones a los poderosos y debilita a los sectores sociales definidos por sus carencias.

Así, el estado de alarma deviene en un arma política inequívocamente eficaz, en tanto que perfecciona el control de la población en desventaja, la inmoviliza y paraliza los movimientos sociales, que son las defensas que estos tienen para hacer valer sus intereses. Asimismo, instituye una severa individuación que debilita extraordinariamente los vínculos sociales que conforman el tejido social. Las posibilidades de los que tienen recursos escasos de sobrellevar el aislamiento y la restricción de movilidad, son menguadas. Así, independientemente de sus objetivos sanitarios, las medidas autoritarias de gobierno derivadas de la pandemia, penalizan selectivamente a los más débiles.  Las medidas de control tienen efectos en otras esferas diferentes a la situación epidemiológica. La salud pública actual termina siendo una epidemiología política que refuerza el orden social dual que se sostiene sobre las sólidas barreras establecidas entre los poderosos y los débilitados.

LA APOTEOSIS POLICIAL

La negación de las realidades externas a la situación epidemiológica alcanza el éxtasis en el caso de la intervención policial. La actuación de la policía es ubicua y total. Este es el aspecto más relevante de la realidad desde el advenimiento del virus. Todas las estrategias y medidas propuestas descansan sobre la sanción en el caso de incumplimiento, lo que pone a la vida bajo la supervisión de la policía. El pasado viernes por la mañana, me encontraba tomando café en una terraza en una terraza a cincuenta metros de la Puerta del Sol. En la hora larga que pasé departiendo con un amigo, pasaron furgones policiales, caballos, agentes a pie, y todo ello de varias policías. En la calle solo había policías y numerosas y variadas clases de mendigos.

La apoteosis policial tiene unas consecuencias letales en la vida social. En los barrios con carencias comparece con todo esplendor la figura clave de la sociedad securitaria: la frontera. Millones de niños y jóvenes experimentan los controles para entrar, salir, estar y desplazarse. La policía adquiere una preponderancia extraordinaria, haciéndose ubicua en la vida cotidiana. Todos somos vigilados en la inmediatez y adquirimos la naturaleza de sospechosos. La prohibición del toque de queda restringe a las personas y minimiza sus opciones.

Así se fabrica el estereotipo del ciudadano obediente que calla y acata sin límite. La policía actúa en coherencia con sus propias percepciones, en las que se encuentran involucrados algunos sesgos. El control policial sanciona a los percibidos como poblaciones peligrosas, ahora etiquetadas por la epidemiología político-social, que condena a los desobedientes a la ubicación en el imaginario policial. El castigo adquiere una centralidad inquietante, en tanto que los medios generan demandas de castigo que se constituyen como presiones a la policía.

Pero la apoteosis policial presenta su lado débil. Este radica en que es imposible atajar y sancionar todos los incumplimientos, cuyo volumen desborda a los efectivos policiales. Así se homologa con las instituciones educativas, de asistencia sanitaria y de servicios sociales. La sociedad epidemiológico-policial necesita incrementar sus recursos considerablemente para mantener el control efectivo de las clases peligrosas. Ayer el jefe de la policía municipal de Madrid explicaba en la televisión regional que iban a vigilar las calles mediante un sistema mixto de patrullas y drones.

Pero la fiesta se disemina en la noche por múltiples espacios privados. En la casa que vivo, unos cuantos chicos en estado de ebriedad montaron un escándalo monumental a las tres de la madrugada. Este afectaba a una señora de muchos años, dependiente, inmovilizada y en muy mal estado de salud. Los vecinos llamaron repetidamente, durante dos horas, a la policía y esta no compareció porque estaba saturada. Es imposible vigilar e intervenir efectivamente frente a una demanda tan poderosa. En este sentido se homologan a los servicios de salud, sociales y educativos, totalmente desbordados por los efectos de la explosión vírica. Esta situación da lugar a un conjunto de fantasías de control por parte de los profesionales. Pero la realidad se sobrepone a las mismas, teniendo como consecuencia una priorización de las tareas y una renuncia a parte de las mismas.

LOS DESVARÍOS MÚLTIPLES

 El desborde de los dispositivos del estado genera una situación de varios desvaríos complementarios. El de los profesionales sanitarios progresistas es muy ilustrativo. Ellos piensan en términos de control de la pandemia como si estuvieran en un laboratorio. Así contribuyen a reforzar el control social, ejecutado por el estado concertadamente con las grandes empresas de comunicación. Mientras que la deriva del estado de alerta y el proceso global se decanta a algo tan importante como la construcción de fronteras internas, que otorgan el protagonismo a las fuerzas de seguridad, ellos permanecen ajenos a esta cuestión y agotan el campo de su mirada en las cuestiones estrictamente sanitarias. Desde mi posicionamiento personal afirmo que es perverso gobernar a una población sin considerar siquiera obtener su consentimiento informado, o al menos de una parte de ella.

Pero más acusado aún es el sesgo de la izquierda. Anoche leí un tuit de una persona que aprecio y de la que soy lector desde hace muchos años, como es Marcelo Expósito, que decía que lo importante son las ayudas materiales a las clases subalternas. En este juicio se encuentra una gran distorsión. Esta se encuentra determinada por la posición de esta izquierda, que disfruta de su presencia en el gobierno, hecho que ha alterado su cosmovisión considerablemente. No son solo las ayudas materiales, sino su presencia como voz  autónoma en defensa de sus intereses, cuestión que es negada por las medidas del estado de alarma, que desarma letalmente a los movimientos sociales. Estos no son equivalentes a los grupos de interés, que garantizan su presencia en el campo decisional, con independencia de las fronteras instituidas por las policías. Los barrios pobres han sido sometidos a procesos de acumulación de poblaciones desintegradas, lo que ha debilitado las redes de vínculos. En una situación así, la acción policial y el confinamiento tienen un efecto multiplicador en su debilitamiento como actor político.

Esta es la ruina más estrepitosa derivada de la irrupción de la pandemia. Los actores se encuentran noqueados y extraviados,  y solo funcionan redes globales autorreferenciales salubristas, de los estados –todas las medidas que se toman tienen una procedencia en otro estado-  y de los intereses corporativos y mediáticos globales. Los demás están en una situación de shock intelectivo. Imagino la situación de un joven residente en un barrio del sur, que está experimentando en un largo año de su vida, el confinamiento obligatorio, el autoritarismo de la promulgación de límites a su acción y la presencia ubicua de la policía para asegurar fronteras. Afirmar que vive en una democracia es un exceso insólito. Sí, la respuesta a la Covid está generando las bases de un régimen autoritario duro de nuevo tipo. No puedo dejar de pensar en Giorgio Agamben y sus premoniciones desbordadas en este año fatal de la Covid.

El balance final no puede ser realizado en términos de salud, sino en los de democracia. Y esta se disipa con una intensidad y velocidad insólitas. Personalmente me niego a aceptar esta situación, en tanto que considero destructivo este posicionamiento de la gran mayoría.

 

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